Alas de fuego (21 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas de fuego
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Kab la miró con una estúpida expresión de incredulidad en el rostro.

—Tú... no podías volar...

—Así es la vida —respondió Ahriel.

Kab cayó pesadamente al suelo, muerto. Ahriel tuvo el fugaz recuerdo de un bárbaro a quien había derrotado sin despegar los pies del suelo. En esta ocasión se había aprovechado de su ventaja y no había luchado limpiamente. Pero no sentía remordimientos. Se preguntó si debía preocuparse por ello.

Oyó otro rumor a su espalda y se dio la vuelta de nuevo, enarbolando su espada. La punta del arma rozó el pecho de un aterrado Tobin.

—Tú, miserable gusano —siseó Ahriel—. ¿Cómo te has atrevido a deshonrar a tu hermano de esa manera?

—Mi hermano no era más que un vulgar estafador, igual que yo —replicó Tobin con rabia—. ¿Qué te contó? No te dijo que se fue de casa y me dejó solo, ¿verdad?

Ahriel avanzó un poco más. Tobin retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared de roca. Pero en ese momento, la letanía que recitaban María y sus compañeros se tornó más siniestra, y la luz de la tumba se hizo aún más intensa. Ahriel comprendió que no podía perder más tiempo.

—Si salimos de ésta —le dijo a Tobin, dominando su furia—, te prometo que te ajustaré las cuentas.

Se volvió hacia la lápida. La palpitante energía que brotaba de ella ejercía una misteriosa fascinación sobre ella, y Ahriel entendió que se debía a que ella misma se había vuelto tan humana que el mal era capaz de tentarla.

Entonces, súbitamente, algo se movió a su espalda, y Ahriel oyó un gemido ahogado y un golpe seco, y cuando se dio la vuelta vio allí a Kiara, con una espada ensangrentada en la mano, y a Tobin en el suelo, muerto.

—Quería... atacarte por la espalda —jadeó ella.

Ahriel vio entonces que Tobin llevaba un puñal en la mano, y que la espada que blandía Kiara era la del caído Kab.

Contempló el rostro de Tobin y una parte de ella sintió que era como ver morir a Bran de nuevo. Y de nuevo oyó aquel llanto infantil, y supo qué era lo que debía hacer.

Con un grito salvaje, echó a correr hacia el centro del cráter.

María y los dos nigromantes parecían encontrarse en un misterioso trance. Recitaban las palabras con un tono bajo y monocorde, como si alguien se las estuviese dictando al oído, y sus ojos estaban fijos en la diabólica energía que fluía de la tumba del Devastador.

El demonio, sin embargo, sí percibió que Ahriel se acercaba. Se dio la vuelta y alzó su espada de fuego. Ahriel descargó la suya contra él con toda la fuerza de su ser. El Devastador resistió y devolvió el golpe. Ahriel volteó su espada para apartar la de él. Los aceros chocaron y todo el universo pareció estremecerse.

Por primera vez, el demonio vaciló.

—¿Qué eres?

—Fui un ángel y fui humana, y fui un demonio, pero ahora no soy más que Ahriel.

—No sabes quién eres —rió el Devastador.

—Al contrario. Sé exactamente quién soy.

Ahriel embistió de nuevo. El Devastador detuvo su ataque.

—Puedo dominarte —dijo ella—. Porque fui humana y te conozco. Porque fui un demonio y te comprendo. Y porque fui un ángel y no te temo.

El Devastador rió.

—Demasiado tarde. Mis hermanos están en camino, y ni siquiera un ahriel como tú podrá detenerlos.

Ahriel volvió la mirada hacia la tumba del Devastador. Entrevió los rostros llenos de odio de los demonios, que ya llegaban. Y sonrió.

—Ya lo he hecho —dijo.

Mientras descargaba aquel último golpe, los recuerdos afloraron a su mente. La fría mirada de María, la sonrisa de Bran, las palabras del viejo Dag, el rostro de Tobin, la risa borboteante del Rey de la Ciénaga, el llanto de un niño recién nacido. Y algo dentro de su ser explotó.

La espada de Ahriel, aquella qué les había arrebatado a los asesinos de Bran, aquella que había matado al Rey de la Ciénaga y a tantos otros, se hundió en el cuerpo del Devastador. Ahriel entrecerró los ojos y transmitió toda su fuerza a aquella espada. El demonio chilló.

El círculo se rompió.

