Albert Speer (45 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—Acabo de enterarme de que existe un tanque enemigo cuyo blindaje es muy superior al nuestro. ¿Tiene ya información al respecto? Si es verdad, habrá que…, habrá que desarrollar un nuevo cañón antitanque. La fuerza de percusión tiene que…, hay que agrandar el cañón, o alargarlo, lo que sea, pero ¡hay que reaccionar enseguida! ¡Inmediatamente!
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El error fundamental consistía en que Hitler no sólo se había hecho cargo del mando supremo de la Wehrmacht, sino también del Ejército de Tierra y, con él, de su
hobby
de desarrollar tanques. En circunstancias normales, estas cuestiones habrían sido debatidas por oficiales del Estado Mayor, de la Dirección General de Armamentos del Ejército y de la Comisión de Armamentos de la industria. El Comandante en Jefe del Ejército de Tierra sólo habría intervenido en casos de extrema gravedad. No era nada habitual que los oficiales expertos recibieran instrucciones que se ocupaban hasta del último detalle y estas resultaban perniciosas, pues Hitler los eximía de responsabilidades e instruía a sus oficiales para la indiferencia.

Las decisiones de Hitler condujeron no sólo a que hubiera muchos proyectos paralelos, sino también a problemas de aprovisionamiento cada vez más difíciles de resolver. Era especialmente molesto que Hitler no comprendiera la necesidad de las tropas de recibir suficientes repuestos.
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El inspector general de las tropas acorazadas, el general Guderian, me dijo varias veces que una reparación rápida, que requeriría mucho menos tiempo que fabricar tanques nuevos, haría que estuvieran en funcionamiento más de los que podrían producirse a costa de las piezas de recambio. Apoyado por mi jefe de sección Saur, Hitler insistió en que era prioritario hacer tanques nuevos; sin embargo, arreglar los que estaban sólo averiados habría permitido fabricar un 20% menos.

Alguna vez visité a Hitler con el capitán general Fromm, en cuya jurisdicción, en su calidad de jefe del Ejército de Reserva, se daban las anomalías descritas, con el fin de que le expusiera los argumentos de las tropas. Fromm se expresaba con gran claridad, se mostraba firme y tenía sentido de la diplomacia. Sentado con el sable entre las rodillas y la mano en la empuñadura, todo él manifestaba energía, y aún hoy creo que, con su gran capacidad, habría podido impedir más de un error en el cuartel general del
Führer
. De hecho, su influencia aumentó después de algunas reuniones, pero enseguida se hicieron perceptibles ciertas resistencias, tanto por parte de Keitel, que veía amenazada su posición, como por la de Goebbels, que lo presentó ante Hitler como un hombre en el que no se podía confiar políticamente; el mismo Hitler chocó con él por una cuestión de avituallamiento y, sin muchos rodeos, me dio a entender que no deseaba que Fromm me acompañara más.

El punto central de muchas de las reuniones mantenidas con Hitler lo constituía la definición del programa de armamentos del Ejército de Tierra. El sostenía el siguiente punto de vista: cuanto más exijo, más obtengo; el caso es que, para mi sorpresa, algunos programas que los especialistas de la industria habían calificado de irrealizables se cumplieron sobradamente. La autoridad de Hitler liberaba unas reservas que nadie tenía en cuenta al hacer sus cálculos. De todos modos, a partir de 1944 sus órdenes eran del todo utópicas; nuestros intentos de imponerlas en las fábricas dieron muy poco rendimiento.

Me daba la impresión de que Hitler eludía con frecuencia su responsabilidad militar refugiándose en aquellas larguísimas reuniones sobre armamentos y producción bélica, que él mismo me dijo alguna vez que le proporcionaban una distensión similar a la que encontraba antaño cuando nos reuníamos para hablar de arquitectura. Les dedicaba muchas horas incluso en situaciones apremiantes, a veces justo cuando sus mariscales o ministros deseaban hablarle con urgencia.

