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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (11 page)

BOOK: Ana Karenina
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Anna Karénina salió con paso rápido.

—¡Encantadora! —murmuró la condesa.

Su hijo era sin duda del mismo parecer, pues siguió con la vista a la dama mientras pudo; la vio acercarse a su hermano, cogerlo del brazo y hablar con él vivamente; era claro que su conversación nada tenía que ver con Vronski, y esto pareció contrariar al joven.

—¿Y qué tal, mamá; está usted del todo bien? —preguntó a su madre.

—Muy bien; Alexandre ha sido muy amable y Marie está mucho más linda.

La condesa habló después de lo que más le preocupaba: del bautismo de su nieto, principal objeto de su viaje a San Petersburgo, y de la benevolencia del emperador para con su primogénito.

—Ahí está Lavrienti —dijo Vronski al ver al anciano criado—: ya podemos salir, pues hay poca gente.

Al decir esto ofreció el brazo a su madre, mientras que el criado, la doncella y un faquín se encargaban del equipaje. Al bajar del coche vieron a varios hombres que corrían hacia la extremidad del tren, seguidos del jefe de la estación; acababa de ocurrir un accidente, y todo el mundo se dirigía hacia allí.

—¿Qué hay, dónde ha caído? —preguntaron algunos. Stepán Arkádich y su hermana habían vuelto también, y muy inquietos permanecían junto al coche para no tropezar contra la multitud.

Las damas subieron de nuevo, mientras que Vronski y Stepán Arkádich iban a ver lo que ocurría.

Un hombre embriagado o que llevaba la cabeza demasiado cubierta a causa del frío, impidiéndole esto oír la señal cuando el tren retrocedía, acababa de ser pillado por las ruedas.

Las damas supieron lo ocurrido antes que Vronski y Oblonski volvieran; estos acababan de ver el cadáver desfigurado, y Stepán Arkádich parecía a punto de llorar.

—¡Qué espantoso! —decía—. ¡Más vale que no lo hayas visto, Anna! Vronski guardaba silencio; tenía la expresión grave, pero del todo serena.

—¡Si lo hubiera usted visto, condesa! Y lo más terrible es que su mujer está ahí, y se ha precipitado sobre el cadáver. Dicen que el infeliz sostenía una familia numerosa. ¡Qué horror!

—¿No se podría hacer algo por ella? —murmuró Anna.

Vronski la miró.

—Regreso al momento —dijo, volviéndose hacia la condesa. Y salió del coche.

Cuando volvió, al cabo de pocos minutos —Stepán Arkádich hablaba ya a la condesa de una nueva cantante, y la anciana miraba impaciente hacia la puerta.

—Salgamos ahora —dijo Vronski.

Todos bajaron al instante; el joven conde iba delante con su madre, seguidos de Anna Karénina y su hermano. Muy pronto los alcanzó el jefe de la estación, que iba en busca de Vronski.

—Ha entregado usted doscientos rublos a mi compañero —dijo—; sírvase usted indicar a quién destina esa cantidad.

—Es para la viuda —contestó Vronski, encogiéndose de hombros—. ¿A qué viene la pregunta?

—¿Eso has dado? —exclamó Oblonski. Y estrechando la mano de su hermana, añadió—: ¡Muy bien, muy bien! Es un muchacho encantador. Felicito a usted, condesa.

Y se detuvo para buscar con la vista a la camarera de la anciana.

Cuando salieron de la estación, el coche de Vronski había marchado ya; por todas partes se hablaba de la desgracia que había ocurrido.

—¡Qué muerte tan espantosa! —exclamó un caballero junto a ellos—. Se hubiera dicho que han dividido el cuerpo en dos partes.

—Hermosa muerte, por el contrario —observó otro—, porque ha sido instantánea.

—¿Por qué no se adoptan más precauciones? —preguntó un tercero.

Anna Karénina subió al coche que la esperaba, y su hermano observó con asombro que le temblaban los labios y que apenas podía contener sus lágrimas.

—¿Qué tienes, Anna? —preguntó cuando se hubieron alejado un poco.

