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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (46 page)

BOOK: Alas negras
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—Comprendo —asintió Lekaiel sin alzar la voz—. La lealtad y el valor de Ubanaziel están fuera de toda duda, Ahriel. Lo que aquí juzgamos es tu comportamiento, y las consecuencias que éste ha tenido para todos nosotros.

—Lo sé —dijo ella solamente—. Y yo ya he explicado las razones de mis actos, y las circunstancias que me llevaron a cometerlos. Ahora sois vosotros quienes debéis decidir si hubo o no maldad en ellos.

Su mirada, limpia y serena por primera vez en mucho tiempo, recorrió los rostros de los Consejeros. Detectó que no sabían qué pensar. Había partes de aquella historia que les inspiraban un horror indecible, mientras que otras los movían a compasión o, incluso, admiración hacia los protagonistas de aquellos terribles episodios. Cierto; la inconsciencia de Ahriel había estado a punto de provocar la destrucción total del mundo a manos de los demonios. Pero habían sido ellos, y no el ángel, quienes habían orquestado todo aquel plan, con la aquiescencia de Marla y de Shalorak. Y el gran Ubanaziel había luchado codo con codo junto a Ahriel para arreglar aquello. ¿Debía ser tratada ella como una criminal cualquiera, pese a las terribles consecuencias que habían tenido sus actos?

Ahriel leyó la duda en sus rostros, y una llamita de esperanza iluminó su corazón. Al entregarse al Consejo poco antes de la batalla había creído sinceramente que no le importaba ser ejecutada, porque no quedaba nada por lo que vivir. Pero ahora que acababa de recuperar a su hijo, no estaba dispuesta a abandonarlo tan fácilmente. No sin luchar.

Lekaiel pareció leer aquella nota de desafío y deseos de vivir en su mirada, porque comentó:

—Resulta duro pensar que pudiera caber tanta maldad en un corazón humano... y tan joven.

Estaba recordando a todos que, en realidad, todo aquello había sido iniciado por Marla, y no por Ahriel. Ella se lo agradeció con la mirada, pero entendió muy bien qué era lo que se esperaba que respondiera.

—Una muchacha humana resulta una presa fácil de corromper para un demonio experimentado —dijo—. Como bien has señalado, Marla era muy joven. La tentó el poder que le ofrecían los magos negros. Y posiblemente yo la presionara demasiado. Traté de seguir el código angélico en todo momento... pero no todos los humanos están preparados para actuar como lo haría un ángel. Ni siquiera los reyes.

Lekaiel entornó los ojos, y Ahriel entendió que había cometido un error dudando del método utilizado por los ángeles para educar a los futuros gobernantes humanos. Pero no rectificó.

—Me encariñé con ella —confesó en voz baja—. Quizá no debí hacerlo, pero no pude evitarlo. O tal vez, si me hubiese mostrado con ella menos estricta, más comprensiva, más...

—... ¿humana? —dejó caer Lekaiel. Ahriel respiró hondo.

—No pretendía insinuar...

—No importa lo que pretendieras insinuar, Ahriel. Actuaste con Marla tal y como se te enseñó a hacerlo y, pese a ello, no funcionó. Es lógico que dudes de que nuestro método sea el correcto. Sin embargo, olvidas que los humanos poseen libre albedrío y que fue ella quien decidió apartarse de la senda del Equilibrio. Voluntariamente. Por muy mal que realizaras tu trabajo de educadora, en ningún momento la arrojaste a los brazos de esa secta ni la obligaste a experimentar con magia negra, según hemos entendido todos.

—Entonces, ¿por qué ha sucedido todo esto? —replicó Ahriel, sin poderse contener; su pregunta poseía un tono de angustia, de genuina perplejidad, que no le pasó desapercibido a nadie—. ¿Cómo es posible que una muchacha que lo tenía todo para ser feliz se torciera de tal manera?

Hubo un largo y pesado silencio.

—Es el misterio de los humanos —respondió Lekaiel, con cierta dulzura—. Especialmente, de los humanos jóvenes. Un enigma que quizá nunca lleguemos a resolver del todo.