Nuestras conferencias técnicas solían estar vinculadas a la presentación de algún arma nueva en un campo cercano. Entonces todos tenían que formar; el jefe del Alto Mando de la Wehrmacht, mariscal Keitel, se situaba a la derecha y, cuando llegaba Hitler, lo informaba de los nombres de los generales y técnicos presentes. Hitler daba gran valor a esta ceremoniosa presentación, y subrayaba el carácter formal del acontecimiento al emplear el coche oficial para recorrer los doscientos metros escasos que lo apartaban del campo; yo debía tomar asiento en la parte posterior.

El grupo se disolvía tan pronto Keitel terminaba el parte. Hitler pedía que le mostraran los detalles, subía al vehículo empleando las escalerillas preparadas al efecto y proseguía sus discusiones con los expertos. Muchas veces Hitler y yo opinábamos sobre los nuevos modelos con observaciones elogiosas del tipo: «¡Qué cañón tan elegante!». «¡Qué forma tan bella tiene este tanque!». Esto era un ridículo retroceso a la terminología que empleábamos al examinar juntos las maquetas arquitectónicas.

Durante una de estas inspecciones, Keitel tomó un cañón antitanque de 7,5 cm por un mortero de campaña. Hitler pareció pasar por alto este tropezón, pero se burló de él durante el camino de regreso:

—¿Ha oído? Keitel y el antitanque. ¡Y eso que es general de artillería!

En otra ocasión, la Luftwaffe había alineado el gran número de variantes y modelos de su programa en un campo de aviación cercano para que Hitler lo inspeccionara. Göring se había reservado el privilegio de explicarle las características de cada avión. Su Estado Mayor le había anotado en una chuleta el nombre de los aparatos, las condiciones de vuelo y otros datos técnicos justo en el orden en que se estaban dispuestos, pero uno de ellos no estaba en su sitio y Göring no lo sabía, por lo que, de un humor espléndido y ateniéndose a la lista, dio explicaciones equivocadas a partir del que faltaba. Hitler, que enseguida se dio cuenta del error, fingió no haber notado nada.

• • •

A fines de junio de 1942 leí en el periódico, como cualquier otro, que había comenzado una nueva gran ofensiva en el Este. En el cuartel general reinaba un gran entusiasmo. Todas las noches Schmundt, el asistente en jefe de Hitler, informaba al personal civil del cuartel general sobre el avance de las tropas por medio del gran mapa de la pared. Hitler estaba eufórico. Una vez más había demostrado a sus generales, que le desaconsejaron la ofensiva y le propusieron una táctica de defensa, que tenía razón. También el capitán general Fromm parecía confiado, aunque al comenzar el ataque me dijo que, dada la precariedad de nuestra situación, este constituía un verdadero lujo.

El ala izquierda, situada al este de Kiev, se alargaba cada vez más. Las tropas se aproximaban a Stalingrado. Se hicieron grandes esfuerzos para posibilitar el tráfico ferroviario en los territorios recién conquistados y enviar refuerzos.

Apenas tres semanas después de comenzar el victorioso avance, Hitler se trasladó a un cuartel general avanzado, cerca de la ciudad ucraniana de Vinnitsa. Como los rusos no mostraban actividad aérea y esta vez el Oeste se hallaba demasiado lejos incluso para la habitual suspicacia de Hitler, no exigió que se construyeran búnkers especiales y, en vez de las típicas construcciones de hormigón, surgió una amable colonia de bloques de viviendas dispersas por un bosque.

