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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (45 page)

BOOK: Alas negras
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—¡Dejadla en paz! —les espetó—. ¡Ella no os ha hecho nada malo! ¿Por qué la atacáis?

El chico estaba totalmente desarmado, por lo que, a pesar de su aspecto desastrado, ninguno de los caballeros cargó contra él.

—Quita de ahí, muchacho, si no quieres sufrir daño —gruñó uno.

Pero el joven irguió las alas todavía más y dio un paso atrás, abriendo los brazos en ademán de protección.

—No la tocaréis —les advirtió—. Es mi amiga, y no ha hecho daño a nadie.

—¿Qué está sucediendo aquí? —se oyó entonces una voz femenina tras los guerreros. Ellos abrieron paso a su reina, y Kiara avanzó entre ellos. Cuando vio al chico, sus alas y su aspecto salvaje, comprendió muchas cosas de golpe.

—¡Por todos los...! —exclamó—. ¡Bajad las armas, bajad las armas! ¡Es el hijo de Ahriel!

—¿El hijo de quién, mi señora?

—¡Del ángel que me salvó! —dirigió una intensa mirada al muchacho alado y le dijo, con la voz temblorosa por la emoción—. Tu madre me protegió en Gorlian, me salvó la vida en Vol-Garios y después me devolvió mi reino. Estaré en deuda con ella para siempre, así que lo menos que puedo hacer por ti es darte la oportunidad de explicarte.

—¿Estuviste en Gorlian? —fue todo lo que pudo decir él, atónito; le parecía que Kiara estaba demasiado limpia como para haber salido de aquella esfera de cristal.

—Fue por poco tiempo —confirmó ella, asintiendo—. Escapé de allí con tu madre, pero ella juró que regresaría a buscarte, y veo que lo consiguió —añadió, con una sonrisa; Zor no se molestó en contradecirla—. Y esta criatura, ¿quién es? ¿Por qué la proteges? Ahriel me dijo que todos los engendros son violentos y peligrosos.

El muchacho bajó parcialmente un ala, y todos pudieron ver de nuevo al engendro, que los observaba con una mezcla de miedo, cautela y desafío.

—Es mi amiga —declaró Zor con firmeza—. También a mí me salvó la vida en Gorlian. Juntos hemos ayudado a derrotar a Marla y a Shalorak, y ella ha estado a nuestro lado en todo momento y se ha arriesgado por nosotros. Es buena persona, a pesar de su aspecto —Zor no fue consciente de que Cosa lo contemplaba con arrobado agradecimiento al oírse llamar «persona»—. No merece la muerte, ni tampoco que la persigan para cazarla como a una alimaña.

Y, para dar más fuerza a sus palabras, abrazó al engendro sin titubeos, gesto que provocó una mueca de repugnancia en algunos de los soldados. Otros, por el contrario, tuvieron la decencia de parecer avergonzados.

Kiara sacudió la cabeza, perpleja.

—Pero... vosotros... no entiendo nada. ¿Dónde está Ahriel? ¿Qué hacíais aquí exactamente? ¿Cómo habéis escapado de Gorlian? ¿Qué sabéis acerca de Marla y de los demonios?

—Con mucho gusto os explicaremos lo que haga falta, jovencita —sonó una voz cascada y ligeramente burlona; al alzar la mirada, los sarianos descubrieron a un hombre mugriento y maloliente como un pordiosero, contemplándolos desde lo alto de la escalera—. Si cumplís vuestra palabra y nos dais la oportunidad de explicarnos. Y, de paso —añadió, frunciendo el ceño, reflexivo—, tampoco estaría de más una buena comida, un buen baño y una buena cama... ese tipo de cosas que un pobre diablo como yo, prisionero de Gorlian, podría llevar décadas deseando. Por ejemplo —y se rió como un loco, cosa que le granjeó algunas miradas recelosas.

—También me ocuparé de esto —oyó refunfuñar Kiara a sus espaldas—, pero tendrá que aguardar su turno: estamos preparando el baño para el rey Bargod.

