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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (10 page)

BOOK: Ana Karenina
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Terminados sus estudios de una manera brillante, y apenas salido del cuerpo con el grado de oficial, comenzó a frecuentar los círculos militares más elegantes de San Petersburgo. Se presentaba en sociedad de cuando en cuando, pero todas sus aventuras amorosas se encontraban fuera de esta esfera.

En Moscú fue donde experimentó por primera vez el encanto de la sociedad familiar y del trato con una joven distinguida, amable y cándida, de la cual comprendió que era amado. Este contraste con la vida lujosa, pero ruda, de San Petersburgo lo sedujo, y no pensó que pudieran tener inconvenientes sus relaciones con Kiti. En el baile, la sacaba a bailar, la visitaba en casa de sus padres, hablaba con ella de bagatelas, como se hace en sociedad; pero cuanto le decía hubiera podido ser escuchado por cualquiera; y, sin embargo, no se le ocultaba que sus palabras tomaban un sentido particular al dirigirlas a Kiti, estableciéndose así entre ellos un lazo que cada día le era más querido. Lejos de creer que semejante conducta pudiera calificarse de tentativa de seducción, sin idea de matrimonio, se imaginaba simplemente haber descubierto una nueva diversión, y se aprovechaba de ella.

¡Cuál hubiera sido su asombro al saber que ocasionaría un profundo pesar a Kiti no casándose con ella! Seguramente no lo habría creído. ¿Cómo admitiría que aquellas agradables relaciones pudiesen ser peligrosas, y sobre todo que lo obligaran a casarse? Jamás había tomado en consideración la posibilidad del matrimonio, no solamente no comprendía la vida en familia, sino que desde su punto de vista como célibe, esta última, y en particular el marido, eran cosas extrañas, y sobre todo ridículas. Aunque Vronski no sospechase en absoluto la conversación a que había dado lugar, salió de casa de los Scherbatski con la persuasión de haber consolidado más aún el misterioso lazo que le unía con Kiti, tan íntimo ya, que era preciso adoptar una resolución, aunque ignoraba cuál.

«Lo más gracioso y agradable es —se decía, al volver de casa de los Scherbatski, experimentando, como siempre, un sentimiento de pureza y frescura, debido en parte al hecho de que no había fumado durante toda la noche pero, fundamentalmente, a la dicha de sentirse amado por Kiti— que sin pronunciar una palabra ni uno ni otro, nos entendemos tan perfectamente en el mudo lenguaje de las miradas y de las entonaciones, que hoy he podido comprender muy bien que me amaba, tan claramente como si lo hubiera dicho. ¡Qué amable es, qué sencilla y, sobre todo, qué confiada! Esto me hace mejor de lo que soy, pues siento que en mí hay un corazón y alguna cosa de bueno. ¡Qué lindos son esos ojos enamorados! ¿Y después?… Nada… Esto me seduce y a ella también.»

Vronski reflexionó luego sobre lo que había de hacer para terminar la noche. «¿Iré al club —se preguntó— para beber un poco de champán con Ignátov? ¿Iré al
Château des Fleurs
, donde veré a Oblonski y me distraerá el canto y el cancán? No, esto sería enojoso. He aquí por qué me gusta ir a casa de los Scherbatski: me parece que soy mejor cuando salgo de allí. Volveré al hotel.» Así lo hizo, efectivamente, dirigiéndose a casa de Dussaux, donde tenía su habitación. Le sirvieron la cena, se desnudó y, apenas hubo apoyado la cabeza en la almohada, se durmió profundamente.

XVII

A
L
día siguiente, a las once de la mañana. Vronski fue a la estación de San Petersburgo para buscar a su madre, que debía llegar de un momento a otro, y la primera persona a quien encontró en la escalera fue a Oblonski, que iba a esperar a su hermana.

—Buenos días, conde —le gritó Stepán Arkádich—. ¿Qué buscas por aquí?

