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Authors: Jasper Fforde

Algo huele a podrido (25 page)

BOOK: Algo huele a podrido
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—No tenían que matarle —aulló, rodeando con los brazos a la criatura moribunda—. ¡No tenían que matarle!

El agente uniformado avanzó para apartar al creador de Dennis pero el neandertal le detuvo.

—No —dijo con seriedad—, dejémosle un momento.

El agente se encogió de hombros y fue al Land Rover a recoger la bolsa para cadáveres.

—Cada vez que hacemos esto es como si matásemos a uno de los nuestros —dijo Stiggins en voz muy baja—. ¿Dónde ha estado, señorita Next? ¿En prisión?

—¿Por qué todos piensan que he estado en prisión?

—Porque cuando nos vimos por última vez se dirigía usted a la muerte o a la cárcel… y no está muerta.

El hacedor de Dennis se balanceaba, lamentando la pérdida de su creación.

El agente regresó con la bolsa y una colega, quien apartó delicadamente al hombre de la criatura y leyó sus derechos a unos oídos que no prestaban atención.

—Únicamente una firma en un papel impide la destrucción de los neandertales de la misma forma que él —dijo Stiggins, señalando a la criatura—. Ni siquiera haría falta una decisión parlamentaria para añadirnos a la lista de criaturas prohibidas y ser definidos como quimeras.

Nos apartamos de la escena mientras los otros dos agentes abrían la bolsa y metían dentro el cuerpo de la quimera.

—¿Recuerda a Bowden Cable? —pregunté—. Es mi compañero en los detectives literarios.

—Por supuesto —respondió Stiggins—. Nos conocimos en su boda.

—¿Cómo está? —preguntó Bowden.

Stiggins le miró fijamente. Era una cortesía humana sin sentido que traía sin cuidado a los neandertales.

—Estamos bien —respondió Stig, obligándose a pronunciar la respuesta estándar. Bowden no lo sabía, pero no había más que restregarle a Stiggins a la cara la sociedad dominada por los sapiens.

—No tiene mala intención —dije directamente, que es como les gusta hablar a los neandertales—. Necesitamos su ayuda, Stig.

—Entonces, estaré encantado de ofrecérsela, señorita Next.

—¿En qué no tengo mala intención? —preguntó Bowden al acercarnos a un banco.

—Te lo cuento más tarde.

Stig se sentó y miró como aparecía otro Land Rover de OE-13, seguido de dos coches de policía, para dispersar a la multitud de curiosos. Sacó un paquete cuidadosamente envuelto en papel y lo abrió para sacar su almuerzo: dos manzanas caídas, una bolsita de insectos vivos y un trozo de carne cruda.

—¿Bichos?

—No, gracias.

—Bien, ¿qué podemos hacer por los detectives literarios? —preguntó, intentando comerse un escarabajo que no deseaba ser comido y que dio dos vueltas a la mano de Stig antes de ser atrapado y devorado.

—¿Qué le parece esto? —pregunté mientras Bowden le pasaba la foto del cadáver Shaxtper.

—Es un humano muerto —respondió Stig—. ¿Está segura de no querer un escarabajo? Son muy crujientes.

—No, gracias. ¿Y esto?

Bowden le pasó una foto de uno de los otros clones muertos, y luego una tercera.

—¿El mismo humano desde distintos puntos de vista?

—Son cadáveres diferentes, Stig.

Dejó de masticar el trozo de carnero crudo y me miró fijamente. Luego se limpió las manos con un pañuelo enorme y miró las fotos con mayor atención.

—¿Cuántos?

—Dieciocho, que sepamos.

—Clonar por completo a un ser humano ha sido siempre ilegal —musitó Stig—. ¿Podemos ver los cuerpos?

El depósito de cadáveres de Swindon estaba muy cerca de la oficina de OpEspec. Se trataba de un antiguo edificio Victoriano que en una época más ilustrada hubiese sido derribado. Olía a formaldehído y humedad y los encargados del depósito parecían todos deprimidos y probablemente tuviesen aficiones extrañas que era mejor no conocer.

El lúgubre patólogo jefe, el señor Rumplunkett, miraba avariciosamente al señor Stiggins. Como matar a un neandertal técnicamente no era un crimen, nunca se hacía autopsia a uno de ellos… y por naturaleza el señor Rumplunkett era un hombre curioso. No dijo nada, pero Stiggins sabía con exactitud lo que pensaba.

—Por dentro somos básicamente como ustedes, señor Rumplunkett. Después de todo, fue precisamente por eso por lo que nos trajeron de vuelta.

—Lo siento… —se disculpó avergonzado el patólogo jefe.

—No, no lo siente —respondió Stig—. Su interés es puramente profesional y por deseo de conocimiento. No ofende.

—Hemos venido a ver al señor Shaxtper —dijo Bowden.

Nos llevaron a la sala principal de autopsias, donde había varios cuerpos cubiertos con sábanas y con una etiqueta en el dedo gordo.

—Masificación —dijo el señor Rumplunkett—. Pero no se quejan demasiado. ¿Es éste?

