Authors: Laura Gallego García
Se levantó, decidida, y se encaminó a la puerta.
—¿A dónde vas?
—Voy a salir de aquí.
—Estás loca. No se puede salir de aquí. —Hizo una pausa y echó un vistazo a las alas de Ahriel—. Aunque tal vez volando...
—Ya no puedo volar —replicó ella secamente—, pero saldré de aquí. Guíame hasta los vigilantes de la prisión.
—No hay vigilantes. Nadie cuida de este lugar. ¿No me has escuchado? Nos arrojan aquí y luego nos olvidan. Pero no se puede escapar. Los límites de Gorlian... no pueden traspasarse. Muchos lo han intentado antes que tú, pero ninguno de ellos lo ha logrado.
—Ellos eran humanos —replicó ella suavemente.
—Ya he visto que tú no lo eres. Pero, ¿qué te hace pensar que eres mejor que nosotros? Te he rescatado ahí fuera, y soy un humano.
—Estaba herida —replicó Ahriel—. Ya no lo estoy. ¿Pueden hacer eso los humanos?
El joven abrió la boca para replicar, pero clavó su mirada en ella y descubrió que todas sus heridas se habían curado espontáneamente. La observó de pies a cabeza mientras ella recorría la estancia con la mirada, buscando ropa de abrigo y algún arma que pudiera servirle.
—Ya sé qué eres —dijo finalmente—. Eres un ángel.
Ahriel no vio la necesidad de responder.
—Y sólo he oído hablar de uno —prosiguió Bran—: el ángel guardián de la reina María. Eres tú, ¿verdad?
Ahriel se volvió hacia él, señalando unas pieles que colgaban de un saliente de la pared.
—¿A qué animal pertenecían?
—A un engendro con dos cabezas mal puestas. Pero, escucha...
Ahriel se apartó de la piel con repugnancia y salió de la chabola sin una palabra. El humano soltó una maldición entre dientes y salió tras ella.
Fuera, la lluvia había amainado, pero el paisaje seguía siendo igual de desolador. Ahriel avanzó decidida. Le costaba creer que María tuviese conocimiento del horrible lugar al que enviaba a sus criminales. Sin duda algunos de ellos merecían tal suerte, pero, como había dicho Bran, otros...
Ahriel sacudió la cabeza. Eran aquellos hombres oscuros, como el individuo que le había colocado el cepo en las alas, ya fuesen nigromantes, monjes tenebrosos o adoradores de las sombras, los que sin duda ejercían una mala influencia sobre su protegida. Y ella, Ahriel, no había sabido verlo a tiempo, pero todavía podía enmendar su error. Tan sólo debía salir de allí, regresar a Karishia, sanear el reino y devolver a María a la senda del bien. Tan sólo...
—Si eres realmente el ángel de la reina María, no serás bien recibida aquí —dijo la voz del humano tras ella.
Ahriel no contestó.
—Tu reina ha arruinado la vida de todos los hombres y mujeres de Gorlian —insistió el joven—. Todos querrán verte muerta.
—No voy a quedarme aquí mucho tiempo. Su interlocutor se encogió de hombros. —Como quieras. Puedo llevarte a los límites de Gorlian para que lo veas por ti misma. Ahriel se volvió hacia él.
—¿Y qué me pides a cambio? Bran sonrió.
—Vas aprendiendo —comentó—. Te lo explicaré: como has podido observar, no soy muy corpulento. Y, sin embargo, llevo ya mucho tiempo aquí. He logrado sobrevivir gracias a mi astucia, y al hecho de que hasta ahora he ido por libre, pero me las he arreglado para que todo el mundo me conozca. Aunque lo cierto es que yo los conozco a todos mejor de lo que ellos se piensan —sonrió—. Me valgo de ello para seguir tirando.
—Ve al grano —dijo Ahriel—. Hablas demasiado.