—A mi madre —contestó Vronski, con la sonrisa habitual de todos los que encontraban a Oblonski; y estrechándole la mano, subió la escalera con su amigo—. ¡Hoy debe llegar de San Petersburgo

—¡Y yo te he esperado hasta las dos de la mañana! ¿Adónde has ido al salir de casa de los Scherbatski?

—A mi número —contestó Vronski—. A decir verdad, no tenía deseos de ir a ninguna otra parte; tan agradable me había parecido la reunión de los Scherbatski.

—Conozco a los cojos en el modo de andar, y en los ojos a los jóvenes enamorados —dijo Stepán Arkádich, repitiendo las palabras dichas a Lievin.

Vronski sonrió, cambiando al instante de conversación:

—¿Y a quién vienes a buscar? —preguntó.

—A una mujer muy bonita.

—¿De veras?


Honni soit qui mal y pense
: esa mujer es mi hermana Anna.

—¡Ah! ¿La señora Karénina? —preguntó Vronski.

—Seguramente la conoces.

—Me parece que sí, aunque tal vez podría engañarme —repuso Vronski con aire distraído. El nombre de Karénina evocaba en el joven el recuerdo de una persona tiesa y aburrida.

—Pero ¿conoces por lo menos a mi cuñado, Alexiéi Alexándrovich? Es conocido del mundo entero.

—Solamente lo conozco de reputación y de vista; sé que es muy sabio como hombre de ciencia; pero debes tener presente que ese
not in my line
—dijo Vronski.

—Sí, es un hombre notable, algo conservador, pero excelente —repuso Stepán Arkádich.

—Mejor para él —replicó Vronski, sonriendo—. ¡Ah, ya te veo! —gritó al divisar a la puerta de entrada a un anciano servidor de su madre—. Entra por aquí.

Vronski, así como todos los demás, experimentaba el mayor placer cuando veía a Stepán Arkádich, pero este placer era mucho mayor hacía algún tiempo, pues cuando le encontraba le parecía acercarse a Kiti. Lo cogió del brazo y le dijo alegremente:

—¿Obsequiaremos con una cena a la diva el domingo?

—Seguramente. Para ello he abierto una suscripción. Y dime, ¿tú no trabaste anoche conocimiento con mi amigo Lievin?

—Sí; pero se marchó muy pronto.

—¿No te parece un buen muchacho?

—No sé por qué —dijo Vronski—, todos los moscovitas, excepto naturalmente aquellos a quienes hablo —añadió sonriendo—, tienen algo de rudo; todos se incomodan por la menor cosa y quieren siempre enseñar a los demás.

—Es cierto —dijo Stepán Arkádich, sonriendo también.

—¿Llega ya el tren? —preguntó Vronski, dirigiéndose a un empleado.

—Ya ha salido de la última estación.

El movimiento creciente, las idas y venidas, la aparición de los gendarmes y de los mozos de cuerda y la llegada de las personas que iban a esperar a los viajeros, todo indicaba que el tren estaba cerca. El tiempo era frío, y a través de la niebla se veían obreros con sus abrigos de invierno que pasaban silenciosamente entre los carriles de la vía; se oía el silbido de la máquina, y un cuerpo monstruoso parecía avanzar lentamente.

—No —dijo Stepán Arkádich, que deseaba revelar a Vronski las intenciones de Lievin respecto a Kiti—; tú no eres justo en tu opinión sobre mi amigo; es un hombre muy nervioso que a veces podría hacerse desagradable, pero también muy bueno. Tiene un alma generosa y sincera y un corazón de oro. Ayer podía tener motivos particulares para ser muy feliz o muy desgraciado —añadió Oblonski con una significativa sonrisa, olvidando completamente la simpatía que le inspirara Lievin la víspera, por la que sentía en aquel instante en favor de Vronski.

Este último se detuvo, y preguntó a su vez:

—¿Quieres decir que ha pedido la mano de tu
belle soeur?

