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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (5 page)

BOOK: Ana Karenina
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—Sí, pero Wurst, Knaust y Pripásov contestarán que usted tiene conocimiento de su existencia únicamente por efecto de una acumulación de sensaciones; en una palabra, que solo es el resultado de estas últimas. Wurst dice además que allí donde la sensación no existe, la conciencia de la vida falta.

—Yo diría, por el contrario… —replicó Serguiéi Ivánovich.

Lievin observó de nuevo que en el momento de tocar en el punto capital, según él, iban a rehuirle otra vez, y entonces se atrevió a dirigir al profesor la siguiente pregunta:

—En ese caso, si mis sensaciones no existen ya y si mi cuerpo ha muerto, ¿no hay existencia posible?

El profesor miró con expresión de contrariedad al que así le preguntaba, cual si le ofendiera aquella interrupción, y examinó al intruso, cuyo aspecto era más bien de campesino que de filósofo. Después se volvió hacia Serguiéi Ivánovich; pero este no era tan mediocre/limitado como el profesor, y sin dejar de discutir, podía comprender el punto de vista sencillo y racional que había sugerido la pregunta, a la que contestó, sonriendo:

—Aún no tenemos derecho para resolver esta cuestión.

—No tenemos datos suficientes —continuó el profesor, siguiendo el hilo de sus razonamientos—. No, yo pretendo que si las sensaciones se fundan en impresiones, como lo dice claramente Pripásov, debemos distinguir más severamente estas dos nociones.

Lievin no escuchaba ya, esperando solo la salida del profesor.

VIII

C
UANDO
este se hubo marchado, Serguiéi Ivánovich se volvió hacia su hermano menor.

—Me alegro de verte —le dijo—. ¿Has venido para mucho tiempo? ¿Cómo van los negocios?

Lievin sabía que su hermano mayor se interesaba poco en las cuestiones agronómicas y que le hacía una concesión al hablar de ellas; por eso se limitó a contestar sobre la venta del trigo y la cantidad realizada en sus tierras. Su verdadera intención había sido hablar con su hermano sobre sus proyectos de matrimonio y pedirle parecer, pero después de la conversación con el profesor, y ante el tono involuntario de protección con que Serguiéi Ivánovich le había interrogado sobre los asuntos del campo —la finca que habían heredado de su madre no estaba repartida y Lievin se encargaba de su administración—, no se sintió con valor para ello, le pareció que su hermano no vería las cosas como él deseaba.

—¿Cómo van los asuntos del
zemstvo
? —preguntó Serguiéi Ivánovich, que se interesaba por las asambleas provinciales designadas con ese nombre, atribuyéndoles mucha importancia.

—No sé nada.

—¿Cómo es eso? ¿No formas parte de la administración?

—No, he renunciado; ya no asisto a las asambleas.

—Es una lástima —murmuró Serguiéi Ivánovich, frunciendo el entrecejo.

Para disculparse, Lievin dio cuenta de lo que sucedía en las reuniones de distrito.

—¡Siempre es así! —interrumpió Serguiéi Ivánovich—; he aquí cómo somos nosotros los rusos. Tal vez deba considerarse como un buen rasgo de nuestro carácter esa facultad de reconocer los errores; pero los exageramos, y nos complace la ironía, que nunca falta en nuestra lengua. Si se concedieran nuestros derechos y esas mismas instituciones provinciales a cualquier otro pueblo de Europa, alemanes o ingleses, sabrían extraer la libertad, mientras que nosotros nos contentamos con reír.

—¿Cómo ha de ser? —replicó Lievin con la expresión de un hombre culpable—. Era mi último ensayo; lo tomé con mucho afán, pero ya no puedo hacer nada; soy incapaz de…

—¡Incapaz! —interrumpió Serguiéi Ivánovich—; tú no consideras el asunto como deberías.

—Es posible —repuso Lievin, con tristeza.

—¿Sabes que nuestro hermano Nikolái está otra vez aquí?