—Algo me dice que estas personas lo necesitan con más urgencia, Kendal —repuso ella con una sonrisa.

Cuandon Ahriel llegó al palacio real de Karish, descubrió, con sorpresa, que estaba ocupado por las fuerzas sarianas. Los soldados habían retirado el cuerpo de Marla del patio de armas, de modo que el ángel no podía saber todavía en qué situación se encontraba su antigua protegida. Entró en el palacio por la puerta principal, alerta, preparada para cualquier eventualidad, pero se relajó un tanto al comprobar que los soldados parecían estar montando una guardia rutinaria.

—¿Qué está pasando aquí? —demandó—. ¿Qué ha sido de Marla y Shalorak?

—¡Ahriel! —la llamó una voz conocida, rebosante de alegría—. ¡Te estábamos esperando!

Kendal avanzaba hacia ella con una amplia sonrisa. Ahriel se relajó del todo.

—Kendal —murmuró, sonriendo a su vez—. ¿Qué hacéis aquí?

—Escapamos por poco de los demonios cerca de Vol-Garios; Kiara... quiero decir, Su Majestad sospechó que Marla podría estar implicada, así que decidió reunir al ejército y venir a ayudar.

—Llévame con ella —pidió Ahriel—. ¿Qué ha sido de Marla? —preguntó, mientras ambos echaban a andar por el corredor— Nos la volvió a jugar en la Fortaleza y...

—Lo sabemos —asintió Kendal—. No debes preocuparte más por ella. Está muerta.

A pesar del alivio que le produjo la noticia, Ahriel no pudo evitar sentir que algo se desgarraba en su interior al escucharla.

—¿Muerta? —sacudió la cabeza, obligándose a no seguir preguntando al respecto—. ¿Y qué ha sido de Shalorak?

—También está muerto. Hemos recuperado el palacio y el rey Bargod está a salvo.

—Menos mal —suspiró Ahriel—. Temía que aún quedara trabajo por hacer.

—Queda mucho trabajo por hacer —puntualizó Kendal—. Los demonios han segado muchas vidas y han destruido buena parte de nuestro mundo. La reconstrucción llevará años enteros, y nunca nos recuperaremos del todo.

—Pero ése es un trabajo para el que los humanos no necesitáis la ayuda de los ángeles —repuso ella con una sonrisa; no mencionó, para no preocuparlo, que también Aleian estaría prácticamente en ruinas a aquellas alturas, y que su gente también había sufrido pérdidas irreparables—. Por eso no me quedaré mucho tiempo. Sin embargo, antes me gustaría despedirme de Kiara y agradecerle su ayuda.

—La encontrarás en las cocinas.

—No es un lugar donde uno esperaría encontrar a una reina.

Kendal le dedicó una amplia sonrisa.

—Tenemos unos invitados muy especiales que no podían esperar más a hincarle el diente a un buen asado —comentó solamente.

El corazón de Ahriel latió más deprisa, pero no se atrevió a preguntar más.

Cuando se acercaban a la cocina oyeron la voz de Kiara, y casi inmediatamente una segunda voz chillona que le replicó:

—¡No estoy chiflado! ¡Te digo, muchachita, que ese fiambre que tenéis arriba, por guapo que parezca, no es menos engendro que nuestra Cosa! ¡Él mismo lo admitió y...!

Se calló de golpe al ver entrar a Ahriel y a Kendal. El ángel dirigió una mirada sorprendida al viejo que discutía con Kiara.

—¿Eres... el Loco Mac? ¿Cómo puede ser? ¡Dijeron que habías muerto!

—¡Ah, no, ya estoy cansado de que me den por muerto! —chilló él—. ¡Desaparecido, como mucho, pero una Reina de la Ciénaga como tú debería ser lo bastante perspicaz como para no dar por muerto a alguien hasta que no se encuentra su cadáver! ¡Aunque haya que buscarlo en las tripas de un engendro!

El Loco Mac siguió refunfuñando, mientras Kiara corría hacia ella con una sonrisa.