—Las noticias corren rápido en Gorlian —prosiguió él—. Ya sé que diste una paliza a los chicos de Yuba. Una contra cuatro y saliste ganando. Eso significa, ángel, que tienes problemas. Yuba querrá vengarse y, por otro lado, el Rey de la Ciénaga estará interesado en tenerte controlada. Puede que seas buena, pero no durarás aquí si los tienes a todos contra ti. Lo que te propongo es lo siguiente: yo te enseño a sobrevivir en Gorlian y te llevo hasta los límites de la prisión. Si encuentras una manera de escapar, me llevarás contigo. Si no... digamos, simplemente, que me deberás un favor.
—¿Te basta con eso? ¿Cómo sabes que cumpliré mi parte del trato?
—Sé pocas cosas de los ángeles, pero sí sé que tenéis un alto sentido del honor y del deber —sonrió de nuevo—. Si es cierto todo lo que dicen de vosotros, no me extraña que María se haya deshecho de ti. Lo que no me explico es por qué hemos tardado tanto en verte por aquí.
Ahriel ignoró el comentario.
—De modo que, si no logro salir de aquí, te deberé un favor. ¿Qué entiendes por eso?
—Es mi manera de sobrevivir. Siempre sé lo que necesita la gente y dónde conseguirlo. La mayor parte de la gente de aquí está en deuda conmigo.
—Pero ellos no te devolverán el favor...
El humano movió la cabeza.
—Algunos me consideran imprescindible según para qué cosas. No sólo sé lo que necesita la gente, sino también... y esto es lo más importante... secretos que no estarían dispuestos a contar: puntos vulnerables, planes, estrategias, escondrijos... Utilizo la información a mi favor. Regateo. Hago tratos...
—Estafas y extorsionas —comprendió el ángel, mirándolo asqueada.
Nuevamente, Bran se encogió de hombros.
—Si tienes un mínimo sentido del honor, no necesitaré estafarte a ti también. Creo que lo que te he propuesto suena razonable. ¿Qué dices?
Ahriel meditó. Sentía que se rebajaría si aceptaba colaborar con un embaucador como aquél, pero tuvo que reconocer que se hallaba en un mundo extraño y debía sobrevivir en él... para regresar junto a María.
Se volvió hacia el humano y le tendió la mano.
—Acepto.
Él sonrió, y se la estrechó.
—No te arrepentirás. A propósito... todavía no conozco tu nombre.
—Me llamo Ahriel.
—Esto es ridículo —declaró Ahriel, irritada—. No pienso inclinarme ante alguien que se hace llamar «el Rey de la Ciénaga».
Bran suspiró, con infinita paciencia.
Llevaban un par de días viajando hacia el norte a través del pantano. El ángel había seguido dócilmente al humano por lodazales pestilentes sin una sola protesta, y no había cuestionado sus decisiones en cuanto a la ruta a seguir. Cuando les había salido al paso algún engendro especialmente violento, Ahriel había despejado el camino con rapidez y eficacia. Para ser un ángel de delicadas alas blancas, no se las arreglaba mal en la Ciénaga. Había reconvertido su maltratada túnica en unos pantalones que le llegaban por encima de la rodilla, y avanzaba con decisión, ignorando deliberadamente el hecho de que arrastraba sus alas por el lodo maloliente. Interiormente, Bran aplaudía su coraje.
Pero había un punto en el cual él y Ahriel no estaban de acuerdo.
Desde el primer día, el ángel había notado que alguien vigilaba sus pasos. No era difícil detectarlo, puesto que no parecía muy preocupado por esconderse, aunque nunca daba la cara: en ocasiones era un susurro entre los matorrales; un poco más allá, a
veces,
una huella que nadie se había molestado en disimular, y, de vez en cuando, incluso, se podía apreciar una figura lejana que los observaba desde lo alto de un promontorio.
—Es la gente del Rey de la Ciénaga —explicó Bran cuando Ahriel le llamó la atención al respecto—. Estamos en su territorio. Pero no te preocupes, no nos atacarán. .. Me conocen. Esperarán a ver qué hacemos.