Nikolái era el hermano mayor de Konstantín y semihermano de Serguiéi; era un perdido que había devorado la mayor parte de su fortuna, indisponiéndose con sus hermanos para vivir en una sociedad tan perjudicial como extraña.

—¿Qué dices? —preguntó Lievin, atemorizado—. ¿Cómo lo sabes?

—Prokofi lo ha visto en la calle.

—¿Aquí en Moscú? ¿Dónde está?

Y Lievin se levantó como si deseara correr en su busca.

—Siento habértelo dicho —replicó Serguiéi Ivánovich, encogiéndose de hombros al notar la emoción de su hermano—. He enviado una persona para averiguar dónde vivía, remitiéndole su letra de cambio sobre Trubin, la cual he pagado ya. Hete aquí lo que me ha contestado…

Y Serguiéi tomó de la mesa una carta, presentándola a Lievin. Este último leyó el billete, escrito en caracteres tan familiares, que decía lo siguiente:

Pido humildemente que se me deje en paz; es todo cuanto solicito de mis queridos hermanos.

N
ICOLAI
L
IEVIN

Konstantín permaneció en pie, sin levantar la cabeza. En su corazón el deseo de olvidarse ya de su hermano desgraciado estaba luchando con la sensación de que eso estaba mal.

—Por lo visto, quiere ofenderme —continuó Serguiéi—; pero esto es imposible. Yo deseaba de todo corazón poder ayudarle, aun sabiendo que no lo conseguiría.

—Sí, sí —repuso Lievin—; comprendo y aprecio tu conducta con él, pero iré a verlo.

—Si te place, puedes ir —dijo Serguiéi—; mas no te lo aconsejaría; y no es que lo tema por lo que respecta a las relaciones que median entre tú y yo, pues no podría indisponernos; si te aconsejo no ir, es por ti mismo, porque nada conseguirás. Sin embargo, obra como te parezca.

—Tal vez no haya verdaderamente nada que hacer; pero en este momento… no podría estar tranquilo…

—No te comprendo—replicó Serguiéi Ivánovich—; lo único que veo es que aquí hay para nosotros una lección de humildad. Desde que nuestro hermano Nikolái ha llegado a ser lo que es, considero con más indulgencia lo que llaman una «bajeza». ¿Sabes lo que hace?

—¡Ay de mí, es verdaderamente espantoso! —contestó Lievin.

Después de pedir las señas de Nikolái al criado de Serguiéi Ivánovich, Lievin se puso en camino para ir a buscarlo; pero cambiando luego de idea, aplazó su visita hasta la noche. Ante todo, a fin de recobrar la paz interior, quería resolver la cuestión que le había llevado a Moscú; y por eso fue a buscar a Oblonski. Cuando supo dónde estaban los Scherbatski, se dirigió al sitio en que pensaba encontrar a Kiti.

IX

A
ESO
de las cuatro, Lievin dejó su
Izvózchik
[7]
; a la puerta del jardín zoológico, y procurando contener los latidos de su corazón, siguió la senda que conducía a las montañas y a la pista de hielo, donde se patinaba. Sabía que la encontraría allí, pues acababa de ver el coche de los Scherbatski a la entrada.

Hacía un día claro y muy frío; a la puerta del jardín se veían, alineados en fila, trineos, coches de lujo,
isvoschiks
y gendarmes. El público se apretaba en las angostas sendas abiertas alrededor de las casitas al más puro estilo ruso, adornadas con esculturas de madera; los añosos abedules del jardín tenían sus ramas sobrecargadas de escarcha y de nieve.

Siguiendo el sendero, Lievin se decía a sí mismo: «¡Calma, calma! Es preciso no turbarse. ¿Qué quieres, qué pasa? Calma ya, tonto». Así interpelaba a su corazón.