Y de pronto la entrada del infierno se transformó en una especie de oscuro agujero que giraba y giraba. Con un espantoso grito, el Devastador, herido de muerte, se precipitó por el agujero, de vuelta a su dimensión.

Ahriel sintió que una poderosa fuerza de succión la atraía poderosamente hacia la negra abertura. Vio a uno de los nigromantes desaparecer en su interior con un grito, y se lanzó hacia adelante para rescatar a Kendal.

Lo agarró por un tobillo antes de que desapareciese por la puerta del infierno. Se aferró como pudo a un saliente del suelo, mientras sujetaba a Kendal con la otra mano.

—¡Tenemos que cerrar esa cosa! —gritó Kendal, medio ahogado.

Ahriel no respondió. Al mirar junto a ella, vio que María también tenía problemas. Su joven rostro estaba agarrotado por una expresión de terror, y se aferraba a una roca con ambas manos, mientras el infierno tiraba de ella.

Ahriel sabía exactamente lo que debía hacer. Tras asegurarse de que el joven estaba bien sujeto, se levantó y, luchando contra la fuerza invisible que pretendía absorberla, avanzó hacia María.

Pero una sombra se interpuso entre ellas.

—No tan deprisa —dijo el nigromante. Ahriel lo reconoció: era el que le había puesto el cepo, tantos años atrás.

—Déjame pasar —dijo ella, conteniendo su ira.

—No voy a permitir que arruines mi gran obra, criatura.

Ahriel alzó su arma.

—Háblame con más respeto, humano. Estás ante la Reina de la Ciénaga.

Descargó su espada sobre él, pero el nigromante detuvo el golpe con su bastón, y Ahriel percibió el torrente de aquella magia corrupta que manaba del objeto.

—Mírate —se rió el nigromante—. El cieno de Gorlian ha manchado tu alma. Ya eres una de nosotros.

Ahriel apretó los dientes.

—Jamás.

Volteó la espada con violencia y logró apartar el bastón del nigromante. El hombre trató de recuperar el equilibrio, pero la fuerza de succión de la puerta del infierno tiraba de él irremediablemente. Ahriel alargó la mano para sujetarlo por la túnica.

—Soy libre —le dijo solamente, mirándolo a los ojos.

Y entonces lo lanzó hacia la puerta del infierno.

El nigromante desapareció por ella con un grito desesperado. Ahriel vio, sombría, cómo la oscuridad se lo tragaba.

Después, siguió caminando en dirección a María. Ella la miró, temerosa.

—¿Qué vas a hacer? —jadeó.

—Cerrar la puerta del infierno.

María comprendió lo que pretendía y abrió los ojos al máximo, espantada.

—¡No, Ahriel! ¡No puedes hacerlo! ¡Soy tu protegida!

Ahriel la separó de su asidero. María chillaba y pataleaba, pero Ahriel era más fuerte.

—He escondido Gorlian —dijo ella entonces—. Si yo muero, nunca lo encontrarás.

—¿Por qué querría encontrarlo?

—Para volver por él —dijo María.

«Lo sabe», pensó Ahriel. Vaciló sólo un momento.

—Lo encontraré por mí misma —replicó—. Igual que encontré la manera de volver a volar sin la ayuda de tus nigromantes. Adiós, María.

Y la soltó.

—¡¡Aaaahriel!! —chilló ella.

Se precipitó por el agujero, y el infierno se la tragó. Aún quedó en el aire una llamada desesperada: —!....eeeel! Después, la puerta se cerró.

Y silencio.

Ahriel se quedó allí, de pie, inmóvil, con la vista fija en la tumba del Devastador. Kendal se levantó trabajosamente, jadeando.

—¡Ahriel... lo hemos conseguido!

Ahriel no respondió. Kiara se acercó en silencio y colocó una mano sobre el hombro de Kernal. Éste comprendió y guardó silencio.

Entonces, Ahriel se volvió hacia ellos.

—Volved a casa —les dijo—. Volved a casa y tratad de reconstruir el mundo.

—¿No... vienes con nosotros? —titubeó Kiara.

Ahriel negó con la cabeza.

—Tengo algo que hacer. Algo muy importante. Y supongo que me mantendrá ocupada bastante tiempo.

Kendal fue a decir algo, pero la expresión de Ahriel lo sobrecogió.

—Había pensado —dijo Kiara— que tal vez querrías ser mi ángel guardián, ahora que Yarael... —se le quebró la voz.

