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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (14 page)

BOOK: Ana Karenina
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Lievin no olvidaba que en el tiempo en que Nikolái buscó en las prácticas de la devoción un freno a sus malas pasiones nadie le había aprobado ni sostenido; cada cual, por el contrario, trató de ridiculizarlo; y después, cuando llegó el momento de la caída, nadie le tendió la mano; muy lejos de ello, todos huyeron de él con horror y disgusto.

Lievin comprendía que Nikolái no debía juzgarse en el fondo de su alma más culpable que aquellos que lo despreciaban. ¿Era él responsable de su indómito carácter y de su vehemente inteligencia? ¿No había tratado de mantenerse en el buen camino? «Le hablaré con la mayor franqueza —pensó Lievin—, obligándolo a que haga lo mismo, procurando probarle que le comprendo porque lo amo.»

Dio orden para que lo condujeran a la casa cuyas señas indicó, y a eso de las once de la noche estaba ya a la puerta.

—Números doce y trece —contestó el portero a la pregunta de Lievin.

—¿Está en casa?

—Supongo que sí.

La puerta del número 12 estaba entornada, y de la habitación salía un espeso humo de tabaco de calidad inferior. Lievin oyó una voz desconocida, y después reconoció la presencia de su hermano por su manera de toser.

Al entrar en una especie de recibimiento, la voz desconocida decía:

—Todo depende de que el asunto se conduzca con acierto.

Lievin dirigió una mirada por la abertura de la puerta y vio que el que hablaba era un hombre joven, de la clase del pueblo, a juzgar por su traje; en el sofá estaba sentada una mujer, joven también, de pobre aspecto, con vestido de lana sin cuello y sin puños. No se veía a Nikolái. El corazón de Lievin se oprimió al ver con qué clase de gente se trataba su hermano. Nadie le había oído, y adelantándose con precaución, escuchó lo que el hombre decía: se trataba, al parecer, de arreglar un negocio.

—¡El diablo se lleve a las clases privilegiadas! —decía su hermano, después de haber tosido—. Masha —añadió—, arréglanos pronto la cena, y danos vino si ha quedado; si no lo hay, puedes ir a comprarlo.

La mujer se levantó, y al salir vio a Lievin al otro lado de la puerta.

—Alguien pregunta por usted, Nikolái Dmitrich —dijo la mujer.

—¿Qué quiere? —preguntó Nikolái con acento de cólera.

—Soy yo —contestó Lievin, presentándose en la puerta.

—¿Quién? —preguntó la voz de Nikolái, con tono irritado.

Lievin lo oyó levantarse vivamente, cogiéndose a alguna cosa, y un momento después pudo ver la elevada estatura de su hermano, flaco y encorvado, cuyo salvaje aspecto, hosco y enfermizo, le causó pavor.

Había enflaquecido más desde la última vez en que Lievin lo había visto, tres años antes; llevaba una levita recortada, y no solo sus manos, sino todos sus miembros, parecían más grandes; el bigote se erizaba alrededor de los labios como en otro tiempo, y su mirada era extraviada.

—¡Hola, Kostia! —exclamó al reconocer a su hermano, mientras sus ojos brillaban de alegría; después, volviéndose hacia el joven, hizo con la cabeza y el cuello un movimiento nervioso, bien conocido de Lievin, y en su rostro enflaquecido se pintó una expresión salvaje y cruel.

—Ya he escrito a Serguiéi Ivánovich y a usted; no quiero saber nada de ustedes. ¿Qué se le ofrece, qué necesita usted de mí?

Konstantín Lievin había olvidado cuán difícil era tolerar el carácter de Nikolái, que había imposibilitado siempre toda relación de familia; se había representado a su hermano de otra manera al pensar en él; pero al observar sus facciones y ademanes, recordó el pasado.

—No he venido a pedirte nada —contestó Lievin con timidez—; mi único objeto era verte.

El aspecto temeroso de su hermano dulcificó a Nikolái.

