Ana Karenina (15 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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Nikolái tenía ya la lengua muy torpe, y tan pronto hablaba de una cosa como de otra, con lo cual Lievin, auxiliado por Masha, lo indujo a no salir, y lo acostaron completamente ebrio.

Masha prometió a Lievin escribirle, si fuese necesario, esforzándose para persuadir a Nikolái a que fuera a vivir a su casa.

XXVI

A
LA
mañana siguiente, Lievin salió de Moscú, y por la noche estaba ya en su casa. Durante el viaje trabó conversación en el coche con sus compañeros de camino; habló de política, de ferrocarriles; y así como en Moscú, le disgustó oír tantas opiniones diversas y estuvo descontento de sí mismo sin saber por qué; pero cuando divisó a Ignat, su cochero tuerto, con el trineo revestido de una alfombra, en la cual se reflejaba la luz vacilante de las lámparas de la estación; cuando vio los caballos, con sus colas bien recogidas y sus cascabeles, y cuando al sentarse en el trineo su criado le habló de los asuntos domésticos, su mal humor y su disgusto se desvanecieron poco a poco. Solo la vista de Ignat y de los cuadrúpedos bastó para aliviarlo; pero cuando, después de abrigarse con la pelliza de piel de carnero que le habían llevado, se instaló en su vehículo y comenzó a pensar en las órdenes que daría al llegar a casa, el pasado se le apareció bajo un aspecto muy distinto. Ya no deseó cambiarse por otro, y se propuso solo ser mejor de lo que había sido hasta entonces. Sin aspirar a la dicha extraordinaria que hubiese supuesto su matrimonio con Kiti, se contentaría con la realidad presente: sabría resistir a las malas pasiones, como las que lo dominaron el día que hizo su petición de matrimonio; y, por último, se prometió no olvidar a Nikolái y ayudarle cuando estuviese peor, lo cual sucedería pronto, por desgracia, a su modo de ver. La conversación sostenida con su hermano sobre el comunismo, a la cual entonces no había prestado atención, lo hizo reflexionar. Consideraba como absurda una reforma de las condiciones económicas; pero no le chocaba menos el injusto contraste de la miseria del pueblo comparada con lo superfluo de que él podía disfrutar; por lo mismo, y para tranquilizar su conciencia, se prometió trabajar en adelante más y no ostentar tanto lujo como en otro tiempo. Sumido en estas reflexiones, llegó al fin a su casa bajo la impresión de los más agradables presentimientos.

Ya eran más de las ocho de la tarde cuando Lievin, colmado de esperanzas de comenzar una nueva y mejor vida, llegó a su finca.

Una débil claridad iluminaba las ventanas de su anciana sirvienta, Agafia Mijáilovna, que hacía las veces de ama de llaves. Kuzmá, el criado, despertado de improviso, se precipitó descalzo y casi dormido para abrir la puerta; y
Laska
, la perra de caza, corrió también al encuentro del amo, derribando casi a Kuzmá para recibir a Lievin; el fiel animal, sosteniéndose sobre sus patas posteriores, se proponía, sin duda, apoyar las otras en el pecho de su amo.

—Ha vuelto usted muy pronto, señor —dijo Agafia Mijaílovna.

—Me aburría en Moscú —contestó Lievin—; no se está mal en casa de los otros, pero me hallo mejor en la mía.

Y pasó a su habitación. La estancia se iluminó al punto con bujías, llevadas apresuradamente, y poco a poco observó todos los detalles que le eran familiares: las grandes astas de ciervo, los estantes cargados de libros, el espejo, la estufa con sus conductos que hacía tiempo se debían componer, el antiguo diván de su padre, la enorme mesa, y sobre esta un libro abierto y un cuaderno con casi todas las hojas escritas.

Al verse allí Lievin comenzó a dudar de la posibilidad de un cambio de existencia tal como lo soñara en el camino. Todos aquellos vestigios de su vida pasada parecían decirle: «No, tú no nos abandonarás, ni te convertirás en otro; seguirás siendo lo que siempre fuiste, con tus dudas. tu continuo descontento de ti mismo, tus inútiles tentativas de mejora, tus recaídas y tu eterna esperanza de una felicidad que no se ha hecho para ti».

Esto le decían los objetos exteriores mientras una voz diferente hablaba en su alma, murmurando que no debía ser esclavo de su pasado, y que cada cual hacía de sí cuanto quería. Obedeciendo a esta voz, se acercó a un ángulo de la habitación, donde se veían dos grandes pesos, y los levantó para hacer un poco de gimnasia, a fin de recobrar toda su fuerza; mas en el mismo instante oyó ruido junto a la puerta. Lievin colocó apresuradamente los pesos en su sitio.

Era el intendente, quien comenzó por anunciar que, a Dios gracias, todo iba bien; pero que el alforfón se había quemado en el nuevo secadero. Lievin se irritó, porque aquel aparato, construido y casi inventado por él, no había merecido nunca la aprobación del intendente, que ahora anunciaba el hecho con calma y cierto aire de modesto triunfo. Lievin estaba persuadido de que se habrían descuidado precauciones cien veces recomendadas, y dejándose llevar de su mal humor, reprendió al pobre hombre; pero este le dio otra noticia importante:
Pava
, la mejor de las vacas, comprada en la exposición, había parido.