Ahriel la cogió por los hombros y la hizo alzar la
cabeza,
para mirarla a los ojos.

—Kiara —le dijo con suavidad, pero también con firmeza—. No necesitas un ángel guardián que te diga lo que debes hacer. Tienes que valerte por ti misma, y aprender de tus errores. Ahora eres una reina: debes tomar tus propias decisiones.

Kiara asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Ahriel sonrió —por primera vez en mucho tiempo— y se separó de ella.

—¿A dónde vas? —inquirió Kendal—. ¿Vuelves con los ángeles?

—No —respondió ella, pero no añadió nada más.

—Adiós, Ahriel —dijo Kiara, con un nudo en la garganta.

—¿Volveremos a verte? —preguntó Kendal.

Ahriel sonrió de nuevo.

—Tal vez —dijo solamente.

Y entonces alzó el vuelo; y Kiara y Kendal la vieron alejarse hacia el crepúsculo, más hermosa que cualquier ángel, más vieja que los demonios y más sabia que todos los hombres.

EPILOGO

Aquella noche, durmiendo bajo todas las estrellas del universo, Ahriel soñó con el bebé.

El viejo Dag lo había llevado a la corte, meses después de la muerte de Bran, y lo había presentado a la Reina de la Ciénaga.

—Lo he encontrado cerca de mi casa —dijo Dag.

—¿Y por qué me lo traes aquí? —replicó ella, frunciendo el ceño—. ¿Para que lo mate?

Dag vaciló.

—No, señora. Yo... pensé que tal vez querríais criarlo.

—Aquí le espera un futuro lleno de dolor y miseria —dijo la Señora de Gorlian—. Deberías matarlo: le harías un favor.

—Sospecho que su madre querría que viviera.

—¿Por qué crees eso? Según dices, lo abandonó en la Ciénaga, ¿no?

—Cerca de mi casa —puntualizó el viejo Dag—. Para que yo lo encontrara.

La Reina de la Ciénaga enarcó una ceja.

—¿De veras? Podría habértelo entregado personalmente, ¿no?

—Tal vez se sentía avergonzada... no sé. Sólo sé que no tuvo valor para matarlo ella.

—Lo haré yo, entonces —dijo ella, sacando su espada de la vaina—. Acércamelo.

El bebé lloraba. El viejo Dag vaciló, pero se aproximó lentamente. Ahriel alzó la espada.

—Antes de eso —la detuvo el humano—, querría que vierais una cosa, señora.

Dag retiró las pieles que cubrían al niño y le mostró la espalda.

La mano de la Reina de la Ciénaga vaciló.

Entre los omóplatos del bebé había dos pequeñas protuberancias blancas.

—Le saldrán alas —dijo Dag con gravedad—. Bran se habría sentido orgulloso de verlo volar, ¿no es cierto?

—Bran está muerto —dijo la Señora de Gorlian.

Pero bajó la espada y le dio la espalda.

—Vete —dijo con voz ronca—. Haz lo que quieras con él, pero llévatelo lejos de aquí.

El viejo Dag volvió a cubrir al chiquillo y asintió. Cuando estaba a punto de salir por la puerta, la Reina de la Ciénaga le dijo:

—Ah, y... Dag...

—¿Señora...?

—Si sobrevive... cuando crezca... supongo que hará preguntas...

—Es de suponer, sí.

—No las contestes.

Dag suspiró, pero no dijo nada.

Aquella fue la última vez que Ahriel los vio a los dos.

Pero sabía que aquel pequeño, mitad humano, mitad ángel, había crecido y seguía vivo en algún lugar de Gorlian.

Cuando despertó al alba, Ahriel recordó las palabras de María: «He escondido Gorlian. Si yo muero, nunca lo encontrarás.»

Respiró hondo. Sabía que tal vez podía pasarse toda la vida buscando aquella bola de cristal; una vida que, para los habitantes de Gorlian, transcurriría muchísimo más rápido. Pero contaba con que aquella criatura habría heredado de ella la longevidad angélica, y esperaba poder rescatarlo antes de que fuera tarde.

«Te encontraré», juró bajo la luz de la aurora. «Te encontraré y te sacaré de ahí. Y los dos seremos libres.»

Alzó el vuelo y se alejó hacia el sol naciente, y sus alas parecían arder a la luz del alba como si estuviesen envueltas en llamas.

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