—Pero Ubanaziel ha caído —les recordó Radiel, con severidad—. Y con él, miles de humanos y ángeles, bajo la furia y la maldad de las hordas del infierno. ¿Pretendes decir que no ha sido culpa de Ahriel?

—Yo no recuerdo haberla visto pelear junto a los demonios —hizo notar Lekaiel fríamente—. Cosa que, por lo que parece, sí hizo Naradel, a quien todos vosotros recordaréis como un ángel intachable... antes de su triste y lamentable caída.

—Naradel sufrió tormentos indecibles en el infierno...

—Y Ahriel en Gorlian —intervino Didanel, inesperadamente—. Pero ella no pactó con los demonios para destruirnos, sino que luchó a nuestro lado hasta el final.

—Siempre que sea cierta esa absurda historia que nos ha contado —añadió Adenael, ceñudo.

—Es cierta —cortó Lekaiel—. Ahriel no nos ha mentido.

—Si aún dudas, puedes ir tú mismo al infierno para comprobarlo —lo retó ella, burlona; pero recompuso su gesto para añadir, con irritada seriedad—. Puedo soportar que se dude de lo que he relatado acerca de mis experiencias en Gorlian, incluso acerca de lo sucedido en la Fortaleza. Pero lo que Ubanaziel tuvo que afrontar en el infierno fue duro, muy duro; mucho más terrible de lo que cualquiera de vosotros sería capaz de imaginar. Y no pienso permitir que se mancille su memoria restando importancia a su lucha y su sacrificio.

—Ahriel... —la reconvino Radiel; no se atrevió a decir nada más, sin embargo, porque aquella tarea correspondía a Lekaiel.

Pero la líder del Consejo no dijo nada. Se limitó a inclinar la cabeza en un gesto de comprensión.

Ahriel se relajó y dejó caer los hombros y las alas, en señal de sumisión. No quedaba mucho más que decir, en realidad. Sólo restaba esperar a la decisión del Consejo. No se atrevió a mirar a Zor, que escuchaba, con atención, sentado en un rincón.

—Debemos deliberar —anunció Lekaiel—. Dejadnos a solas.

Ahriel y Zor se despidieron con un gesto de respeto y salieron de la sala.

Los Consejeros tardaron unos instantes en romper el silencio.

—Antes de escuchar su historia —dijo Lekaiel—, y en vistas del desastre que ha azotado no sólo nuestra ciudad, sino medio mundo humano, parecía claro que Ahriel debía ser condenada a muerte. Sin embargo, se le ha dado la oportunidad de explicarse y de compartir con nosotros todo lo que no sabíamos acerca de lo acontecido en los últimos días. Recordemos que Ubanaziel no se halla entre nosotros, y que su testimonio habría resultado esclarecedor en todo este asunto, así que os rogaría a todos, Consejeros, que penséis en él, en lo que diría de encontrarse aquí, en cuál sería su opinión, antes de tomar una decisión. Y, hablando de tomar decisiones, dado que ahora somos sólo siete, me tomaré la libertad, contra mi costumbre, de intervenir en la votación para evitar un hipotético empate.

Los demás asintieron, conformes. Lekaiel les dio un largo rato para reflexionar; las miradas de algunos de ellos se desviaron, inevitablemente, hacia la cúpula destrozada, por la que se colaba un amplio haz de luz solar, o hacia las resquebrajadas baldosas de mármol del suelo, donde, después de la batalla acontecida días atrás, habían encontrado el cuerpo decapitado de Furlaag. Había sido una experiencia de la que los ángeles no se recuperarían fácilmente, se dijo Lekaiel. Los humanos tenían vidas fugaces y su memoria era corta, pero los ángeles recordarían aquello durante siglos. Reprimió un suspiro de pesar y dijo, por fin:

—Ha llegado la hora de tomar una decisión, Consejeros.

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó Zor, con inquietud.

—No lo sé —murmuró Ahriel—. Es un asunto demasiado serio, y está claro que necesitan un cabeza de turco. Ni Marla, ni Shalorak ni Furlaag pueden responder ya ante ellos, y no niego que yo no he sido una simple espectadora en todo esto, así que...

