Alas de fuego (15 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas de fuego
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—A ti no te conozco —dijo con indiferencia—. ¿Eres sariano?

—No, señor —murmuró Tobin—. Nací en una aldea en Karish oriental.

—Dices la verdad. Tu acento responde por ti. En tal caso, eres un traidor. Lleváoslo y encerradlo —dijo a los guardias—. Lo interrogaré más tarde. En cuanto a ti —añadió, volviéndose a Kendal—, te escapaste una vez, pero no volverás a hacerlo.

—¿Vas a ejecutarme? —preguntó Kendal, desafiante, aparentando un valor que estaba lejos de sentir.

—No; mereces algo peor.

Kab no especificó más, pero Kendal entendió a qué se refería. El capitán envió a sus hombres de vuelta a sus puestos, y él mismo se encargó de conducir al bardo a los aposentos de la reina.

Ninguno de los dos se percató de la presencia de Sabina, que, invisible, seguía sus pasos. La joven se deslizaba tras ellos en silencio. El corazón le latía alocadamente. Si Kab enviaba a Kendal a Gorlian, ella podría ver dónde se hallaba la entrada y sacarlo de allí, junto con Ahriel, cuando el camino estuviese despejado.

Esperó apenas unos segundos antes de asomarse a la sala donde Kab y Kendal acababan de entrar. Se sintió inquieta al ver que el joven bardo estaba inconsciente. ¿Cómo había sucedido? Sabina miró a su alrededor, buscando una pista. El capitán había entrado en las habitaciones de la reina María, pero ella no se encontraba allí. Estudió la estancia con detenimiento, pero nada de lo que vio allí le llamó la atención, a excepción de una pequeña bola de cristal que reposaba sobre una mesilla. Se preguntó si la reina practicaba la adivinación. Si era así, y tenía aptitudes, ello explicaría, en parte, el gran poder que había adquirido en los últimos tiempos.

—Vaya, qué sorpresa —dijo de pronto una voz a su espalda.

Sabina se volvió, sobresaltada. La reina María estaba allí, 
mirándola.
 La joven retrocedió unos pasos.

—¡No puedes verme! —susurró, aterrada.

La reina no dijo nada. Sólo sonrió y cogió algo que llevaba colgado al cuello, sosteniéndolo ante Sabina para que lo viera bien. La muchacha no pudo reprimir una exclamación de sorpresa.

Era un medallón. Idéntico al suyo.

Entonces, algo la golpeó por detrás y todo se puso negro.

Momentos después, la reina María se encontraba asomada a su balcón, con la esperanza de que el frescor de la noche enfriase su ira. Kab se reunió con ella en silencio.

—¿Ya está? —preguntó la reina.

—Todo se ha hecho como indicasteis, señora.

María respiró hondo. Seguía alterada. Extendió la mano, y Kab depositó en ella el medallón de Sabina. La reina se volvió para examinarlo a la luz de la habitación, y lo comparó con el suyo propio.

A simple vista parecían iguales, pero María sabía que no lo eran. Ambos eran las dos caras de un amuleto único que guardaba un prodigioso secreto en su interior. La joven reina alzó su medallón para que la inscripción de su cara interna fuese claramente visible.

—«Sólo un Protegido despertará al Devastador» —leyó—. Me precipité, Kab. La profecía no concluía ahí.

—¿Qué queréis decir?

La reina le mostró entonces el medallón de Sabina.

—¿Sabes lo que esto significa? Que los rumores eran ciertos, y Ravard guardaba más de una sorpresa en su reino.

—Por fortuna, la hemos capturado a tiempo.

—¿Y su acompañante? Sé que no estaba sola.

—Lo hemos encontrado en el pasadizo que utilizaron para entrar. Tratamos de capturarlo, pero no lo conseguimos. Logró ganar la salida. Se llevó el cuerpo del rey.

—Volverá, no me cabe duda. En cuanto dé sepultura al rey, regresará a buscar a esa chica. Kab vaciló.

—Mi señora, creo que hay algo más que deberíais saber. Ese tipo se fue...

—¿... volando?

—¿Cómo... cómo...?

—¿Que cómo lo sé?

Los ojos de María brillaron peligrosamente. Unió los dos medallones y comprobó que éstos encajaban a la perfección, como las dos caras de una moneda, formando una única joya que se abría como un libro.