—Es un presagio funesto.

—¡Qué locura! Tú estás aquí y esto es lo esencial. Nunca podrías imaginarte cuántas esperanzas me infunde tu visita.

—¿Conoces a Vronski hace mucho tiempo? —preguntó Anna.

—Sí… Ya sabes que confiamos en que se casará con Kiti.

—¿De veras? —replicó Anna dulcemente—. Muy bien, ahora marchemos —añadió, moviendo la cabeza cual si hubiera querido rechazar una idea importuna y penosa—. Hablemos de tus asuntos. He recibido tu carta, y aquí me tienes.

—Sí, en ti fundo mi esperanza —dijo Stepán Arkádich.

—Pues cuéntamelo todo.

Stepán Arkádich comenzó su relato.

Al llegar a la casa, su cuñada se apeó del coche y, después de estrecharle la mano suspirando, marchó al tribunal.

XIX

C
UANDO
Anna entró, Dolli estaba sentada en su gabinete, ocupada en hacer leer en francés a un rollizo muchacho de cabello rubio, vivo retrato de su padre.

El chico leía tratando de arrancar de su chaqueta un botón que apenas se sostenía; su madre le había reñido varias veces, pero la manecita volvía siempre a dar tormento al pobre botón; y, al fin, fue preciso arrancarlo del todo y guardarlo.

—¡Quietas las manos, Grisha! —decía la madre.

Y cogió una colcha de punto a medio hacer, obra en que se ocupaba hacía largo tiempo y que no proseguía sino en circunstancias difíciles; en aquel momento trabajaba con afán y como si estuviese nerviosa, contando los puntos rápidamente. Aunque hubiese dicho la víspera a su esposo que le importaba poco la llegada de su hermana, no por eso había dejado de prepararlo todo para recibirla.

Absorta, aniquilada por su dolor, Dolli no podía olvidar, sin embargo, que Anna era esposa de un personaje oficial importante y, por tanto, una gran dama de San Petersburgo.

«Al fin y al cabo —se decía—, Anna no es culpable; todo cuanto de ella sé la favorece, y nuestras relaciones han sido siempre amistosas.» El recuerdo que conservaba del interior de los Karenin en San Petersburgo no le era, sin embargo, agradable, pues había creído observar algo falso en su género de vida.

«Mas ¿por qué no he de verla? —pensaba Dolli—. ¡Con tal que no se mezcle en nuestros asuntos para consolarme! Conozco muy bien esas resignaciones y consuelos cristianos, y sé lo que valen.»

Dolli había pasado aquellos últimos días sola con sus hijos; no quería hablar de sus penas a nadie, y no se sentía con fuerzas para hablar de cosas indiferentes; pero ahora debería confiar sus cuitas a Anna; y tan pronto se alegraba de poder desahogar al fin su corazón como se afligía al pensar en aquella humillación ante su hermana, de la cual debería escuchar los razonamientos y consejos.

A cada momento esperaba ver entrar a su cuñada, y seguía con la vista el péndulo; pero como sucede a menudo en semejantes casos, se absorbió y no oyó la campanilla; de modo que cuando unos ligeros pasos y el roce de un vestido junto a la puerta llamaron su atención, su rostro cansado expresó asombro y no placer.

—¿Cómo! ¿Ya estás aquí? —exclamó, corriendo a su encuentro para abrazarla.

—Dolli, me alegro mucho de verte.

—Y yo también —contestó Dolli con una ligera sonrisa, tratando de adivinar por la expresión del rostro de Anna si habría averiguado algo. «Todo lo sabe», pensó al observar el aire compasivo que manifestaban sus facciones—. Ven y te conduciré a tu estancia —añadió, tratando de alejar el momento de la explicación.

—¿Ese es Grisha? —preguntó Anna, besando al niño, sin separar la vista de Dolli—. ¡Cómo ha crecido! —y después de un momento de pausa, dijo a su cuñada, ruborizándose—: Permíteme permanecer aquí.

Se despojó de su chal, y moviendo con gracia la cabeza, separó los rizos de su cabello negro, que se habían enredado con el sombrero.