—¿Nos dejarán cruzar la Ciénaga?
—Nos dejarán llegar hasta el rey. Todo el que quiera atravesar sus dominios debe pedirle permiso primero.
A Ahriel aquello le había parecido bastante razonable; aunque no la seducía lo más mínimo tratar con el líder de un hatajo de criminales, reconocía que, en aquel lugar, ella era la recién llegada.
Pero, cuando Bran especificó en qué consistía aquello de «pedir permiso», Ahriel se rebeló.
—Yo sólo sirvo a mis superiores y a mi protegida — declaró.
—Piensa un poco —replicó Bran, molesto—. Él es quien controla el cotarro aquí. Lo mejor que puede hacer cualquiera que llegue nuevo a Gorlian es presentarle sus respetos inmediatamente y jurarle fidelidad.
—¿Qué puede saber un criminal sobre juramentos de fidelidad? —dijo Ahriel, desdeñosa.
Bran sonrió inquietantemente.
—Sólo es una manera de controlar a la gente que llega. Créeme, resulta más beneficioso para todos. Como prueba de buena voluntad, el recién llegado se presenta ante el rey y le jura fidelidad. De este modo se convierte en uno de los suyos y tiene la seguridad de que, siempre que no cree problemas, la gente del Rey de la Ciénaga no se meterá con él. Por otro lado, el rey conoce así a todos los habitantes de la ciénaga, y puede controlarlos mejor. La ley es simple: si no obedeces al Rey de la Ciénaga, estás contra él. Y, si estás contra él, eres una amenaza que debe ser eliminada.
—Es repugnante —opinó Ahriel.
Bran sonrió de nuevo.
—¿De veras? Yo creía que en Karish todos obedecían a la reina María, y quien no lo hacía era considerado una amenaza y...
El humano no concluyó la frase, pero se pasó un dedo por el cuello en un gesto significativo. Ahriel no se molestó en responder.
—Hay otras alternativas a la Ciénaga —comentó Bran—. Están el Desierto y la Cordillera, y hay gente que sobrevive allí como puede... pero todos en Gorlian prefieren, sin dudarlo, este lodazal infecto. ¿Y sabes por qué?
Ahriel no respondió. Parecía concentrada en tantear el terreno que se extendía ante ella. Bran le había dicho que en la Ciénaga había zonas traicioneras que podían tragarse a una persona en un abrir y cerrar de ojos. Hasta el momento no habían topado con ninguna de ellas, porque Bran conocía bien el terreno, pero Ahriel prefería no arriesgarse.
—Porque —prosiguió Bran— éste es el único lugar de Gorlian donde crece algo. En el desierto sólo hay algunas plantas espinosas, y en la cordillera, ni eso. Las criaturas que viven aquí son viscosas y saben a barro, pero al menos es comida. Y con la madera de los árboles del fango podemos fabricar algunas lanzas rudimentarias. He oído decir que los habitantes del Desierto se enfrentan a los engendros con piedras afiladas.
Ahriel asintió, pensativa. Había echado de menos su espada, pero pronto había aprendido que era un lujo poder contar con el palo puntiagudo que Bran le había proporcionado.
Siguieron adelante durante tres jornadas más. Bran conocía bien la Ciénaga, y sabía moverse por ella. Gracias a ello, siempre encontraban un lugar firme y seco donde descansar cuando llegaba la noche. También era especialmente diestro en cazar las pequeñas criaturas que se movían por el fango: peces, anfibios, crustáceos..., no había mucha variedad, y Bran declaró, con resignación, que todos ellos, sin excepción, sabían a fango. Pese a ello, el humano se los comía, incluso crudos, cuando la humedad ambiental no permitía encender un fuego. Ahriel lo contempló con repugnancia la primera vez.
—Deberías comer algo —opinó Bran con la boca llena—. ¿O es que los ángeles se alimentan del aire? Aunque, si es así —añadió con una sonrisa socarrona—, seguro que ya has notado que incluso el aire sabe a barro.