Mis vuelos al cuartel general me permitieron recorrer el país; en una ocasión fui hasta Kiev. Mientras que inmediatamente después de la Revolución de Octubre la arquitectura moderna rusa se había visto influida por vanguardistas como Le Corbusier, May o El Lissitzky, a fines de los años veinte y bajo la égida de Stalin se orientó hacia un estilo clasicista y conservador. El edificio de congresos de Kiev, por ejemplo, podría haber sido diseñado por un buen alumno de la École des Beaux Arts. Jugué con la idea de averiguar quién era el arquitecto, con el fin de darle trabajo en Alemania. Había un estadio clasicista adornado con atletas que seguían el modelo antiguo, pero que, conmovedoramente, llevaban bañadores de medio cuerpo o de cuerpo entero.

Hallé reducida a escombros una de las más famosas iglesias de Kiev. Según me dijeron, un polvorín soviético alojado en ella había volado por los aires. Más tarde supe por Goebbels que la iglesia había sido destruida por orden del «comisario del Reich para Ucrania», Erich Koch, con el fin de eliminar aquel símbolo del orgullo nacional ucraniano. Goebbels me lo contó con disgusto: estaba escandalizado por el curso brutal que seguía la ocupación de Rusia. De hecho, en aquella época Ucrania todavía estaba en paz y se podía viajar sin escolta por sus extensos bosques, mientras que sólo medio año después todo el territorio se había llenado de partisanos a causa de la errónea política de los comisarios para el Este.

Otros viajes me llevaron al centro industrial de Dniepropetrovsk. Lo que más me impresionó fue la ciudad universitaria en construcción, que superaba cualquier escala alemana y daba una idea imponente de la voluntad de la Unión Soviética de convertirse en una potencia técnica de primer orden. También visité la central eléctrica de Zaporozhie, volada por los rusos, en la que se montaron turbinas alemanas después de que un gran comando de obreros tapara la brecha abierta en la presa por la explosión. Antes de retirarse, los rusos interrumpieron el suministro de aceite a las máquinas mientras estas se hallaban en marcha, por lo que se sobrecalentaron y terminaron convertidas en un inútil montón de chatarra: una efectiva forma de destrucción que pudo ejecutar un solo hombre moviendo una palanca. Más adelante, cuando Hitler declaró su intención de transformar Alemania en un desierto, este recuerdo me persiguió en mis horas de insomnio.

En el cuartel general, Hitler se atuvo a la costumbre de comer en compañía de sus colaboradores más próximos; en la Cancillería del Reich habían predominado los uniformes del Partido, y ahora lo rodeaban los generales y oficiales de la plana mayor. Al contrario que la sala lujosamente amueblada de la Cancillería, este comedor tenía más bien el aspecto del restaurante de la estación de un villorrio. Paredes cubiertas de tablas, ventanas como las de un barracón y una larga mesa para unas veinte personas, rodeada de simples sillas. Hitler tomaba asiento cerca de la ventana, en el centro de la larga mesa. Keitel se sentaba frente a él, y los dos lugares de honor, a la izquierda y a la derecha de Hitler, estaban reservados a los visitantes, que siempre eran distintos. Como en los viejos días de Berlín, Hitler hablaba largamente de sus invariables temas favoritos y los comensales quedaban degradados a la categoría de simples oyentes. Estaba claro que se esforzaba por exponer sus ideas de la forma más impactante posible a aquel círculo, tan alejado de él y, además, tan superior en su origen y formación.
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De este modo, el nivel de las conversaciones de sobremesa del cuartel general se distinguía ventajosamente del de la Cancillería.

En las primeras semanas de ofensiva, durante la comida comentábamos con animación nuestro rápido avance por las estepas de la Rusia meridional, pero dos meses después los rostros fueron reflejando una opresión creciente, y también Hitler comenzó a perder su seguridad.