Pero cuanto más procuraba calmarse, más lo embargaba la emoción, impidiéndole casi respirar. Una persona conocida lo llamó al poco, y Lievin no se fijó siquiera en ella. Se acercó a las montañas; los trineos se deslizaban con rapidez y remontaban luego la cuesta por medio de cadenas, oyéndose un incesante crujido y rumor de voces alegres y animadas. A pocos pasos de allí se patinaba, y entre los que se entregaban a este deporte «la» reconoció muy pronto: supo que estaba a su lado por la alegría y el temor que embargaron su alma.

En pie, junto a una señora, en el lado opuesto al que Lievin se hallaba, la princesa Scherbátskaia no se distinguía de las personas que la rodeaban ni por su actitud ni por su tocado; mas para Lievin resaltaba entre la multitud como una rosa entre ortigas, iluminando con su sonrisa y su presencia cuanto había allí. «¿Me atreveré —pensó— a bajar hasta la pista y acercarme a ella?» El sitio donde estaba le pareció un santuario, al que temía acercarse; y tanto miedo tuvo, que poco le faltó para retroceder. No obstante, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, llegó a persuadirse de que estaba rodeado de personas de toda especie, y que en rigor también tenía derecho para patinar. En consecuencia, bajó a la pista de hielo, guardando tanto de fijar en «ella» los ojos como de mirar al sol, aunque no necesitaba su luz para verla.

Era costumbre reunirse en la pista una vez a la semana, siendo conocidos casi todos los concurrentes; había allí maestros en el arte de patinar que iban a lucir su destreza; otros que hacían su aprendizaje, por lo regular, muy jóvenes; y también las personas de cierta edad que practicaban aquel deporte para estar en forma (por su salud). A Lievin le parecieron todos seres favorecidos del cielo, por estar cerca de Kiti; aquellos patinadores se deslizaban a su alrededor, corrían tras ella, la alcanzaban y hasta le hablaban, divirtiéndose al parecer con el espíritu del todo libre, como si la presencia de la hermosa joven hubiera bastado para su felicidad.

Nikolái Scherbatski, primo de Kiti, que vestía chaqueta y pantalón ceñido, estaba sentado en un banco, con los patines puestos, cuando divisó a Lievin.

—¡Ah! —exclamó—. ¡He aquí al primer patinador de Rusia! ¿Hace mucho tiempo que estás aquí? ¡Vamos, ponte los patines enseguida, que el hielo está excelente!

—No los he traído —contestó Lievin, admirado de que se pudiese hablar en presencia de Kiti con aquella libertad y audacia y sin perderla de vista un segundo, aunque no la miraba. Sentía que se le acercaba el sol. La joven, visiblemente temerosa, con sus altas botinas de patinar, se lanzó hacia él desde el rincón donde se hallaba, seguida de un mancebo que vestía traje ruso y trataba de adelantarse, haciendo los ademanes desesperados de un patinador torpe.

Kiti no avanzaba con seguridad; había retirado sus manos del manguito, sostenido en su cuello por una cinta, y parecía dispuesta a cogerse a cualquier cosa. Miraba a Lievin, a quien acababa de reconocer, y se reía de su propio temor. Cuando al fin hubo tomado felizmente su impulso, dio un ligero golpe con el tacón de su botina y se deslizó hasta su primo Scherbatski, cogió su brazo y envió a Lievin un saludo amistoso. Jamás la había soñado estar tan hermosa.

Le bastaba, sin embargo, pensar en ella para evocar vivamente el recuerdo de su persona, sobre todo de su linda cabecita rubia, de su infantil expresión de candor y de bondad y de sus redondos hombros. Aquella mezcla de gracia de niña y de hermosura de mujer tenía un encanto particular que Lievin comprendía muy bien; pero lo que más le llamaba la atención era su mirada modesta, tranquila y sincera, que juntamente con su sonrisa la transportaba a un mundo encantado donde todo se dulcificaba en él, sumergiéndolo en los sentimientos de su primera infancia.