Ahriel no respondió. Era cierto que no había probado bocado desde su llegada a Gorlian, pero se sentía completamente incapaz de comerse ninguno de aquellos animalillos fangosos, y mucho menos alimentarse de carne de lo que Bran había llamado «engendros». Ahriel tenía una sospecha con respecto a aquellos engendros, pero no pensaba quedarse el tiempo suficiente como para comprobarla.
Al quinto día comenzó a llover, y ya no paró.
Ahriel y Bran siguieron avanzando hacia el norte, sin permitir que aquello los detuviera, aunque el terreno se había vuelto impracticable. Llegaron a estar con el fango hasta el pecho, y Bran estuvo a punto de perder el camino más de una vez. Se acabaron los lugares firmes; cuando caía la noche no tenían más remedio que trepar a las ramas de alguno de los
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árboles del fango, retorcidos y nudosos, de madera negra y resbaladiza.
Ahriel luchó a brazo partido contra la Ciénaga. Se sentía cada vez más débil y le costaba respirar. El lodo la atrapaba, la retenía y trataba de ahogarla a cada paso que daba. La lluvia fangosa caía sobre ella sin piedad. Su túnica estaba hecha jirones; cada centímetro de su piel estaba cubierto por una capa de barro, y sus alas sucias eran apenas dos tristes guiñapos enfangados que colgaban de su espalda.
Cuando un grupo de figuras les cerró el paso bajo la lluvia torrencial, Ahriel casi se alegró.
—Habéis llegado a la morada del Rey de la Ciénaga —dijo uno de ellos con voz inexpresiva.
—Vaya, ya era hora —dijo Ahriel, pero calló enseguida; aquellos comentarios no eran propios de ella. Frunció levemente el ceño: había pasado demasiado tiempo con aquel humano.
Siguieron a los desconocidos a través de la Ciénaga, hasta una montaña de roca que se
alzaba
no lejos de allí. Ahriel comprendió enseguida por qué vivía allí el Rey de la Ciénaga; en aquella tierra traicionera, un pedazo de suelo firme era todo un lujo. Y, cuando se acercaron, Ahriel vio otra cosa más: una abertura se abría en la montaña. Parecía lo bastante grande como para establecer un refugio en ella, y estaba lo bastante alta como para que el fango no la alcanzase y lo bastante accesible desde el nivel del suelo como para que se pudiese subir con relativa facilidad.
Cuando Ahriel trepó hasta las primeras rocas, sus pies entumecidos agradecieron pisar terreno firme por fin. Hacía días que la Ciénaga se había tragado sus botas, y Ahriel contempló por un momento sus pies descalzos, cubiertos de barro, prácticamente insensibles.
Pese a ello, se las arregló para subir hasta la caverna, y siguió a los demás a través de un túnel, al final del cual se adivinaba una luz. Ahriel avanzó junto a Bran, sorprendida de que el túnel fuese tan profundo. Pero lo que halló al final la desconcertó todavía más.
El túnel desembocaba en una enorme caverna iluminada con antorchas colgadas de las paredes. Aquel lugar estaba lleno de gente que hablaba, reía, comía o, simplemente, se divertía. Había mujeres que se contorneaban tratando de tentar a los hombres más musculosos, jóvenes que tomaban parte en un extraño juego de mesa con piedras y un grupo de gente reunido en torno a un bufón que los entretenía con bromas de mal gusto que eran acogidas con risotadas.
—Así empecé yo en este lugar —dijo Bran tristemente, moviendo la cabeza hacia el bufón—. Patético... verdad?
Ahriel no respondió. Tratando de ignorar el olor que emanaba de aquellas gentes del barro, recorrió la sala ron la mirada, buscando armas y al Rey de la Ciénaga. Con respecto a lo primero, sólo vio lo que Bran había dicho: estacas, arcos y flechas... todo hecho con la oscura madera del árbol del fango. Algunos portaban también piedras afiladas e, incluso hondas, pero Ahriel no vio nada de metal.