—¡Ah! —exclamó, haciendo una mueca—. En ese caso, entra y siéntate. ¿Quieres cenar? Masha, trae tres platos…; no, espérate. ¿Sabes quién es? —añadió, señalando al hombre mal vestido. Es mi amigo Kritski; lo he conocido en Kíev y lo tengo por persona muy notable. La policía lo persigue, naturalmente, porque no es un canalla.

Así diciendo, miró a los presentes, como lo hacía siempre después de hablar, y dirigiéndose luego a la mujer, que estaba a punto de salir, gritó:

—¡Te digo que esperes!

Y comenzó a referir, con esa dificultad para hablar que Lievin conocía ya, toda la historia de Kritski; dijo cómo se le había expulsado de la universidad por haber querido fundar una sociedad de ayudas para los estudiantes pobres y escuelas dominicales; recordó que después fue nombrado maestro de una escuela pública, de la cual también fue expulsado, y que, por último, dio motivo a una formación de causa, sin saberse a punto fijo por qué.

—¿Es usted de la universidad de Kíev? —preguntó Lievin, para interrumpir un silencio enojoso.

—Sí, he sido —contestó Kritski, frunciendo el entrecejo con expresión de enojo.

—Y esa mujer —añadió Nikolái, señalándola— es Maria Nikoláievna, la compañera de mi vida; la he recogido en un burdel, pero la amo y la aprecio, y todos aquellos que quieran conocerme deben respetarla, la considero como mi esposa. Ya sabes a qué atenerte; y ahora, si crees rebajarte, dueño eres de irte.

Y dirigió una mirada interrogadora a los presentes.

—No comprendo por qué me rebajaría —dijo Lievin.

—Pues entonces, que suban tres raciones, Masha, aguardiente y vino; no, espera…; vamos, es igual, vete.

XXV

M
IRA
—continuó Nikolái Lievin, arrugando la frente y agitándose, pues no sabía qué hacer ni qué decir—. ¿Ves esa? —y señaló algunas barras de hierro atadas con cordeles, que estaban en un ángulo de la habitación—. Pues has de saber que es el principio de una nueva obra que ahora emprendemos: se trata de un
artel
[15]
profesional.

Lievin no escuchaba apenas; se limitaba a observar el aspecto enfermizo de su hermano, y su compasión creciente le impedía fijar la atención en lo que decía; pero no ignoraba que aquella obra no era sino una tabla de salvación para evitar que el infeliz se despreciase a sí mismo completamente.

—Ya sabes —continuó Nikolái— que el capital aniquila al obrero; este último es, entre nosotros, el campesino; el que sostiene todo el peso, y que nunca puede salir de su estado de bestia de carga por mucho que trabaje. Todo el beneficio, todo lo que podría mejorar la suerte de los campesinos, dejándoles algún desahogo y ocasión además para recibir alguna instrucción, es absorbido por el capitalista. Y la sociedad se ha constituido de tal modo, que cuanto más se afanan los jornaleros más se enriquecen a sus expensas los propietarios y comerciantes, sin que el trabajador salga nunca de su triste situación. Esto es lo que se debe cambiar.

Y miró a su hermano con aire interrogador.

—Sí, seguramente —contestó Konstantín, observando que en las mejillas de su hermano se formaban dos manchas rojas.

—Por eso organizamos un
artel
de cerrajería, en el que todo será común: trabajo, beneficio y hasta los mismos útiles.

—¿Dónde estará ese
artel
? —preguntó Konstantín.

—En el pueblo de Vozdrema, en la provincia de Kazáñ.

—¿Por qué en un pueblo? Me parece que en el campo no falta trabajo. ¿Y por qué establecer un
artel
de cerrajería?

—Porque el campesino sigue siendo siervo, como siempre; y he aquí por qué os desagrada, a Serguiéi y a ti, que se trate de sacarle de esa esclavitud —contestó Nikolái, contrariado por aquella observación.

