Albert Speer (42 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—Es verdad que la guerra contra Rusia puede terminar pronto; pero tengo proyectos de mayor alcance, para los que voy a necesitar más carburante sintético que hasta ahora. Hay que construir las nuevas fábricas, aunque tarden años en terminarse.

Un año después, el 2 de marzo de 1943, tuve que constatar que no servía de nada «construir fábricas que se relacionaban con grandes programas futuros y que no comenzarían a dar rendimiento hasta después del 1 de enero de 1945».
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La decisión de Hitler de no parar ciertos proyectos, tomada en primavera de 1942, seguía siendo una carga para la producción de armamentos en septiembre de 1944, cuando la situación bélica era ya catastrófica.

Aunque la decisión de Hitler interfirió en mi plan de paralizar una gran parte de la industria de la construcción, conseguí que quedaran libres unos cien mil obreros, que fueron transferidos a la producción de armamento. Pero entonces surgió un obstáculo inesperado: el doctor Mansfeld, director del «Grupo de asignación de trabajadores en el Plan Cuatrienal», me explicó con franqueza que carecía de autoridad para trasladar de una región a otra a los obreros que quedaran sin empleo si los jefes regionales se oponían a ello.
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Y estos, efectivamente, a pesar de todas las rivalidades e intrigas, constituían una unidad si consideraban que se atacaba uno de sus «derechos de soberanía». Vi con claridad que, a pesar de la importancia de mi posición, no podría con ellos estando solo. Necesitaba que uno de los suyos, dotado de un poder especial de Hitler, me ayudara. Elegí a mi viejo amigo Karl Hanke, largos años secretario de Goebbels y jefe regional de la Baja Silesia desde enero de 1941. Hitler estuvo de acuerdo en nombrar a un apoderado que me asistiera, pero esta vez Bormann me salió al paso con éxito, pues Hanke era considerado uno de mis partidarios. Su nombramiento no sólo habría significado reforzar mi poder, sino, al mismo tiempo, una intromisión en la esfera de Bormann dentro de la jerarquía del Partido.

Cuando dos días después volví a exponer a Hitler mis deseos, siguió mostrándose de acuerdo, pero rechazó mi propuesta concreta:

—Hanke es un jefe regional demasiado joven y le costaría mucho hacerse respetar. He hablado de este asunto con Bormann. Nombraremos a Sauckel.
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Bormann consiguió también que Hitler pusiera a Sauckel bajo sus órdenes directas. Göring protestó con toda la razón, pues el que sería su cometido se había llevado a cabo hasta entonces dentro del marco del Plan Cuatrienal. Hitler, con la despreocupación que lo caracterizaba respecto al aparato del Estado, nombró a Sauckel «apoderado general» a la vez que lo incorporaba a la organización del Plan Cuatrienal de Göring. Este protestó de nuevo, considerando que aquello constituía un evidente menosprecio. No hay duda de que Hitler podría haber convencido a Göring con unas pocas palabras de que él mismo incorporara a Sauckel, pero no lo hizo. El prestigio de Göring, ya vacilante, experimentó una nueva merma gracias a Bormann.

A continuación, Sauckel y yo fuimos convocados en el cuartel general de Hitler. Durante la entrega del acta de nombramiento, dijo que había que evitar por completo cualquier problema de mano de obra y repitió lo que ya había dicho el 9 de noviembre de 1941: «El territorio que trabaja directamente para nosotros comprende a más de 250 millones de personas; no debe haber ninguna duda de que conseguiremos hacerlas trabajar a todas».
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Hitler dio a Sauckel la orden de reclutar sin miramientos a los trabajadores que fueran necesarios en los territorios ocupados. Y así comenzó una fase fatídica de mi actividad, pues durante los dos años y medio siguientes no dejé de apremiar a Sauckel para que me enviara mano de obra extranjera para asignarla a la producción de armamentos.

Durante las primeras semanas no hubo roce alguno entre nosotros. Sauckel nos aseguró a Hitler y a mí que se ocuparía de la escasez de mano de obra y que sustituiría puntualmente a todos los obreros cualificados que fueran llamados a filas por la Wehrmacht. Por mi parte, lo ayudé a ganar autoridad y lo apoyé en todo lo posible. Pero Sauckel había prometido demasiado: en tiempo de paz, las bajas por vejez o muerte quedaban compensadas por la nueva generación, compuesta por unos 600.000 jóvenes; sin embargo, estos fueron reclutados por la Wehrmacht, y no sólo ellos, sino también parte de los trabajadores industriales. Por consiguiente, en 1942 hubo en la industria de guerra un déficit muy superior al millón de hombres.