—Ahriel, ¡has vuelto! Temíamos que hubieses tenido problemas con Furlaag.

—¿Cómo sabes...? —empezó ella; pero no terminó la frase, puesto que acababa de ver, sentado en un banco con la espalda apoyada en la pared, a un muchacho que trataba de rehuir su mirada.

Zor había disfrutado por primera vez en su vida de un buen baño caliente; en realidad, haría falta alguno más para arrancarle del todo la suciedad acumulada tras toda una vida en Gorlian, pero ahora presentaba un aspecto mucho más limpio, con el cabello más corto y aún húmedo, y ropas de tela suaves y ligeras. Había estado devorando un muslo de pollo, maravillado ante su delicioso sabor, pero lo había dejado a un lado al entrar Ahriel en la habitación.

Ella había reparado en las grandes alas del muchacho, mucho más blancas que antes, y se precipitó hacia él, con el corazón palpitándole con fuerza. Zor retrocedió instintivamente, pero en la cocina no había muchos sitios a dónde ir. De modo que se quedó quieto, en tensión, mientras Ahriel se inclinaba hacia él, con los ojos repletos de ansiedad. Se estremeció cuando el ángel le levantó la barbilla para mirarlo a la cara, y se vio obligado, entonces, a sostener su mirada. Trató que la suya estuviese cargada de hostilidad y desafío, pero a Ahriel aquello no pareció importarle.

—No es posible... —murmuró ella, maravillada; había tanta ternura y alegría en sus palabras que Zor frunció el ceño, desconcertado, y le dirigió una mirada cautelosa—. Te... te pareces tanto a él... —balbució el ángel, y no pudo seguir hablando. Zor, perplejo, vio cómo los duros ojos de la Reina de la Ciénaga se deshacían en lágrimas. Y, antes de que pudiera reaccionar, Ahriel lo abrazó con todas sus fuerzas, con un sollozo de felicidad.

El muchacho estaba tan sorprendido que no trató de desasirse. Ahriel seguía llorando, abrazándolo casi con desesperación, y Zor, tras un titubeo, la abrazó a su vez.

—Perdóname, mi niño... —susurró ella a su oído. Zor recordó entonces que aquélla era la misma persona que lo había abandonado cuando era apenas un bebé. Kiara le había contado que Ahriel había llevado una vida muy dura en Gorlian y probablemente lo habría hecho para evitarle sufrimientos, pero Zor la había escuchado con escepticismo. Sin embargo, en aquel momento, abrazado a Ahriel, que seguía llorando de alegría por haberlo recuperado, el chico se sintió incapaz de seguir guardando rencor.

—Madre... —pudo decir.

Ahriel lo oyó, y se apartó de él para mirarlo a los ojos.

Zor no sabía que ningún ángel era capaz de llorar como su madre lo estaba haciendo, pero, aun así, se sintió conmovido en lo más hondo. Le dedicó una tímida sonrisa, y ella, radiante de felicidad, lo besó en la frente con fervor y volvió a estrecharlo entre sus brazos.

—Mi niño... mi niño... —era lo único que podía decir.

Ni siquiera sabía todavía cómo se llamaba, ni cómo había llegado hasta allí, ni qué había hecho en todos aquellos años en que ella lo había dado por perdido. Era su hijo, y lo había encontrado, y estaba a salvo. Por fin.

Epílogo:
Aurora

—... Y ésta es toda la historia —concluyó Ahriel, a media voz.

Los miembros del Consejo Angélico no dijeron nada. No fueron capaces, al menos, al principio. Aquélla era la primera vez que escuchaban la historia de Ahriel al completo. Los horrores de Gorlian, las acciones que ella había llevado a cabo allí, su relación con Bran, el nacimiento y posterior abandono de Zor, la llegada de Kiara, el regreso al mundo exterior, la traición de Tobin, la invocación al Devastador, la caída de Marla... hasta hacía unos momentos, de todo aquello sólo conocían algunos aspectos generales. Ahora, el relato completo de aquellos acontecimientos había quedado expuesto ante ellos.