Mientras que hablaba, Konstantín había examinado la estancia, triste y sucia; y como suspirase, irritó con esto más aún a su hermano.

—Ya conozco vuestras preocupaciones aristocráticas —dijo Nikolái—, y sé que Serguiéi hace uso de todas las fuerzas de su inteligencia para defender los males que nos agobian.

—¿Por qué hablas de Serguiéi? —preguntó Lievin, sonriendo.

—¿De Serguiéi? Voy a decirte por qué hablo —gritó Nikolái—; pero ¿de qué serviría? Dime tú por qué has venido; parece que desprecias todo esto. ¡Mejor vete con Dios! —y Nikolái se levantó, gritando—; ¡Vete de aquí, vete!

—Yo no desprecio nada —dijo Lievin dulcemente—, ni tampoco discuto.

En aquel momento entró Maria Nikoláievna; Nikolái se volvió con ademán de cólera, pero la mujer se acercó a él vivamente y le dijo algunas palabras al oído.

—Estoy enfermo —añadió Nikolái, al parecer más tranquilo— y tengo el carácter irritable. Has venido para hablarme de Serguiéi y de sus artículos, que para mí están plagados de insensateces, de locuras y de errores. ¿Cómo puede hablar de justicia un hombre que no sabe nada de ella? ¿Ha leído usted su artículo? —añadió, dirigiéndose a Kritski.

Y acercándose a la mesa, quiso tirar los cigarrillos que en ella estaban a medio hacer.

—No lo he leído —contestó Kritski, con expresión sombría, rehusando evidentemente tomar parte en la conversación.

—¿Por qué? —preguntó Nikolái, con acento de cólera.

—Porque me parece inútil perder así el tiempo.

—¿Y cómo sabe usted que perdería el tiempo? Para muchas personas, el artículo sería incomprensible; mas no para mí, que leo a través de los pensamientos.

Nadie contestó. Kritski se levantó lentamente y cogió su gorro.

—¿No quiere usted cenar? —preguntó Nikolái—. Entonces, buenas noches; podrá volver mañana con el cerrajero.

Apenas hubo salido Kritski, Nikolái guiñó un ojo sonriendo.

—Tampoco ese sabe mucho —murmuró—; ya lo veo…

Kritski lo llamó desde el umbral de la puerta.

—¿Qué hay? —preguntó Nikolái, dirigiéndose hacia el comedor.

Una vez solo con Maria Nikoláievna, Lievin le preguntó:

—¿Hace mucho tiempo que está usted con mi hermano?

—Unos dos años. Su salud se ha debilitado mucho; bebe con exceso.

—¿Cómo que «bebe con exceso»?

—Bebe vodka, y esto le hace daño.

—¿Y en gran cantidad? —preguntó Lievin en voz baja.

—Sí —contestó la mujer, mirando con temor hacia la puerta, donde apareció Nikolái.

—¿De qué habláis? —preguntó este, frunciendo el entrecejo.

—De nada —contestó Lievin confuso.

—Si no queréis decirlo, no lo digáis; pero tú no necesitas hablar con ella, Konstantín, porque es una mujer abandonada y tú un caballero… Ya veo que has comprendido y juzgado todo, y que miras con desprecio mis errores —añadió, levantando la voz.

—¡Nikolái Dmítrich, Nikolái Dmítrich! —murmuró Maria Nikoláievna, acercándose a él.

—¡Está bien, está bien!… ¿Y dónde está esa cena? ¡Ah!, ya la tenemos aquí —dijo al ver entrar un criado con una bandeja—. Por aquí —continuó, con acento irritado; y llenando una copita de vodka la apuró con avidez—. ¿Quieres? —preguntó a Lievin, más sereno ya—. No hablemos una palabra más de Serguiéi Ivánovich. Yo me alegro mucho de verte, y por más que se diga, no somos extraños el uno para el otro. Bebe, pues; cuéntame lo que haces y dime cómo vives.

Nikolái volvió a llenar su vaso.