Retiró una sábana. El cadáver tenía la cabeza alargada, ojos hundidos y llevaba bigotito y perilla. Se parecía mucho al William Shakespeare del grabado Droeshout que se encuentra en la página del título del primer folio.

—¿Qué opina?

—Vale —dije lentamente—, se parece a Shakespeare, pero si Victor se cortase el pelo así, también se le parecería.

Bowden asintió. Era una buena observación.

—¿Y éste escribió el soneto sobre Gustavo?

—No; ese soneto en concreto lo escribió éste.

Con una floritura Bowden retiró la sábana de otro cadáver para mostrar un cuerpo idéntico al primero, sólo que uno o dos años más joven. Yo miré a los dos mientras Bowden mostraba un tercero.

—Bien, ¿cuántos Shakespeares dijiste que tenías?

—Oficialmente, ninguno. Tenemos un Shaxtper, un Shakespoor y un Shagsper. Sólo dos llevaban escritos encima, todos tienen los dedos manchados de tinta, todos son genéticamente idénticos y todos murieron de enfermedades o hipotermia provocadas por abandono personal.

—¿Mendigos?

—Ermitaños sería más exacto.

—Al margen de que todos tienen sólo ojos izquierdos y un único tamaño de dedos de pie —dijo Stig, que había examinado atentamente los cadáveres—, son muy buenos. Hace años que no veíamos trabajos de tanta calidad.

—Son copias de un dramaturgo llamado William Shakes…

—Conocemos a Shakespeare, señor Cable —le interrumpió Stig—. Nos gusta especialmente Calibán, de
La tempestad.
Se trata de un trabajo de recuperación profunda. Recreados a partir de un fragmento de piel seca o un pelo encontrado en una máscara funeraria, o algo así.

—¿Cuándo y dónde, Stig?

Pensó un momento.

—Probablemente los fabricasen a mediados de los años treinta —anunció—. En esa época había quizás unos diez biolaboratorios en todo el mundo capaces de algo así. Creemos que podemos garantizar que estamos ante la obra de uno de los tres mayores laboratorios de bioingeniería de Inglaterra.

—No es posible —dijo Bowden—. Los registros de fabricación de York, Bognor Regis y Scunthorpe son de dominio público; sería inconcebible que un proyecto de esta magnitud se hubiese podido mantener en secreto.

—Y sin embargo aquí están —respondió Stig, señalando los cuerpos y rebatiendo la objeción de Bowden—. ¿Tiene los registros genómicos y la evaluación espectroscópica de elementos menores? —añadió—. Un estudio más cuidadoso podría revelar algo.

—Esos no son procedimientos estándar de autopsia —respondió Rumplunkett—. Tengo que pensar en el presupuesto.

—Si realiza también una sección molar, a nuestra muerte donaremos nuestro cuerpo al departamento.

—Lo haré mientras espera —dijo el señor Rumplunkett.

Stig volvió a mirarnos.

—Precisaremos de cuarenta y ocho horas para repasar los informes… ¿nos volvemos a ver en nuestra casa? Su presencia sería un honor.

Me miró a los ojos. Sabría si mentía.

—Me encantaría.

—A nosotros también. ¿El miércoles a mediodía?

—Allí estaré.

El neandertal se alzó el sombrero, emitió un gruñido bajo y se fue.

—Bien —dijo Bowden tan pronto como Stig estuvo lejos—, espero que te guste comer escarabajos y hojas de acedera.

—A mí y a ti, Bowden… también vienes. De haber querido que fuese yo sola, me lo hubiese dicho en privado… pero estoy segura de que a nosotros nos preparará algo que nos guste más.

Fruncí el ceño cuando salimos a la luz del sol.

—¿Bowden?

—¿Sí?

—¿Stig ha dicho algo que te resultase extraño?

—La verdad es que no. ¿Quieres oír mis planes para infiltr…?

Bowden dejó de hablar en mitad de una frase mientras el mundo se paraba en seco. El tiempo había dejado de existir. Yo estaba atrapada entre un momento y el siguiente. Sólo podía ser cosa de mi padre.

—Hola, garbancito —dijo con alegría, dándome un abrazo—. ¿Cómo salió lo de la Superhoop?

—Eso es el próximo sábado.

—¡Oh! —dijo, mirando su reloj y frunciendo el ceño—. No me fallarás, ¿verdad?

—¿Cómo podría fallarte? ¿Cuál es la relación entre la Superhoop y Kaine?

—No puedo decírtelo. Los acontecimientos deben desarrollarse naturalmente o será un desastre. Tienes que confiar en mí.

—¿Has venido sólo para no decirme nada?

—Claro que no. Es lo de Trafalgar. He probado con todo tipo de cosas, pero Nelson se niega tercamente a sobrevivir. Creo que ya lo he comprendido, pero necesito tu ayuda.

—¿Va a llevar mucho tiempo? —pregunté—. Tengo muchas cosas pendientes y debo volver a casa antes de que mi madre descubra que he dejado a Friday con una gorila.

—Creo que no me equivoco al afirmar —respondió mi padre con una sonrisa— que esto no va a llevar nada de tiempo… y, si lo prefieres, ¡incluso menos!

