Albert Speer (48 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Así pues, las raciones de comida en Stalingrado tuvieron que reducirse todavía más. En el casino del Estado Mayor, Zeitzler se hacía servir ostentosamente las mismas raciones que comían los soldados en el frente, y adelgazó a ojos vistas. Al cabo de unos días, Hitler le dijo que consideraba inadecuado que el jefe del Estado Mayor del Ejército desgastara los nervios de todos con tales demostraciones de solidaridad y que debía proceder de inmediato a alimentarse bien. A cambio, Hitler prohibió durante algunas semanas que se sirviera champaña o coñac. El ambiente era cada vez más opresivo; las caras se convertían en máscaras rígidas y muchas veces permanecíamos juntos sin decir nada. Nadie quería hablar del gradual hundimiento de un ejército que pocos meses antes aún era victorioso.

Pero Hitler siguió sintiéndose confiado, incluso del 2 al 7 de enero, cuando volví a visitar el cuartel general dos semanas después del fracaso de la contraofensiva con la que había esperado forzar el cerco de Stalingrado y llegar con refuerzos hasta las tropas que estaban sucumbiendo. Quizá, si se adoptaba la decisión de abandonar el cerco, aún quedara una pequeña esperanza.

Uno de esos días presencié, en la habitación que había junto a la sala de reuniones, cómo Zeitzler prácticamente suplicaba a Keitel que lo apoyara ante Hitler para que diera la orden de retirada. Insistió en que era la última oportunidad de evitar una terrible catástrofe. Keitel le dio la razón y le prometió que le prestaría su ayuda, pero durante la reunión, cuando Hitler insistió en la necesidad de no abandonar Stalingrado, Keitel se dirigió emocionado a él y, señalando en el mapa el pequeño resto de la ciudad destruida, rodeada por gruesos círculos rojos, exclamó:

—¡
Mein Führer
, esto lo conservaremos!

En aquella situación desesperada, el 15 de enero de 1943 Hitler dio al mariscal Milch un poder especial que lo facultaba para adoptar, tanto respecto a la aviación militar como a la civil, todas las medidas que considerara necesarias para el abastecimiento de Stalingrado sin la intervención de Göring.
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Yo llamé a Milch por teléfono varias veces porque me había prometido salvar a mi hermano, que estaba con los sitiados. Sin embargo, dada la confusión general, fue imposible localizarlo. Nos llegaban cartas desesperadas: tenía ictericia y las extremidades inflamadas y lo habían llevado a la enfermería, pero no pudo soportar quedarse allí y se reunió a rastras con sus camaradas en el puesto de observación de artillería. No volvimos a saber nada de él. A cientos de miles de familias les ocurrió lo mismo que a mis padres y a mí, y siguieron recibiendo cartas por vía aérea desde la ciudad durante un tiempo, antes de que todo terminara.
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Hitler nunca dijo ni una palabra sobre aquella catástrofe, cuyos únicos responsables eran Göring y él. Por el contrario, ordenó que se creara enseguida un nuevo VI Ejército con el que recuperar la gloria del que había desaparecido.

CAPÍTULO XVIII

INTRIGAS

En invierno de 1942, durante la crisis de Stalingrado, Bormann, Keitel y Lammers acordaron estrechar el círculo que rodeaba a Hitler. Las disposiciones que tuviera que firmar el jefe del Estado sólo podrían serle presentadas a través de uno de ellos tres, con el fin de frenar la confusión que creaba la irreflexiva firma de decretos contradictorios. A Hitler le bastaba con saber que la última decisión sería suya. En el futuro, las distintas peticiones debían ser «previamente esclarecidas» por este comité de tres hombres. Hitler confiaba en recibir información objetiva y en que se trabajara de forma imparcial.

El triunvirato se repartía las distintas esferas. Keitel, que debía ocuparse de las disposiciones relacionadas con la Wehrmacht, fracasó desde el mismo comienzo, pues los comandantes en jefe de la Luftwaffe y la Marina se negaron enérgicamente a someterse a su tutela. Los asuntos que tuvieran que ver con los Ministerios, las cuestiones de derecho político y los asuntos administrativos debían pasar por las manos de Lammers, quien con el tiempo tuvo que ir dejando estas cuestiones en manos de Bormann, pues este no le daba ocasión de hablar con Hitler con la frecuencia necesaria. En cuanto al propio Bormann, se había reservado la exposición de lo que tuviera que ver con la política interior, para lo que no sólo le faltaba inteligencia, sino también contacto con el mundo exterior. Hacía más de ocho años que era la sombra permanente de Hitler; jamás se había atrevido a emprender viajes oficiales de cierta duración o a tomarse unas vacaciones, temiendo que su influencia disminuyera. Desde la época en que estuvo a las órdenes de Hess sabía que los lugartenientes ambiciosos constituían un peligro. Además, Hitler tendía a encomendar alguna misión a los segundos en cuanto le eran presentados, y los trataba como si pertenecieran a su plana mayor. Esta peculiaridad no se debía tan sólo a su afán de dividir el poder, sino que también le gustaba ver caras nuevas y ponerlas a prueba. Para evitar una competencia semejante en su propia casa, más de un ministro cauteloso evitaba nombrar a un lugarteniente inteligente y enérgico.