—Tú rebosas de dicha y de salud —dijo Dolli, casi con envidia.

—Sí —replicó Anna—; pero ¿esa es Tania, que tiene los mismos años que mi pequeño Seriozha? —preguntó de pronto volviéndose hacia una niña que acababa de entrar corriendo y a la cual besó cariñosamente—. ¡Qué hermosa criatura! —exclamó—. ¡Vamos, enséñamelos todos!

No solo recordaba el nombre y la edad de los niños, sino también su carácter y sus ligeras dolencias. Dolli se conmovió.

—Pues bien —repuso—, vamos a verlos; pero Vasia duerme.

Después de ver a los niños volvieron al salón, esta vez solas, y hallaron ya el café servido. Anna fue a sentarse delante de la bandeja, y, rechazándola después, dijo a su cuñada:

—Stepán me ha hablado.

Dolli miró a su interlocutora fríamente, sin contestar; esperaba alguna frase de falsa simpatía; pero Anna no dijo la menor cosa que tuviera este carácter.

—Querida —continuó—, no quiero hablarte en su favor ni consolarte tampoco; esto es imposible, pero sí te diré que me entristezco hasta el fondo del alma.

Algunas lágrimas brillaron en sus ojos, se acercó a su cuñada y le cogió una mano, sin que Dolli se opusiese, a pesar de su aspecto de frialdad.

—Nadie puede consolarme —dijo—; todo ha concluido para mí.

Al pronunciar estas palabras, la expresión de su fisonomía se dulcificó un poco; Anna acercó a sus labios la mano enflaquecida de Dolli y la besó.

—Pero, querida —dijo—, ¿qué haremos para salir de esta triste situación? Debemos pensarlo.

—Todo acabó; yo no puedo hacer ya nada —repuso Dolli—; y lo peor es, compréndelo bien, verme sujeta por los niños, porque no puedo abandonarlos, y me es imposible vivir con él; solo el verlo me entristece.

—Dolli querida, él me ha hablado; pero yo quisiera oírte a ti, cuéntamelo todo.

Dolli fijó en su cuñada una mirada interrogadora; los ojos de Anna expresaban solo el afecto y la simpatía.

—Voy a complacerte —contestó—; pero debo decírtelo todo desde el principio. ¿Sabes tú cómo me casé? La educación que de mi madre recibí no solo me dejó inocente, sino que me hizo del todo necia…; yo no sabía nada… Se dice que los maridos cuentan su pasado a sus esposas; mas Stiva —Dolli se detuvo y rectificó—, Stepán Arkádich no me comunicó jamás cosa alguna. Tú no creerías lo que voy a decirte: hasta ahora me había imaginado que Stepán no trató nunca más mujer que yo; he vivido ocho años en esta persuasión, y no solamente no le suponía infiel, sino que creía imposible semejante cosa. Con tales ideas imagínate lo que habré experimentado al conocer de improviso esa villanía… Creer en mi felicidad sin la menor sospecha —añadió Dolli, tratando de ahogar sus sollozos— y recibir una carta de él…, una carta de él a su querida, la institutriz de mis hijos. ¡Oh, esto es demasiado cruel!

Y cogiendo el pañuelo, se ocultó el rostro para llorar.

—Hubiera podido dispensar un momento de extravío —continuó Dolli al cabo de un instante—; mas no ese disimulo, esa constante astucia para engañarme. ¿Y con quién? ¡Ah, esto es horrible, y tú no puedes comprenderlo!

—¡Ah, sí que lo comprendo, pobre Dolli! —dijo Anna, estrechando su mano.

—¿Y crees tú que él se hace cargo de mi dolorosa situación? —continuó Dolli—. ¡Nada de eso! Es feliz y se divierte.

—¡Oh, eso no! —interrumpió vivamente Anna—. A mí me ha inspirado compasión; su remordimiento es sincero.

—¿Es acaso capaz de arrepentirse? —preguntó Dolli, fijando en Anna una mirada penetrante.