—¿Desde cuándo está usted aquí? —preguntó, ofreciéndole la mano—. Gracias —añadió, al verlo coger el pañuelo que se le había caído del manguito.

—¿Yo? He llegado hace poco: ayer, es decir, hoy —contestó Lievin, tan conmovido que no pudo comprender bien la pregunta—. Quería ir a su casa… —añadió, y recordando al punto con qué objeto, se ruborizó y se turbó—. No sabía que usted patinase tan bien.

Kiti lo miró atentamente, como para adivinar la causa de su confusión.

—Ese elogio —dijo— es precioso para mí, pues conservamos el recuerdo de su destreza como patinador.

Y sacudió con su pequeña mano, cubierta con guante negro el polvo de hielo que cubría su manguito.

—Sí, en otro tiempo patinaba con entusiasmo, pues quería llegar a ser un maestro.

—Me parece que todo lo hace usted con entusiasmo —repuso Kiti, sonriendo—. ¡Cuánto me agradaría verlo patinar un poco! Póngase los patines y correremos juntos.

«¡Patinar juntos! ¿Sería posible?», pensó Lievin, mirando a la joven.

—Voy a ponérmelos ahora mismo —contestó.

Y corrió a buscar unos patines.

—Hace mucho tiempo, caballero, que no viene usted aquí —dijo el alquilador, sosteniendo el pie de Lievin para ajustar el patín—. Ya no hemos tenido por aquí otro patinador como usted. ¿Está bien así? —añadió, estrechando la correa.

—Perfectamente; pero despabílate —replicó Lievin, sin poder disimular la sonrisa, que a pesar suyo, iluminaba su rostro. «¡He aquí la vida, he aquí la felicidad!», pensaba. «¿Deberé hablarle ahora? No me atrevo, por que soy muy dichoso en este instante, dichoso por lo menos con la esperanza; mientras que… Pero es preciso…, es preciso; ¡Fuera la debilidad!»

Lievin se despojó del abrigo, y después de hacer una corta prueba, se lanzó sobre el hielo compacto de la pista, deslizándose sin esfuerzo alguno, tan pronto despacio como rápidamente; y después se acercó a Kiti con cierta timidez, pero una sonrisa de esta lo tranquilizó una vez más.

Le dio la mano y patinaron juntos, acelerando poco a poco su carrera; cuanto mayor era la rapidez más estrechaba Kiti la mano de su compañero.

—Aprendería mucho con usted —dijo la joven—, pues sin saber por qué, tengo mucha más seguridad que con otros.

—También la tengo yo en mí cuando se apoya usted en mi brazo —contestó Lievin, sonrojándose después, como asustado de lo que había dicho.

Efectivamente, apenas pronunciadas estas palabras, cuando, así como el sol se oculta detrás de una nube, la expresión de amabilidad de la joven desapareció al punto, y Lievin observó un cambio de fisonomía que conocía muy bien y que indicaba un esfuerzo del pensamiento: en la tersa frente de Kiti apareció un ligero pliegue.

—¿Se siente usted disgustada por algo? Perdone, no tengo derecho a hacerle esta pregunta —exclamó Lievin.

—No tengo nada —contestó Kiti fríamente. Y añadió de pronto—: ¿No ha visto usted aún a
mademoiselle
Linon?

—Todavía no.

—Pues vaya usted a saludarla, porque lo quiere mucho.

«¿Qué le pasará? ¿La habré disgustado? Señor, compadeceos de mí», pensó Lievin, dirigiéndose a la dama francesa de cabello gris que lo observaba desde su banco. La señora Linon lo recibió como a un antiguo amigo y le mostró todos sus dientes postizos al sonreírse.

—Crecemos y avanzamos en años —dijo la dama, señalando a Kiti con una mirada—. La pequeña se hace grande —añadió con una sonrisa. Y le recordó sus chanzas sobre las tres señoritas, a quienes llamaba los tres «oseznos» del cuento inglés—. ¿Recuerda usted que las llamaban así?

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