También el medallón de Sabina mostraba una inscripción. María lo leyó todo seguido:

—«Sólo un Protegido despertará al Devastador... guiado por su ángel.»

XI

Sabina despertó sintiéndose extrañamente vacía. El viento soplaba con furia, y la joven se arrebujó en su capa, tiritando. Cuando miró a su alrededor vio que se encontraba en una tierra montañosa desconocida, yerma y baldía; pero no fue esto lo que más la inquietó, sino el hecho de que no veía a Yarael por ninguna parte. Se llevó la mano al medallón que siempre había pendido de su cuello, desde que podía recordar, y tampoco lo encontró allí.

Comprendió entonces a qué se debía aquella sensación de desamparo.

En apenas unas horas, lo había perdido todo.

A su lado, Kendal se incorporó también, ligeramente aturdido.

—¿Dónde... dónde estamos?

—En Gorlian —murmuró Sabina.

No tenía idea de cómo lo sabía, pero estaba convencida de que no se equivocaba. Sintió que Kendal se estremecía a su lado.

—Es imposible —murmuró—. Quiero decir... si Tobin dijo que la entrada estaba en el palacio de la reina María...

—También dijo que es una prisión mágica.

—Pero... ¿dónde están los barrotes, las celdas, los guardias?

—No hay ninguna celda capaz de retener a un ángel —susurró Sabina con un escalofrío—. Tobin tenía razón: María no encerraría a Ahriel en una prisión corriente. Pero me pregunto...

Dejó la frase sin concluir. Kendal se levantó de un salto.

—Bien, pues ya estamos aquí. Lo único que nos queda por hacer es encontrar a Ahriel.

—¿De veras crees que nos ayudará? No querrá enfrentarse a su protegida.

—Pero tampoco pudo apoyarla, y por eso ella la encerró aquí.

—Eso suponiendo que Tobin dijese la verdad.

Kendal vaciló.

—Reconozco, mi señora... que no se me había ocurrido. Bien mirado, podría haber sido una trampa. Al fin y al cabo, él está fuera, y nosotros estamos dentro.

—No, dijo la verdad. Ahriel no está muerta. El vínculo que se establece entre un ángel y su protegido es muy fuerte. María pudo traicionar a Ahriel, pero dudo que tuviese valor para matarla. Y, como ya te he dicho, no hay ninguna celda capaz de retener a un ángel.

Sintió una punzada en el corazón y respiró hondo.

La presencia de Kendal no bastaba para llenar el vacío que provocaba la ausencia de Yarael en su alma.

—Vamos —dijo, con un soberano esfuerzo de voluntad—. Busquemos a Ahriel.

Era difícil avanzar por aquel terreno rocoso y desigual, y los delicados pies de Sabina pronto acusaron el esfuerzo. Kendal la obligó a pararse a descansar al cabo de un rato, a pesar de que ella insistía en que no se detendría hasta encontrar signos de vida.

El problema fue que los «signos de vida» los encontraron antes a ellos.

Kendal y Sabina poco pudieron hacer contra la horda de hombres y mujeres, que, vestidos con pieles y esgrimiendo armas toscas pero efectivas, los apresó momentos más tarde. Kendal se debatió con todas sus fuerzas y Sabina gritó y pataleó, pero aquellos bárbaros se rieron de ellos y se los llevaron a rastras, sin la menor consideración hacia los destrozados pies de la joven.

Por fortuna, el lugar a donde se dirigían no estaba lejos de allí. Se trataba de un primitivo campamento de chozas de piedra y barro, con tejados cubiertos por pieles de animales que ninguno de los dos logró identificar. Una vez allí, sus captores los ataron y los arrojaron al interior de una pequeña cabaña húmeda y maloliente.

Sabina no se quejó. Estaba demasiado agotada. Se dejó caer en un rincón y cerró los ojos, aliviada por poder descansar al fin.

—¿Qué va a pasarnos ahora? —murmuró.

—Les he estado escuchando —respondió Kendal a media voz—. Para ellos somos «recién llegados». Tienen un líder, una especie de rey. Nos llevarán ante él.

Sabina asintió, agotada. Una parte de sí misma se negaba a aceptar la realidad, y estaba segura de que, cuando abriese los ojos, se encontraría con que nada de todo aquello había sucedido. Pero, en el fondo, sabía que aquella pesadilla era real, demasiado real. El rey había muerto, Saria había caído en manos de la reina María y ella había perdido su medallón y a su guardián, y se hallaba presa de unos convictos que vivían como salvajes en Gorlian.