Resumiendo: las promesas de Sauckel no se cumplieron. Las esperanzas de Hitler de conseguir sin esfuerzo a todos los trabajadores que necesitaba Alemania, teniendo en cuenta una población de 250 millones de personas, quedaron frustradas porque los militares alemanes que debían ejecutar las órdenes en los territorios ocupados se mostraron débiles y porque los afectados preferían huir a los bosques para luchar como partisanos antes que dejarse evacuar a Alemania para realizar trabajos forzosos.

Nuestra organización industrial me expresó una queja cuando empezaron a llegar a las fábricas los primeros trabajadores extranjeros. Sus objeciones principales eran las siguientes: los insustituibles trabajadores especializados con los que habían contado hasta entonces, que ahora iban a ser reemplazados por los extranjeros, estaban ocupados en nuestras producciones más importantes, que era donde más falta hacían; los servicios de espionaje del enemigo lograrían sabotearnos fácilmente si introducían a sus agentes en las filas de los obreros de Sauckel. Además, en todas partes faltaban intérpretes que pudieran entenderse con los distintos grupos lingüísticos. Algunos de mis colaboradores me mostraron estadísticas que reflejaban que el empleo de las mujeres alemanas había sido mucho mayor durante la Primera Guerra Mundial que ahora; me enseñaron fotografías de la salida de los obreros de la misma fábrica de municiones en 1918 y en 1942: en las primeras se veían sobre todo mujeres, en las segundas casi sólo hombres. Las ilustraciones de revistas británicas y americanas me demostraron que en estos países el número de mujeres empleadas en las fábricas de armamento era mucho mayor que en el nuestro.
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Cuando, a comienzos de abril de 1942, pedí a Sauckel que incorporara a la mujer alemana a la producción de armamento, me respondió sin ambages que era de su exclusiva competencia elegir a los obreros, distribuirlos y decidir de dónde sacarlos. Además, como jefe regional dependía directamente de Hitler. No obstante, al final me propuso dejar la decisión en manos de Göring, en su calidad de responsable del Plan Cuatrienal. Göring se sintió a todas luces halagado con esta entrevista, que volvió a celebrarse en Karinhall. De una amabilidad exagerada con Sauckel, conmigo se mostró significativamente frío. Apenas conseguí exponer mis razones, pues Göring y Sauckel me interrumpían una y otra vez. El principal argumento de Sauckel era el riesgo de degeneración moral de la mujer alemana a causa del trabajo en las fábricas. Eso podía afectar no sólo a su «vida anímica», sino también a su capacidad reproductora. Aunque Göring aprobó con firmeza sus explicaciones, en cuanto acabó la reunión, y sin que yo lo supiera, Sauckel solicitó, para ir del todo sobre seguro, la conformidad de Hitler.

Era el primer golpe contra mi posición, que hasta entonces se había tenido por inatacable. Sauckel comunicó su victoria a sus colegas de la jefatura regional por medio de una proclama en la que anunciaba, entre otras cosas: «Para procurar un alivio sensible al ama de casa alemana, sobre todo a las madres de familia numerosa, y no seguir poniendo en peligro su salud, el
Führer
me ha encargado que incorpore al Reich a unas 400.000 ó 500.000 muchachas selectas, jóvenes y fuertes, procedentes de los territorios orientales».
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Mientras que en 1943 Inglaterra había reducido en dos tercios la cantidad de empleadas domésticas, en Alemania siguió habiendo más o menos las mismas, más de un 1.400.000 hasta el final de la guerra.
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Además, pronto corrió la voz entre la población de que las 500.000 ucranianas se habían destinado sobre todo a resolver la carencia de personal de servicio de los funcionarios del Partido.

La industria de armamentos de los países en guerra dependía de la distribución del acero bruto. Durante la Primera Guerra Mundial, la economía de guerra alemana destinó a este fin el 46'5 % del acero, pero al hacerme cargo del Ministerio comprobé que, en contraste con aquella cifra, entonces sólo se dedicaba a esa partida el 37’5 %.
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Con el fin de aumentar la cantidad de acero destinada a armamento, propuse a Milch que distribuyéramos juntos las materias primas.

Así pues, el 2 de abril volvimos a dirigirnos a Karinhall. Al principio Göring habló prolijamente de los temas más diversos, pero al final se mostró dispuesto a aceptar nuestras ideas sobre el establecimiento de una Central de Planificación dentro del Plan Cuatrienal. Lo impresionó que apareciéramos juntos y preguntó casi con timidez:

—¿Podrían acoger a mi Körner como tercer comisionado? Si no, se pondrá triste.
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La Central de Planificación no tardó en convertirse en el dispositivo más importante de nuestra economía de guerra. En realidad, resultaba incomprensible que no se hubiese creado mucho tiempo atrás un estamento superior para gestionar los distintos programas y establecer las prioridades. Aproximadamente hasta 1939 Göring se había encargado de hacerlo, pero después no hubo nadie capaz de dirimir con autoridad unos problemas cada vez más graves y complicados y compensar su fracaso.
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Aunque el decreto de Göring que creaba la Central de Planificación preveía que él podría adoptar cualquier decisión que creyera necesaria, nunca, tal como yo ya esperaba, se le ocurrió hacerlo, y tampoco nosotros tuvimos ningún motivo para pedírselo.
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Las sesiones de la Central de Planificación tenían lugar en la gran sala de juntas de mi Ministerio y resultaban interminables a causa del gran número de participantes: los ministros y subsecretarios, apoyados por sus correspondientes expertos, solían pelear a brazo tendido para elevar sus cupos. Lo más difícil era que había que asignar a la economía civil lo menos posible, pero en cantidad suficiente para que la producción de armamento no se viera perjudicada por el fallo del resto de ramas productivas o por la falta de abastecimiento de la población.
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Yo me esforzaba por disminuir radicalmente la tasa de bienes de consumo, habida cuenta de que, a principios de 1942, la producción industrial en este sector era sólo un 3 % inferior a la de tiempos de paz. Sin embargo, en 1942 no conseguí reducirla más que un 12%,
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pues a los tres meses Hitler ya lamentaba su decisión de «desplazar la producción hacia la de armamentos», y el 28-29 de junio de 1942 estableció que «había que reemprender la fabricación de productos para el abastecimiento general de la población civil». Protesté alegando que «tal consigna incitaría a una renovada resistencia contra la línea actual a todos aquellos que hasta ahora han mostrado su desagrado hacia la prioridad de los armamentos en la industria»,
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palabras con las que atacaba sin ambages a los funcionarios del Partido. Pero mis objeciones no hallaron ningún eco en Hitler.

Una vez más, mi intención de implantar una economía de guerra total había fracasado por culpa de las vacilaciones de Hitler.

El aumento de la producción de armamentos no sólo exigía más obreros y materias primas; también el transporte por ferrocarril tenía que estar a la altura de las nuevas exigencias, a pesar de que el tráfico ferroviario aún no se había recuperado de la catástrofe derivada del invierno ruso. En el territorio del Reich había largas filas de trenes que no podían llegar a su destino, y muchos convoyes con material imprescindible para el armamento sufrían retrasos intolerables.

El 5 de marzo de 1942, el doctor Julius Dorpmüller, nuestro ministro de Transportes, un hombre ágil a pesar de sus setenta y tres años, me acompañó al cuartel general con objeto de exponer a Hitler el problema del transporte. Le expliqué lo del caos ferroviario, pero como Dorpmüller sólo me apoyó con reservas, Hitler, como siempre, eligió la interpretación más optimista y demoró decidirse sobre un asunto tan importante diciendo que «las repercusiones seguramente no serán tan graves como las ve Speer».

Quince días después, Hitler accedió a mi insistente petición de nombrar a un funcionario joven para suceder al actual subsecretario del Ministerio de Transportes, que ya tenía sesenta y cinco años. Pero Dorpmüller defendía un punto de vista muy distinto:

—¿Que mi subsecretario es demasiado viejo? —dijo cuando le transmití esta resolución—. ¡Pero si es un jovenzuelo! En 1922, cuando yo era presidente de una sección de los Ferrocarriles del Reich, acababa de empezar como consejero…

Y consiguió suspender el nombramiento.

Sin embargo, ocho semanas después, el 21 de mayo de 1942, Dorpmüller no tuvo otro remedio que explicarme:

—Los Ferrocarriles del Reich disponen de tan pocas locomotoras y vagones en territorio alemán que no pueden garantizar ni siquiera los transportes más apremiantes.

Según decía en mi Crónica, estas palabras de Dorpmüller «equivalían a una declaración de quiebra de los Ferrocarriles del Reich». Aquel mismo día el ministro me ofreció un puesto como director absoluto de transportes, pero lo rehusé.
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Dos días después, Hitler me pidió que le presentara al doctor Ganzenmüller, un joven consejero del ferrocarril que durante el último invierno había conseguido restablecer el tráfico ferroviario en una parte de Rusia (en el trayecto de Minsk a Smolensk). Hitler estaba impresionado:

—Me gusta este hombre. Voy a nombrarlo subsecretario enseguida. —A mi objeción de si no habría que consultarlo con Dorpmüller, Hitler contestó: —¡De ningún modo! Ni Dorpmüller ni Ganzenmüller han de enterarse. En el cuartel general los citaré sólo a usted, señor Speer, y a su hombre. El ministro de Transportes vendrá por separado.

Por disposición de Hitler, Ganzenmüller y Dorpmüller fueron alojados en distintos barracones del cuartel general, por lo que el doctor Ganzenmüller no sospechaba nada cuando entró en el despacho de Hitler sin su ministro de Transportes. Un acta extendida aquel mismo día recoge las manifestaciones de Hitler:

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