Zor no respondió. Aún no sabía qué pensar con respecto a su madre. Había pasado toda su vida sin ella y todavía no estaba seguro de necesitarla a su lado, y mucho menos, de quererla. Lo había impactado profundamente la historia que acababa de contar en aquella sala, y creía que se merecía otra oportunidad. Pero eso no implicaba que le hiciese una especial ilusión compartir su vida con ella.

Ahriel malinterpretó su aire alicaído.

—No te preocupes, Zor —le dijo, con una alentadora sonrisa—. Lo que el Consejo tiene contra mí no tiene por qué afectarte para nada. Es cierto que los ángeles no ven con buenos ojos a los mestizos, pero aun así, si ocurriera lo peor, ellos se encargarán de ti. Aunque parece muy severa, Lekaiel es sensata y se ocupará de que estés bien en Aleian...

—¡Pero yo no quiero quedarme aquí! —replicó el muchacho; ante la mirada atónita de Ahriel, explicó—. No me habría importado si hubiese estado Ubanaziel... Él me caía bien. No sólo se portó bien conmigo, sino también con mis amigos, con Mac y con Cosa. Y no creas que eso es tan fácil —añadió, lanzándole una mirada retadora—. La mayoría de la gente es incapaz de tratar a Cosa como a una persona.

Ahriel titubeó. También ella había reaccionado mal al ver al engendro. Había pasado suficiente tiempo en Gorlian como para desconfiar de aquellas criaturas, pero al enterarse de que Cosa y Zor eran amigos, y que ella le había salvado la vida al muchacho en varias ocasiones, había tratado de mirarla con otros ojos. Y, aunque no habían tenido mucho tiempo para intimar, empezaba a apreciar a aquella grotesca y desdichada criatura.

—Yo no permitiré que nadie le haga daño, Zor —le prometió.

—¿Y cómo vas a hacerlo si te matan? —replicó él, con cierto rencor. Ahriel no se lo reprochó. Había desaparecido de su vida demasiado tiempo como para pretender que el chico encajara ahora su regreso con total facilidad.

—Yo espero que el Consejo sea benevolente —murmuró; alzó la cabeza para mirar a Zor cuando dijo—: No estoy preparada para dejarte atrás otra vez.

Zor no supo qué decir. Desvió la mirada, incómodo, y a Ahriel tampoco se le ocurrió qué añadir para aliviar la tensión.

Afortunadamente, en aquel momento se abrió la gran puerta que llevaba a la Sala del Consejo. Lo habitual era que los mandaran llamar para presentarse de nuevo ante los Consejeros, pero aquella vez no los hicieron entrar. La propia Lekaiel estaba en la puerta.

—Ahriel —dijo, y algo en su tono de voz encendió de nuevo la llama de la esperanza en el corazón de la interpelada—. El Consejo ya ha votado.

—¿Y? —preguntó Zor, inquieto.

Lekaiel le dirigió una leve sonrisa.

—No serás ejecutada —respondió, volviendo la mirada hacia Ahriel—. Pero el Consejo ha decidido desterrarte de Aleian de por vida, porque has demostrado ser un peligro para todos nosotros...

—¡Hurra! —exclamó Zor, sin poderse contener.

Lekaiel le lanzó una mirada severa y continuó:

—Tampoco volverás a ocuparte de la educación de ningún humano, y, por descontado, jamás serás generala de escuadra, por buena guerrera que llegues a ser, ni tampoco miembro del Consejo, por muchos méritos que acumules.

Ahriel inclinó la cabeza.

—Lo comprendo —dijo—. Y acato la decisión del Consejo. Me habría gustado pagar mi deuda de alguna otra manera... ayudando a la reconstrucción de la ciudad, por ejemplo... Pero, si habéis decidido que debo partir...

—De inmediato —asintió Lekaiel—. Si queda alguien en la ciudad de quien desees despedirte...

Muchos de los ángeles a los que Ahriel había conocido antes de ser tutora de Marla habían muerto en la batalla. Quedaban algunos supervivientes pero, por alguna razón, en aquel momento sólo pensó en Ubanaziel, y en lo mucho que tanto ella como Zor lo iban a echar de menos.