—Kuzmá —dijo Lievin—, dame el capote. Y usted —añadió, volviéndose hacia el intendente—, ordene que enciendan una linterna; quiero ver eso.

El establo de las vacas de más valor estaba junto a la casa. Lievin cruzó el patio entre los montones de nieve acumulada entre las matas; se acercó al establo y abrió la puerta, medio helada en los goznes. Al punto se percibió un olor cálido de estiércol; las vacas, asombradas por la inesperada luz de las linternas, se revolvieron en sus frescos lechos de paja, y muy pronto vio Lievin brillar en la penumbra el lomo negro y blanco de la vaca holandesa.
Bérkut
, el toro, con el anillo en el belfo, quiso levantarse, pero se contentó con producir un ruidoso resoplido.

La hermosa
Pava
, tan grande como un hipopótamo, estaba echada junto a su ternera, y la protegía con su cuerpo.

Lievin examinó al animal, poniéndolo en pie, aunque apenas se sostenía con sus largas patas temblorosas.

Pava
mugió por efecto de su emoción, pero se tranquilizó cuando Lievin le devolvió su hijuelo, al que comenzó a lamer, respirando ruidosamente.

—Alumbra por aquí, Fiódor —dijo Lievin, examinando otra vez el ternero—. ¡Ah!, tiene el mismo pelaje del padre: ¿Verdad que es un hermoso animal, Vasili Fiódorovich? —preguntó al intendente, olvidando, por la satisfacción que esto le causaba, que se le hubiera quemado el alforfón.

—Sí, señor, no podía ser feo. Semión, el contratista, vino al día siguiente de haber marchado usted, y opino que convendrá arreglarse con él. Ya he tenido el honor de hablarle de la máquina.

Esta sola frase hizo pensar a Lievin en todos los detalles de su explotación, que era grandiosa y complicada, y desde el establo pasó a la oficina para hablar con el contratista y el intendente, trasladándose después a su salón.

XXVII

L
A
casa de Lievin era grande y antigua, pero la ocupaba por completo, aunque viviese en ella solo; era, en cierto modo, absurda e impropia para realizar sus nuevos proyectos; pero aquella casa le representaba todo un mundo, en el que habían vivido y muerto su padre y su madre, con esa existencia que para Lievin constituía el ideal de la perfección, y que se proponía continuar con una familia propia.

Lievin no conservaba apenas recuerdos de su madre, pero su memoria le era sagrada, y si se casaba su esposa debía semejarse mentalmente a ese ideal encantador y adorado. Para él no podía existir el amor fuera del matrimonio, y aun iba más allá; se imaginaba antes la familia, y después a la mujer que se la diese, de modo que sus ideas sobre el casamiento diferían mucho de las que profesaban los más de sus amigos, para los cuales el matrimonio representaba únicamente uno de los numerosos actos de la vida social; mientras que Lievin lo consideraba el más importante de la existencia, aquel de que dependía toda su felicidad. ¡Y, sin embargo, era preciso renunciar!

Cuando entró en su pequeña sala, donde solía tomar el té, y se hubo sentado en su sillón con un libro en la mano, en tanto que Agafia Mijaílovna le llevaba su taza y se colocaba junto a la ventana, diciendo como de costumbre: «Señor, permítame usted sentarme», Lievin reconoció que no había renunciado a sus meditaciones ni podía vivir sin ellas. Se casaría con Kiti o con otra, pero se casaría. Las imágenes de una futura vida de familia ocupaban su pensamiento, y solo se distraía de ellas para escuchar a veces; las habladurías de la vieja sirvienta, comprendiendo que en el fondo de su alma se moderaba alguna cosa, aunque fijándose también irrevocablemente.

Agafia Mijaílovna refería cómo Prójor se había olvidado de Dios, y en vez de comprar un caballo con el dinero que Lievin le diera, había comenzado a beber sin tregua y a pegar a su mujer hasta matarla casi. Escuchando estas cosas, Lievin leía en su libro, y en él hallaba el hilo de los pensamientos que su lectura le despertaba. Este libro era de Tyndall, y trataba del calor. Lievin recordaba haber criticado al autor por la satisfacción con que hablaba del buen éxito de sus experimentos y por su falta de observaciones desde el punto de vista filosófico. De repente, una idea agradable cruzó por su mente, y murmuró: «De aquí a dos años podré tener dos holandesas, y aún conservaré a
Pava
, y si a las doce crías de
Bérkut
se añaden estas tres, ¡será magnífico!». Después continuó su lectura, y se dijo: «Pues bien, supongamos que la electricidad y el calor no sean sino una sola y misma cosa. ¿Se podrá en este caso emplear las mismas unidades en las ecuaciones que sirven para resolver la cuestión? No. Pues, ¿y entonces? El lazo que existe entre todas las fuerzas de la naturaleza se deja sentir, por lo demás, instintivamente… ¡Y qué buen rebaño tendré cuando la hija de
Pava
haya llegado a ser una vaca roja y blanca! Mi esposa y yo saldremos con algunos visitantes para ver cómo entran en el establo. Y mi mujer dirá: «Konstantín y yo hemos cuidado el ternero, como si fuera un niño». «¿Y a usted le interesan esas cosas?», preguntará el visitante. «Todo lo que le interesa a Konstantín, me interesa a mí.» Pero ¿quién será mi mujer? «¿Y recordando lo que había pasado en Moscú, añadió: «¿Qué hacer? Yo no puedo nada. Sin embargo, ahora todo marchará de otra manera; es una necedad dejarse dominar por el pasado; se ha de luchar para vivir mejor, mucho mejor…».