La intención de cercar a Hitler, filtrar sus fuentes de información y mantener su poder bajo control habría podido alterar el principio de «gobierno de un solo hombre» de Hitler si los miembros del triunvirato hubiesen tenido iniciativa, imaginación y sentido de la responsabilidad. Sin embargo, educados para actuar siempre en nombre de Hitler, dependían como esclavos de su voluntad. Por lo demás, Hitler pronto dejó de atenerse a este arreglo, que se le hizo molesto y que, además, era contrario a su naturaleza. Con todo, resulta comprensible que aquel círculo irritara y debilitara a quienes se encontraban fuera de él.

En realidad, sólo Bormann consiguió una posición clave que podía resultar peligrosa para los altos jefes del Partido. Respaldado por la aquiescencia de Hitler, Bormann decidía qué civil tendría una audiencia con él; o, mejor dicho, cuál no la tendría. Casi ningún ministro, jefe nacional o regional podía acceder a Hitler; todos exponían sus problemas a través de Bormann. Este trabajaba con gran rapidez, y por lo general el ministro interesado recibía en pocos días una respuesta escrita que, de otro modo, habría tenido que esperar durante meses. Yo constituía una excepción. Como mi jurisdicción era militar, podía ver a Hitler siempre que quería. Eran sus asistentes militares quienes fijaban la fecha de mis audiencias.

A veces, después de mis entrevistas con Hitler, Bormann entraba en el gabinete con sus expedientes tras ser anunciado de manera informal por el asistente de servicio. Exponía en pocas palabras, de forma monótona y aparentemente objetiva, el contenido de los memorándum que había recibido, y acto seguido proponía la solución. Hitler solía limitarse a asentir con un breve «de acuerdo». Estas dos palabras bastaban a Bormann para ejecutar instrucciones de gran complejidad, incluso cuando Hitler se había expresado de una forma que no comprometía a nada. De esta manera, bastaba media hora de trabajo para adoptar diez o más resoluciones importantes. De hecho, era Bormann quien llevaba la dirección de los asuntos internos del Reich. Unos meses más tarde, el 12 de abril de 1943, Bormann consiguió que Hitler firmara un escrito de apariencia irrelevante: fue nombrado «secretario del
Führer
». Mientras que hasta entonces, en un sentido estricto, su autoridad debería haberse limitado a los asuntos del Partido, su nueva posición lo facultaba para actuar oficialmente en cualquier campo.

• • •

Después de mis primeros grandes éxitos en la producción de armamento, el enojo que Goebbels me había mostrado tras su
affaire
con Lida Baarova fue sustituido por la benevolencia. En verano de 1942 le pedí que empleara en mi favor su aparato de propaganda: los noticiarios semanales, las revistas ilustradas y los periódicos fueron instados a hacer reportajes que acrecentaron mi prestigio. Un gesto del Ministerio de Propaganda me había convertido en una de las personalidades más conocidas del Reich, lo que ayudaba a mis colaboradores en sus roces cotidianos con los departamentos estatales y del Partido.

Sería erróneo pensar que el fanatismo rutinario de los discursos de Goebbels procedía de un hombre de sangre ardiente y de gran temperamento. En realidad era un trabajador eficiente, de una exactitud minuciosa en la ejecución de sus ideas, pero que no por ello perdía la visión de conjunto. Tenía el don de aislar los problemas de las circunstancias que los rodeaban, por lo que estaba en situación —así me lo parecía entonces— de formarse un juicio objetivo. Esta impresión no sólo me la transmitía su cinismo, sino también el trasfondo lógico de sus ideas, en el que se traslucía su formación universitaria. Sólo ante Hitler se mostraba extremadamente cohibido.

Goebbels no había manifestado ambición alguna en la primera fase de la guerra. Al contrario, ya en 1940 había declarado tener intención de dedicarse a sus diversas aficiones privadas después de la victoria final, ya que entonces sería la siguiente generación la que debería encargarse de todo.

En diciembre de 1942, la catastrófica situación lo llevó a invitar con frecuencia a tres de sus colegas: Walter Funk, Robert Ley y yo. Una típica elección suya, pues los tres éramos hombres de cumplida formación universitaria.

Stalingrado nos había conmocionado; no sólo por la tragedia ocurrida al VI Ejército, sino por la pregunta de cómo había podido producirse aquella catástrofe bajo el mando de Hitler. Hasta entonces, cada derrota se había visto compensada por una victoria que hacía olvidar todos los errores, pérdidas o fracasos, pero ahora habíamos sufrido por primera vez una derrota absoluta.