Pero la historia no se terminaba allí. Ahriel les había contado también las verdaderas razones de su viaje al infierno, lo que ella y Ubanaziel habían hallado allí, la visita a la Fortaleza, la trampa de Furlaag, su derrota a manos del Guerrero de Ébano, el regreso al infierno y lo que allí había sucedido. A los miembros del Consejo les habría costado creer una palabra de aquella historia de no haber visto con sus propios ojos al muchacho, el hijo de Ahriel, el medio ángel.

Ningún humano había pisado jamás Aleian, la Ciudad de las Nubes, pero a él se le había permitido asistir al juicio de su madre, no sólo debido a su ascendencia angélica, sino también al hecho de haber sido uno de los últimos en hablar con Ubanaziel antes de su último viaje al infierno. Los únicos testigos de lo que había sucedido en la Fortaleza tras la partida de Ahriel eran un hechicero humano medio chiflado, un engendro y el propio Zor. Estaba clara cuál iba a ser la decisión del Consejo al respecto.

Se le había pedido al muchacho, pues, que relatara su historia con sus propias palabras. Así lo había hecho, trabándose y tartamudeando mucho al principio, rojo de vergüenza; había narrado todo lo que le había acontecido en los últimos días, desde la muerte de su abuelo adoptivo, el viejo Dag, hasta su reencuentro con Ahriel en el palacio de Marla. Aquélla era una historia incluso más fantástica que la que había relatado su madre: engendros inteligentes, hechiceros locos, descabellados planes para salvar el mundo... Zor parecía ser consciente de ello a medida que hablaba. Sin embargo, su voz se había hecho más firme al evocar cómo habían escapado de Gorlian y, sobre todo, cómo había conocido a Ubanaziel. Relató, con pasión, con qué valentía y autoridad había asumido el mando el Guerrero de Ébano, cómo los había guiado a todos a través de aquel nido de magos negros y cómo había partido, con serenidad y decisión, a enfrentarse a Furlaag. Su voz se quebró al recordar el momento de la despedida. Entonces no había imaginado que no volverían a verse, y la noticia de su épica muerte en el infierno había supuesto un golpe muy duro para él.

—Me prometió que me enseñaría a leer —concluyó en voz baja—, y a luchar con la espada. Aunque me dijo que el mejor guerrero era aquel que era capaz de mantener la paz sin necesidad de desenvainar un arma.

Ahriel detectó una huella de emoción en los semblantes, habitualmente pétreos, de los miembros del Consejo. Cierto; aquellas palabras eran muy propias de Ubanaziel. Contemplando a su hijo, una vez más, Ahriel recordó cómo se había tomado la muerte del ángel al que tanto admiraba. Había insistido en viajar hasta el infierno para ir a buscarlo, con el argumento de que también a Naradel se lo había dado por muerto. Les había costado mucho convencer a Zor de que era inútil: Ubanaziel había sido consciente en todo momento de lo que se jugaba; había sabido que, si mataba a Naradel para salvar al mundo, él mismo no saldría con vida del infierno. Y Ahriel sospechaba que, después de todo lo que había visto, alguien como Ubanaziel habría preferido morir antes que permitir que los demonios lo cogieran con vida. No; el Guerrero de Ébano estaba muerto. Había caído como un héroe, y Ahriel, independientemente de lo que le sucediera a ella después, estaba dispuesta a luchar para que se lo recordara como a tal.

—Si no hubiese sido por el Consejero Ubanaziel, ninguno de nosotros estaría aquí ahora —dijo en voz baja—. Nos ha salvado a todos; no sólo a los ángeles, sino también a los humanos. Y no sólo Aleian, sino el mundo entero. La razón por la cual lo dejé atrás, aparte de un deseo lógico de reunirme con mi hijo por fin, fue que él me lo pidió. Y que no podía permitir que la verdad sobre Ubanaziel quedara atrapada conmigo en el infierno.

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