«Pronto quedó clara la causa del pánico. Rebuscando en un cubo de basura para ver si daba con algún tentempié apetitoso había una extraña criatura híbrida… en la jerga de OE-13 una quimera.»

21 Victoria en el
Victoria

ALMIRANTE LUJURIOSO IMPLICADO EN UN ESCÁNDALO CON BASTARDO

Nuestras fuentes han comunicado exclusivamente a este periódico que el almirante Nelson, el preferido del país y el muy condecorado héroe de guerra, es el padre de una hija de lady Emma Hamilton, esposa de sir William Hamilton. La relación dura desde hace tiempo, aparentemente con el conocimiento de sir William y lady Nelson, de quien el héroe del Nilo está separado. Historia completa en la página dos; editorial, página tres; grabados morbosos, páginas cuatro, siete y nueve; comentarios hipócritas y moralistas, página diez; chistes de mal gusto sobre una lady Hamilton con sobrepeso en las páginas doce y trece. También en este mismo número: informes sobre la derrota francesa y española en el cabo de Trafalgar, página treinta y dos, columna cuatro.

Portsmouth Penny Dreadful
, 28 de octubre de 1805

Tras una sucesión de luces parpadeantes nos encontramos en la cubierta de un buque de guerra totalmente armado que se elevaba cuando el viento se acumulaba en sus velas. La cubierta estaba preparada para la acción y en todo el buque se sentía la expectación. Navegábamos flanqueados por otros dos buques de guerra, y hacia tierra una columna de naves francesas navegaba siguiendo un rumbo que nos haría entrar en conflicto. Los hombres gritaron, el barco gimió, las velas se hincharon y los estandartes se agitaron al viento. Nos encontrábamos a bordo del buque insignia de Nelson, el
Victoria.

Eché un vistazo a mi alrededor. En el alcázar había un grupo de hombres, oficiales uniformados con casaca azul marino, calzones crema y sombrero con escarapela. Entre ellos había un hombre más bajo con uno de sus brazos uniformados metido elegantemente en una chaqueta llena de medallas y condecoraciones. No podría haber sido un blanco mejor ni queriendo.

—Sería difícil no acertar —dije.

—No hacemos más que repetírselo, pero es muy terco y no cede… dice que son insignias militares y que no teme mostrárselas al enemigo. ¿Te apetece un caramelo?

Me ofreció una bolsita de papel que rechacé. El buque volvió a elevarse y observamos en silencio cómo se iba reduciendo la distancia entre ambos barcos.

—Nunca me aburro de esta parte. ¿Los ves?

Seguí su mirada hasta donde tres personas se arracimaban al otro lado de un enorme rollo de cuerda. Una llevaba el uniforme de la CronoGuardia, otra una libreta de notas y la tercera cargaba con lo que parecía una cámara de televisión.

—Documentalistas del siglo veintidós —me explicó mi padre, saludando al otro agente de la CronoGuardia—. Hola, Malcolm, ¿cómo lo llevas?

—¡Bien, gracias! —respondió el agente—. Tuve algunos problemas tras perder al cámara en Pompeya. Quería sacar un primer plano o algo así.

—La vida es dura, viejo, la vida es dura. ¿Te apetece jugar al golf después del trabajo?

—¡Por supuesto! —respondió Malcolm, volviéndose luego para hablar con su equipo.

—La verdad es que resulta agradable volver al trabajo —confesó mi padre, volviéndose hacia mí—. ¿Estás segura de que no quieres un caramelo?

—No, gracias.

El buque de guerra francés más cercano emitió un destello y un penacho de humo. Un segundo más tarde dos disparos de cañón dieron inofensivamente contra el agua. Las esferas no se movieron tan rápido como yo había esperado… vi cómo volaban.

—¿Ahora qué? —pregunté—. ¿Nos ocupamos de los francotiradores para que no le puedan dar a Nelson?

—Nunca hemos podido dar con todos. No, debemos hacer trampas. Pero todavía no. En un momento así el tiempo es lo esencial.

Así que esperamos pacientemente en la cubierta principal mientras la batalla iba cobrando intensidad. A los pocos minutos, siete u ocho buques de guerra disparaban al
Victoria.
Los proyectiles rompían velas y aparejos. Uno incluso partió por la mitad a uno de los hombres del alcázar y otro dio cuenta de un grupito de lo que supuse que eran marines, que se dispersaron con rapidez. Mientras pasaba todo esto, el almirante diminuto, su capitán y un séquito reducido recorrían el alcázar rodeados por el humo de los cañones, el calor de los destellos de las bocas, las explosiones casi ensordecedoras. La rueda del timón se desintegró cuando la alcanzó un disparo y, a medida que avanzaba la batalla, nos fuimos desplazando por la cubierta, siguiendo el camino más seguro según los conocimientos superiores e infinitamente precisos que mi padre tenía de la lucha. Nos apartamos cuando un proyectil de cañón pasó a nuestro lado, nos trasladamos a otra zona de la cubierta cuando un buen trozo de madera caía de los aparejos, luego a una tercera cuando unos disparos de mosquete cruzaron el lugar donde nos habíamos estado ocultando.

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