—No —concluyó—. Gracias, Lekaiel.

Ella le correspondió con un leve asentimiento.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó.

Ahriel dirigió una breve mirada a Zor.

—Primero, regresaremos a Saria —respondió—. Allí, bajo el cuidado de la reina Kiara, hemos dejado a Cosa y al Loco Mac... a Karmac, así es como se hace llamar ahora... Después, nos marcharemos lejos. Somos rarezas, criaturas demasiado extrañas como para encajar en cualquier lugar civilizado, y mucho menos en Aleian. Gorlian produce ese extraño efecto en la gente —añadió, con una amarga sonrisa—. Mancha de barro nuestras ropas y de oscuridad nuestras almas, y nos marca para siempre. Pero, por fortuna, nosotros no estamos solos. Encontraremos algún lugar tranquilo, donde vivir en paz sin molestar a nadie... lejos de puertas infernales y de malignas esferas de cristal.

Lekaiel le devolvió la sonrisa.

—Tal vez sea lo mejor, Ahriel. Sospecho que, de haber regresado con vida, Ubanaziel habría hablado en vuestro favor, habría tratado de convencer al Consejo de que os permitiera quedaros...

—Pero yo no lo habría aceptado —replicó ella, cruzando otra mirada con Zor—. Mi hijo no se habría sentido nunca a gusto aquí, y me temo que yo tampoco. Y no podemos abandonar a Cosa a su suerte. No sobreviviría en el mundo de los humanos, que, en ciertos aspectos, puede llegar a ser un lugar mucho más cruel que Gorlian. Cuidaremos de ella, vayamos a donde vayamos. Ya ha sufrido bastante —percibió la sonrisa de agradecimiento de Zor, y tuvo la certeza de que estaba haciendo lo correcto—. Iremos al norte —añadió—. Allí no vive mucha gente, y hay zonas boscosas donde estaremos bien. Probablemente Karmac prefiera una población grande, pero nosotros nos conformamos con bastante menos. Para quienes han habitado en Gorlian, cualquier lugar, por inhóspito que sea, resulta toda una bendición, si se puede crear en él un hogar para vivir en paz.

—¿Es eso lo que pides? ¿Un hogar para vivir en paz?

—Sí —respondió ella con sencillez—. Sin demonios, sin magos negros, sin engendros... bueno, quizá con un solo engendro amable... sin guerras y sin problemas. Creo que así conseguiremos ser felices.

Lekaiel sonrió otra vez.

—No lo dudo —dijo—. Pero tú, muchacho —añadió, dirigiéndose a Zor—, no estás desterrado. Sabes cómo llegar hasta Aleian y siempre serás bienvenido. Si prefieres quedarte...

—Muchas gracias —cortó él—, pero creo que prefiero irme con mi madre y con Cosa.

Ahriel trató de disimularlo, pero Lekaiel detectó fácilmente que su rostro resplandecía de felicidad.

—Buen vuelo, pues —se despidió—. Y que la Luz y el Equilibrio nunca os abandonen. Todos hemos perdido mucho en esta guerra, pero vuestras penalidades se remontan a mucho más atrás. Merecéis esa paz que tanto anheláis, y no me cabe duda de que la encontraréis.

—Gracias, Consejera —sonrió Ahriel.

Aquella tarde, Ahriel y Zor abandonaron Aleian, sobrevolando juntos el eterno manto de nubes que se extendía a los pies de la ciudad de los ángeles. Los demonios habían causado muchos destrozos, y la perla de las montañas tardaría mucho tiempo en recuperar el esplendor de antaño, pero lo haría, a Ahriel no le cabía duda. Pensó que ella no estaría allí para verlo, y lo lamentó. Se volvió, sólo un momento, para contemplar por última vez los blancos tejados de Aleian, y recordó todo lo que había perdido: su vida, su gente... Bran... Marla... Ubanaziel... Pero se esforzó por no mirar atrás y pensar, por el bien de su hijo, en la vida que los aguardaba.

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