—Lo mismo que antes, en el campo; solo me ocupo de la agricultura —dijo Lievin, observando, no sin terror, la avidez con que su hermano comía y bebía, y esforzándose para disimular sus impresiones.

—¿Por qué no te casas?

—Aún no ha surgido —respondió Lievin, sonrojándose.

—¿Cómo es eso? En cuanto a mí, todo ha concluido; he malgastado mi vida; pero digo, y diré siempre, que si me hubieran dado mi parte de herencia cuando la necesitaba, otra hubiera sido mi suerte.

Konstantín se apresuró a cambiar de conversación.

—¿Sabes que tu Vaniushka
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está de escribiente en mi finca de Prokóvskoie?

Nikolái hizo un movimiento nervioso con el cuello, pareciendo reflexionar.

—¡Ah! —exclamó—. Dime lo que pasa en Pokróvskoie. ¿Está la casa lo mismo? ¿Y nuestros abedules? ¿Y nuestra habitación de estudio? ¿Es posible que Filip, el jardinero, viva aún? ¡Cómo me acuerdo del pequeño pabellón y de aquel diván grande! No cambies nada en la casa, busca esposa pronto y vuelve a la vida de otro tiempo. Yo iré entonces a tu casa, si tienes buena esposa.

—¿Y por qué no has de ir ahora? Nos arreglaríamos muy bien.

—Ya hubiera ido si no temiese encontrar a Serguiéi Ivánovich.

—No lo encontrarás; yo vivo independiente.

—Sí, pero por más que digas, te es preciso elegir entre él y yo —dijo Nikolái, fijando con temor una mirada en su hermano.

Aquella timidez conmovió a Lievin.

—Si quieres que te hable con franqueza respecto a vuestra disputa, te diré que no me declaro en favor del uno ni del otro; en mi concepto, ambos estáis en un error. Solo que tú te engañas exteriormente y él interiormente.

—¡Ah! ¡Tú lo has comprendido! —gritó Nikolái, con expresión de alegría.

—Y si quieres saberlo todo —dijo Lievin—, añadiré que tu amistad es la que más aprecio personalmente, porque…

—¿Por qué, por qué?

Konstantín no se atrevía a decir que era porque compadecía a Nikolái; pero este lo comprendió, y siguió bebiendo con aire sombrío.

—¡Basta, Nikolái Dmítrich! —dijo Maria Nikoláievna, alargando su gruesa mano para coger la botella de vodka.

—¡Déjame en paz, o de lo contrario te sacudo!

Maria desarmó a Nikolái con una sonrisa, y retiró la botella.

—Tal vez te parezca a ti —dijo Nikolái a su hermano— que esta mujer no entiende nada; pero te aseguro que es más lista que nosotros. ¿No te parece que hay algo bueno en ella?

—¿No ha estado usted nunca en Moscú? —preguntó Konstantín, por decir alguna cosa.

—No la trates de usted, se asusta —replicó Nikolái—, pues salvo el juez de paz que la juzgó cuando quiso salir de la casa donde estaba, todos la tutearon siempre. ¡Dios mío, cuánta falta de buen sentido hay en este mundo! ¡Esas nuevas instituciones, esos jueces de paz…, qué monstruosidades!

Konstantín escuchaba silencioso; su idea de falta de sentido en todas las instituciones públicas que compartía que compartía con su hermano le era desagradable en aquel momento.

—Ya comprenderemos todo eso en el otro mundo —dijo en tono de broma.

—¡En el otro mundo! —repitió Nikolái—. ¡No me hables de eso, que me desagrada mucho! —añadió, fijando en su hermano una mirada de terror—. Bueno sería salir de este caos, de todas estas miserias; pero temo mucho la muerte. Vamos, bebe un poco —dijo, estremeciéndose involuntariamente—. ¿Quieres un poco de champán o te parece mejor que salgamos? Iremos a ver a los gitanos. ¿Sabes que me he aficionado a los gitanos y a las canciones rusas?…

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