Aunque nuestras tropas se adueñaron de los campos petrolíferos de Maikop y la vanguardia acorazada luchó a orillas del Terek y avanzó hasta el Volga meridional, cerca de Astracán, a través de una estepa sin vías de comunicación, el avance perdía la velocidad de las primeras semanas. Los refuerzos no podían llegar tan lejos y las piezas de repuesto con que contaban las tropas se habían acabado hacía tiempo, por lo que los efectivos de los combatientes se iban reduciendo cada vez más. Tampoco nuestra producción mensual de armamentos respondía a las exigencias de una ofensiva que se extendía por tan gigantescos espacios: entonces sólo fabricábamos una tercera parte de los tanques y una cuarta parte de la artillería que lograríamos producir en 1944. Por otra parte, aunque no se hallara resistencia, aquellos grandes avances implicaban un extraordinario desgaste. El centro de pruebas de Kummersdorf sostenía que cualquier tanque pesado que hubiera recorrido 600 u 800 kilómetros necesitaría alguna reparación.

Hitler no entendía nada. Con la intención de sacar partido de la presunta debilidad del enemigo, quería forzar el avance de sus exhaustas tropas por el sur del Cáucaso, hacia Georgia. Por consiguiente, desvió buena parte de los efectivos de la vanguardia, ya muy debilitada, y quiso que avanzaran hacia Sochi y que, tras rebasar Maikop, trataran de alcanzar Sujumi, enclavada más al sur, moviéndose a lo largo de la estrecha carretera de la costa. Ordenó llevar hacia allí al contingente principal; creía que podría conquistar la región situada al norte del Cáucaso sin dificultad.

Pero las unidades estaban exhaustas. A pesar de las órdenes de Hitler, no conseguían avanzar. Durante las reuniones para analizar la situación, Hitler pudo ver fotografías aéreas de los impenetrables bosques de nogales de Sochi. Halder, jefe del Estado Mayor, intentó convencerlo de que la empresa que pretendía llevar a cabo en el sur fracasaría, pues los rusos podían hacer intransitable durante mucho tiempo la carretera de la costa mediante voladuras y, por otra parte, aquel camino era demasiado estrecho y no permitía el paso de grandes unidades. Pero Hitler no se dejó impresionar:

—¡Estas dificultades son superables, como todas! Antes de nada tenemos que hacer nuestra la carretera. Entonces nos quedará libre el camino hacia las estepas del sur del Cáucaso. Allí podremos asentar tranquilamente a nuestras tropas e instalar puntos de aprovisionamiento. Después, dentro de uno o dos años, lanzaremos una ofensiva contra el bajo vientre del Imperio Británico. Liberar Persia e Irak no nos costará mucho, y los indios acogerán con entusiasmo a nuestras divisiones.

Cuando en 1944 hicimos una criba en el ramo de la imprenta para suspender los trabajos innecesarios, tropezamos en Leipzig con un pedido del Alto Mando de la Wehrmacht de gran número de mapas de Persia y manuales de conversación, que seguían imprimiéndose porque el encargo había sido olvidado.

Ni siquiera a un profano le resultaba difícil darse cuenta de que la ofensiva había alcanzado su límite logístico. Entonces llegó la noticia de que un destacamento de las tropas alemanas de montaña había conquistado la cima más alta del Cáucaso —el Elbrús, de 5.600 metros de altura, rodeado de extensos glaciares—, en la que había clavado la bandera de guerra de Alemania. Sin duda se trató de una operación innecesaria y, por otra parte, de un alcance mínimo:
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la aventura de unos alpinistas apasionados. Todos nos mostramos comprensivos frente a una acción que, por lo demás, nos pareció insignificante. Vi a Hitler rabioso a menudo, pero pocas veces llegó a estallar como al recibir esta noticia. Vociferó durante horas, como si aquello hubiese echado a perder todo su plan de campaña. Varios días después seguía maldiciendo a aquellos «montañeros locos que deberían comparecer ante un consejo de guerra», a los que en plena guerra se les había ocurrido perseguir su ambición estúpida —opinaba Hitler, lleno de furor— y alcanzar una cima igualmente estúpida, y eso a pesar de que había dado la orden de que todas las fuerzas se concentraran en Sujumi. Así podíamos ver todos cómo se obedecían sus órdenes, exclamaba.

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