La vieja
Laska
, que no había saboreado bien aún la dicha de haber vuelto a ver a su amo, acababa de dar una vuelta por el patio, atronándole con sus ladridos, y volvía a la habitación meneando la cola, muy satisfecha; se acercó a su amo, y apoyando la cabeza en su rodilla, reclamó una caricia, gruñendo expresivamente.

—Aunque sea un perro —dijo la anciana Agafia Mijaílovna—, no le falta más que hablar; comprende que el amo ha vuelto y está triste.

—¿Por qué triste?

—¿No lo veo yo, señor? Hora es ya de que conozca a los amos, pues en su compañía he vivido, desde la infancia. Con tal que la salud sea buena y la conciencia esté tranquila, lo demás importa poco.

Lievin la miró atentamente, admirándose de que adivinara así sus pensamientos.

—¿Le sirvo otra taza? —preguntó.

Y sin esperar contestación, fue a buscar el té.
Laska
seguía empujando con su cabeza la mano de Lievin; cuando este la acarició, se echó en redondo a sus pies; y como para demostrar que todo iba bien y estaba en orden, abrió ligeramente la boca, deslizó la lengua entre sus viejos dientes, y, pronunciando un ligero chasquido con los labios, se entregó a un reposo lleno de beatitud. Lievin seguía todos sus movimientos.

«Haré lo mismo —pensó—; nada… Todo está bien.»

XXVIII

A
NNA
Arkádievna envió al día siguiente del baile un telegrama a su esposo para anunciarle que saldría de Moscú a las pocas horas.

—No, es preciso que me marche —dijo a su cuñada para explicar su cambio de proyectos, como si recordase de pronto los muchos asuntos que debía despachar—; más vale que emprenda el viaje hoy mismo.

Stepán Arkádich comía fuera; pero prometió volver a las siete para acompañar a su hermana. Kiti no se presentó, y se excusó con una esquela, en la que decía que le aquejaba la jaqueca.

Dolli y Anna comieron solas con la inglesa y los niños. Estos últimos, bien fuese por inconstancia o instinto, no jugaban con su tía como el día de su llegada; su ternura se había desvanecido, y al parecer se preocupaban muy poco de su marcha. Anna pasó las primeras horas haciendo sus preparativos de viaje: escribió algunas esquelas de despedida, pagó sus cuentas y arregló los baúles. A Dolli le pareció que no tenía el alma tranquila, y que aquella agitación, la cual conocía por experiencia, tenía su razón de ser en un descontento general de sí misma. Después de comer, Anna subió a su habitación para vestirse, seguida de Dolli, que le dijo de pronto:

—Me parece observar hoy en ti alguna cosa extraña.

—¿Extraña? Nada de eso; es que no estoy bien; esto me sucede también con frecuencia cuando tengo ganas de llorar. Reconozco que es una estupidez, mas ya pasará —añadió vivamente, ocultando en parte el rostro con un saquito de seda, donde guardaba su tocado de noche y sus pañuelos de bolsillo. En sus ojos brillaron algunas lágrimas que a duras penas pudo contener—. No deseaba salir de San Petersburgo, y ahora me cuesta marcharme de aquí.

—Has venido a hacer una buena acción —dijo Dolli, observando a su cuñada atentamente.

Anna la miró con los ojos preñados de lágrimas.

—No digas eso, Dolli; nada he hecho ni podía hacer tampoco. Con frecuencia me pregunto por qué se conjuran todos al parecer para mimarme. ¿Qué podía hacer yo? Has hallado en tu corazón bastante amor para perdonar…

—¡Dios sabe lo que habría sucedido sin ti! ¡Qué feliz eres, Anna! —exclamó Dolli—. ¡Todo es claro y puro en tu alma!

—Cada cual tiene en ella sus
skeletons
, como dicen los ingleses.

—¿Cuáles puedes tener tú?

—¡Tengo los míos! —replicó Anna, con una sonrisa burlona que plegó sus labios a pesar de las lágrimas.

—En tal caso —repuso Dolli, sonriendo—, serán
skeletons
divertidos, y no tristes.

—¡Oh, no! Son tristes. ¿Sabes por qué me marcho hoy en vez de mañana? Esta confesión me pesa, pero quiero hacerla —añadió Anna, sentándose con aire resuelto y mirando a Dolli fijamente.

Esta última observó con asombro que Anna se había ruborizado de un modo extraordinario.

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