—Podría ser muy bien —contestó Stepán Arkádich—. Anoche me pareció así; y si se marchó temprano y de mal humor, fue sin duda porque no se atendió a su demanda. Hace tanto tiempo que está enamorado, que verdaderamente me da lástima.

—¿De veras? Pues yo creo que la niña podría pretender mejor partido —dijo Vronski, continuando su marcha—. Bueno, tampoco lo conozco; la situación debe de ser muy penosa… la culpa a su bolsillo, y aquí está en juego tu orgullo y honor. ¡Ah!, ya llega el tren.

En efecto, la pesada máquina se acercaba, y se produjo cierta agitación, divisándose muy pronto la locomotora, que disipaba a su paso la helada niebla. Lentamente, y a compás, la biela de la gran rueda parecía plegarse y desplegarse; el maquinista, con su abrigo cubierto de escarcha, hizo el saludo a la estación, y muy pronto apareció el furgón de los bagajes, que hizo retemblar el pavimento; detrás de él se vieron por fin los coches de viajeros, a los cuales imprimió una ligera sacudida la súbita detención del tren.

Un conductor de buena presencia, con pretensiones a la elegancia, saltó ligeramente del coche, dando un silbido, y casi detrás de él bajaron los viajeros más impacientes: un oficial de la guardia, de aspecto marcial; un traficante afanoso y risueño, con su morral al hombro, y un campesino, provisto de un saco.

Vronski, en pie junto a Stepán Arkádich, contemplaba aquel espectáculo, olvidando por completo a su madre. Lo que acababa de saber respecto a Kiti le producía a la vez emoción y alegría: sus ojos brillaban, y lo enorgullecía la idea de su triunfo.

El conductor se acercó al joven y le dijo:

—La condesa Vronski está en ese coche.

Estas palabras hicieron volver en sí a Vronski; obligándolo a pensar en su madre y en su próxima entrevista. Sin que pudiese remediarlo ni convenir en ello, el joven no había profesado nunca mucho respeto a su madre, a la cual no amaba; pero su educación y las costumbres de la sociedad en que vivía le impidieron admitir que pudiese haber en sus relaciones con ella la menor falta de consideración. Cuanto menos cariño y afecto experimentaba por su madre, más exageraba las formas exteriores.

XVIII

V
RONSKI
siguió al conductor; al entrar en el coche se detuvo para dejar paso a una dama que salía, y, con ese tacto propio de un hombre de nobleza, le bastó una mirada para reconocer que pertenecía a la alta sociedad. Después de dirigirle una palabra de atención, iba a pasar adelante, pero involuntariamente se volvió para mirar una vez más no a causa de su hermosura, de su gracia y elegancia, sino porque la expresión de su rostro le había parecido tan dulce como cariñosa.

También la dama volvió la cabeza en el mismo instante, y sus ojos grises, sombreados por espesas cejas, le lanzaron una mirada benévola, como si aquella mujer conociese al joven. Un momento después se perdió entre la multitud, buscando, al parecer, una persona. Por rápida que fuese una mirada, le bastó a Vronski para observar en aquella fisonomía mucha viveza contenida, que se revelaba en la ligera sonrisa de dos frescos labios y en la expresión animada de los ojos; en toda su persona había como un exceso de juventud y de alegría que la dama hubiera querido disimular, pero que se traslucía en el fulgor de sus ojos y en su sonrisa.

Vronski entró en el coche. Su madre, una anciana con bucles, de ojos negros y pequeños, lo recibió con una ligera sonrisa en sus delgados labios; se levantó de su asiento, entregó a su doncella el saquito que llevaba, y presentó a su hijo su pequeña mano seca, que el joven besó con respeto.

—¿Recibiste mi telegrama? Supongo que todo va bien.

—¿Ha hecho usted buen viaje? —replicó el hijo, sentándose a su lado y prestando oído al mismo tiempo a una voz de mujer que hablaba junto a la puerta, pues reconoció que era la de la dama a quien encontrara antes.