—Sí; lo conozco muy bien, y no he podido mirarlo sin que me causara lástima. Ya sabes que es bueno, pero altivo, a pesar de lo cual se ha humillado. Lo que más siente —Anna adivinó lo que debía impresionar sobre todo a Dolli— es la situación de los niños; reconoce que te ha ofendido cruelmente, y esto lo hace sufrir tanto más cuanto que te ama…, sí, sí, te ama más que a todo. Siempre está repitiendo: «No, ella no me perdonará nunca».

Dolli escuchaba atentamente a su cuñada, sin mirarla.

—Ya comprendo que padece —dijo al fin—; el culpable debe sufrir más que el inocente, sobre todo cuando está persuadido de que es la causa de todo el mal; pero ¿cómo he de perdonarlo? ¿Cómo puedo ser su esposa después de la otra? Vivir con él sería ahora un tormento al recordar mi amor de antes…

Los sollozos ahogaron sus palabras, y como suele suceder en tales casos, apenas se calmaba un poco se acordaba de lo que más la afligía.

—Ella es joven y bonita —continuó—; mas ¿por quién sino por él he perdido yo mi belleza y mi juventud? La perdí para cuidar de sus hijos; todo cuanto tenía lo he sacrificado por él; y ahora, naturalmente, prefiere una mujer más joven y fresca, aunque vulgar. Seguramente habrán hablado de mí, o tal vez ni siquiera se habrán acordado de mi persona.

Los celos hacían brillar más los ojos de Dolli.

—¿Y qué vendrá a decirme después de eso? —continuó—. Yo no podré creerlo. No; todo ha concluido para mí, todo lo que constituía la recompensa de mis afanes y padecimientos… ¿Lo creerás? Hace poco daba lección a Grisha; otras veces esto era una alegría para mí; mas ahora me molesta. ¿Por qué tendré hijos? Lo más terrible es que mi alma se ha trastornado completamente; en vez de mi amor y de mi ternura, solo hay odio, sí, odio; hasta podría matar a ese hombre, y…

—Querida Dolli, comprendo todo eso; pero no te atormentes así; ahora estás demasiado agitada y ofendida para considerar las cosas desde su verdadero punto de vista.

Dolli se calmó, y durante algunos minutos las dos guardaron silencio.

—¿Qué hacer, Anna? —dijo al fin Dolli—. Piensa y ayúdame. Yo he buscado y no encuentro medio.

Anna no hablaba tampoco; pero su corazón respondía a cada palabra, a cada mirada dolorosa de Dolli.

—Te diré lo que pienso —repuso al fin—; como hermana, conozco su carácter y su facultad de olvidarlo todo —hizo el ademán de tocarse la frente—, facultad favorable para seguir el impulso del momento, mas también para arrepentirse. Estoy segura de que ahora no cree ni comprende que haya podido hacer lo que hizo.

—No; lo ha comprendido y lo comprende aún —replicó Dolli—, ¿Y yo qué? Te olvidas de mí… ¿Me tiene que aliviar eso?

—Espera —dijo Anna—. Debo confesarte que cuando él me habló yo no medí más que la extensión de vuestra desgracia, y únicamente veía la desunión de la familia, lo cual me entristeció. Después de hablar contigo, veo, como mujer, otra cosa más, y es tu padecimiento; pero, querida Dolli, aun comprendiendo tu infortunio, ignoro una parte de la cuestión; yo no sé hasta qué punto lo amas todavía. Tú sola puedes comprender si lo amas bastante para perdonar; y si te es posible, perdona.

—No… —comenzó a decir Dolli, pero Anna la interrumpió besándole la mano.

—Conozco el mundo mejor que tú —dijo— y la manera de ser de los hombres como Stiva. Tú pretendes que han hablado de ti… No lo creo. Los hombres como tu esposo pueden cometer infidelidades; pero la mujer y el hogar doméstico son siempre para ellos sagrados. Luego a ciertas mujeres las desprecian, ellas nunca molestan su vida familiar. Entre ciertas mujeres y su familia levantan una barrera infranqueable. Yo no comprendo bien cómo puede ser así; pero te aseguro que es.

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