Durante una de las conversaciones que mantuvimos a comienzos de 1943, Goebbels opinó que los grandes éxitos militares obtenidos al principio de la guerra nos habían permitido no adoptar más que medidas parciales en el interior del país y creer que podíamos seguir victoriosos sin mayores esfuerzos. Los ingleses, en cambio, habían tenido más suerte, pues la derrota de Dunkerque, ocurrida en los primeros momentos de la guerra, les había permitido justificar una limitación radical de las exigencias civiles. ¡Stalingrado era nuestro Dunkerque! La guerra ya no se podía ganar limitándonos a mantener el buen humor de la población.

Para apoyar esta opinión, Goebbels se remitía a los informes que le facilitaba su ramificadísimo aparato, que hablaban de la inquietud y desaliento de la gente. Esta exigía la renuncia a todos los lujos de los que no pudiera beneficiarse también el pueblo. Por otra parte, no sólo se percibía una gran disposición a someterse a los más arduos esfuerzos, sino que las restricciones perceptibles eran necesarias para que el pueblo volviera a confiar en sus mandos.

También la producción de armamentos requería grandes sacrificios. Hitler no sólo exigía que aquella siguiera en aumento, sino también que, para compensar las espantosas pérdidas sufridas en el frente oriental, se incorporaran a la Wehrmacht 800.000 jóvenes,
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lo que comportaría una reducción de la plantilla de trabajadores y haría mayores las dificultades que ya afrontaban las fábricas.

Por otra parte, los ataques aéreos demostraron que la vida proseguía con normalidad en las ciudades más afectadas. Es más, la recaudación de impuestos apenas disminuyó a pesar de que los bombardeos destruyeron todos los documentos de la Hacienda pública. Basándome en el sistema de autorresponsabilización de la industria, propuse confiar en la gente en vez de desconfiar de ella, lo que nos permitiría reducir el número de oficinas administrativas y de inspección, en las que trabajaban casi tres millones de personas. Se discutieron planes para que los contribuyentes estimaran ellos mismos sus impuestos, por ejemplo estableciéndolos en un porcentaje fijo del salario. Dado que la guerra consumía mensualmente miles de millones de marcos, ¿qué importancia —argumentábamos Goebbels y yo— tenía que la falta de honradez de algunos individuos pudiera sustraer al Estado cien millones más o menos?

Aún causó más revuelo mi propuesta de equiparar la jornada laboral de todos los funcionarios a la de los trabajadores de la industria armamentista, con lo que unos 200.000 empleados de la administración podrían dedicarse a producir armamento. Además, pretendía liberar a otros cien mil reduciendo drásticamente el nivel de vida de las clases superiores. En aquellos días expuse con extraordinaria dureza, en una sesión de la Central de Planificación, las consecuencias de mis radicales iniciativas:

—Hablando en plata, estas propuestas significan que mientras dure la guerra, y aunque dure mucho, vamos a proletarizarnos.
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Hoy me satisface no haber logrado imponerme: en caso contrario, en los primeros meses de la posguerra Alemania habría tenido que enfrentarse también a una economía nacional debilitada y a una Administración desorganizada. Pero también estoy convencido de que en Inglaterra, por ejemplo —en la misma situación—, estas ideas habrían sido llevadas a la práctica de forma consecuente.

• • •

Hitler había dado una aprobación más bien vacilante a nuestro plan para simplificar la Administración, restringir el consumo y limitar las actividades culturales. Sin embargo, mi intento de que esta misión fuera encomendada a Goebbels fracasó gracias al siempre vigilante Bormann, que temía un aumento de poder de su ambicioso rival, y se nombró para ello al doctor Lammers, aliado suyo en el triunvirato, que era un funcionario sin iniciativa ni imaginación al que se le ponían los pelos de punta ante semejante desprecio por la burocracia, a sus ojos imprescindible.

Fue también Lammers quien sustituyó a Hitler en la presidencia de las sesiones del Gabinete, que volvieron a celebrarse a partir de enero de 1943. No se convocaba a ellas a todos los miembros del Gobierno, sino sólo a los que tenían que ver con el orden del día. El lugar en que se celebraban, la sala de sesiones del gabinete del Reich, demostraba bien a las claras el poder que había conseguido, o se había atribuido, el triunvirato.

Las sesiones eran muy controvertidas: Goebbels y Funk apoyaban mis ideas radicales, mientras que el ministro del Interior Frick y el propio Lammers formulaban los reparos que eran de esperar. Sauckel declaró sin más que él podía proporcionar tantos trabajadores como se le pidieran, así como especialistas extranjeros.
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Ni siquiera cuando Goebbels reclamó que los dirigentes del Partido renunciaran a su nivel de vida, de lujo casi ilimitado, consiguió cambiar nada. Y Eva Braun, de ordinario tan reservada, hizo actuar a Hitler cuando oyó decir que se quería prohibir que las mujeres se hicieran la permanente y paralizar la producción de cosméticos. Hitler enseguida se sintió inseguro: recomendó que, en lugar de la prohibición absoluta, se procediera a una discreta «interrupción del suministro de tintes para el cabello y otros productos de belleza», así como a la «paralización de las reparaciones de los aparatos utilizados para hacer la permanente».
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