—No estoy de acuerdo —decía la voz.

—Es un punto de vista propio de San Petersburgo, señora.

—Nada de eso, es simplemente un punto de vista de mujer —replicó la voz.

—Pues bien, permítame usted besarle la mano.

—Hasta la vista, Iván Petróvich; hágame el favor de buscar a mi hermano y enviármelo —dijo la dama, volviendo a entrar en el coche.

—¿Lo ha encontrado usted ya? —preguntó la señora Vronski.

El joven reconoció entonces a Anna Karénina.

—El hermano de usted se halla aquí —dijo, levantándose al punto—, y le ruego me dispense por no haberla reconocido antes; he tenido tan rara vez el honor de encontrarla, que seguramente no se acuerda usted tampoco de mí.

—¡Oh!, sí —contestó la dama—; siempre lo hubiera reconocido, pues su señora madre y yo no hemos hablado más que de usted durante todo el viaje—, Al pronunciar estas palabras, su semblante expresó la mayor alegría—. Pero mi hermano no viene —añadió.

—Llámalo, Aliosha
[14]
—dijo la anciana condesa.

Vronski salió del coche y gritó:

—¡Oblonski, por aquí!

Al ver a su hermano, la señora Karénina no esperó a que se acercara, sino que saliendo del coche corrió a su encuentro, y con un ademán lleno de gracia y de energía le rodeó el cuello con un brazo, lo atrajo hacia sí y lo besó.

Vronski no la perdía de vista; la miraba y sonreía sin saber por qué; y recordando al fin que su madre lo esperaba, entró en el coche.

—¿No es verdad que es encantadora? —dijo la condesa, refiriéndose a la señora Karénina—; su esposo me la ha confiado, con gran satisfacción mía, y hemos hablado mucho. Y tú, ¿qué me cuentas?… Me han dicho que
vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux
.

—No sé a quién se refiere usted, mamá —contestó fríamente—. ¿Quiere usted que salgamos?

En aquel momento la señora Karénina entró en el coche para despedirse de la condesa.

—Vamos, condesa —exclamó alegremente—; usted ha encontrado a su hijo, y yo a mi hermano; y como ya he agotado todas mis historias, ya no me queda qué contar a usted.

—No importa —repuso la condesa, cogiendo su mano—; con usted daría la vuelta al mundo sin aburrirme, porque es una de esas mujeres amables cuya simpatía recrea. En cuanto a su hijo, no se inquiete usted, porque un día u otro es preciso separarse.

Los ojos de la señora Karénina parecían sonreír, mientras que escuchaba inmóvil.

—Anna Karénina tiene un niño de ocho años —añadió la condesa, como para dar una explicación a su hijo—; siempre ha vivido a su lado, y ahora está inquieta por haberlo dejado solo.

—Hemos hablado de nuestros hijos: yo del mío y la condesa del suyo —dijo Anna Karénina, dirigiéndose a Vronski con esa sonrisa cariñosa que iluminaba su rostro.

—Esto debe haber sido aburrido para usted —replicó el joven con otra sonrisa.

—Gracias mil veces —dijo Anna, volviéndose hacia la condesa—; el día de ayer ha transcurrido demasiado pronto. ¡Hasta la vista!

—Adiós, querida amiga —contestó la anciana—; permítame usted besar otra vez ese lindo rostro y decirle de nuevo, como yo lo puedo hacer, que me deja encantada de su trato.

Por trivial que pareciese esta frase, Anna pareció agradecerla mucho: se ruborizó, se inclinó ligeramente acercando su lindo rostro al de la anciana condesa, y presentó después su mano a Vronski, con aquella misma sonrisa que parecía serle peculiar. El joven estrechó aquella pequeña mano, considerando como una cosa extraordinaria sentir su dulce y a la vez firme presión.

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