Suspiró, tratando de pensar con claridad.

—Bien. Hablaré con ese rey.

—¿Lo creéis prudente, mi señora?

—Toda esta gente está aquí a causa de María. Nos escucharán si les decimos que poseemos la clave para derrotarla.

Kendal asintió.

—De todas formas, sería conveniente que no revelaseis a nadie...

—Lo sé. No te preocupes.

Sabina no dijo nada más. Momentos después se había sumido en un sueño intranquilo, y Kendal no quiso despertarla.

Habrían transcurrido apenas un par de horas cuando se abrió la puerta. Uno de los convictos arrojó a alguien brutalmente sobre ellos. Sabina despertó, sobresaltada, y Kendal se apresuró a apartarse el bulto de encima y tratar de ganar la puerta; pero ésta se cerró de nuevo.

—¿Qué pasa? —preguntó Sabina—. ¿Qué es esto?

El advenedizo gimió y trató de incorporarse. Kendal lo estudió a la escasa luz que se filtraba por debajo de la puerta.

—¿Tobin? ¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que vosotros, supongo —murmuró Tobin, intentando encontrar una postura algo más cómoda.

—¿Te interrogaron?

—Sí; y, antes de que preguntes más, te diré que conté todo lo que sabía. Esa María es una bruja de cuidado. Su capitán me interrogó cuando estaba bajo los efectos de una especie de brebaje...

—El suero de la verdad —asintió Kendal—. He oído hablar de él. Por fortuna, apenas nos conocíamos, de modo que no habrás podido ser demasiado indiscreto. Me pregunto por qué no nos interrogaron a nosotros.

—Tal vez porque no podíais decirle nada que no supiera ya —apuntó Tobin, encogiéndose de hombros.

Sabina y Kendal cruzaron una mirada alarmada.

—No puede ser verdad —murmuró él—. No podía saberlo.

—Tiene el medallón —le recordó la joven.

—¿Saber el qué? —intervino Tobin—. ¿Qué es lo que hay que saber?

Kendal se dejó caer contra la pared, abatido.

—Cuanto menos sepas, mejor para ti.

—Como queráis —replicó Tobin, encogiéndose de hombros.

Sabina lo miró con curiosidad.

—No pareces preocupado por el hecho de estar aquí.

—Bueno, es cierto que las cosas no han salido exactamente como había planeado. Pero la verdad es que hacía mucho tiempo que quería entrar aquí.

—Por motivos personales —recordó Kendal—. Sí, eso dijiste. Pero ahora no podemos salir de aquí y...

—Deja de mirar la parte negativa de las cosas, ¿quieres? —cortó Tobin bruscamente—. Estoy vivo, y eso me basta. Para alguien tan lento y torpe como yo, cada nuevo amanecer es casi un milagro.

Kendal abrió la boca para decir algo, pero se calló a tiempo. Cualquier comentario que se le hubiese ocurrido al respecto habría estado fuera de lugar.

Permanecieron en silencio durante el resto del día, porque estaban demasiado cansados y hambrientos como para hacer nada más que esperar.

Al caer la noche, captaron una cierta agitación en el exterior. Kendal logró arrastrarse hasta la puerta para espiar por una ranura.

—Ha llegado alguien —comunicó a los demás—. No puedo verlo bien, pero parece importante. Todos se muestran bastante respetuosos con él. Esperad. Parece que...

La puerta se abrió bruscamente, y Kendal cayó hacia adelante, ante un individuo fornido y malcarado que le lanzó una hosca mirada. Tras él venían otros dos.

Sin miramientos, los hombres arrastraron a los tres prisioneros hasta el exterior y los arrojaron a los pies de una figura alta y oscura.

—Recién llegados, señora —dijo uno de ellos con respeto.

Los aludidos alzaron la cabeza para mirar, desde el suelo, a la persona ante la que estaban involuntariamente postrados. Era alta, para ser una mujer, y llevaba el largo cabello negro encrespado y suelto sobre los hombros. Les dirigió una mirada glacial y ligeramente despectiva.

—¿Ahriel? —pudo decir Kendal, sorprendido.

Sabina dio un respingo y la miró con más detenimiento. Entonces fue cuando vio las alas, y entendió enseguida por qué le habían pasado desapercibidas al primer vistazo. Cubrían la espalda de Ahriel como una capa oscura y enmarañada, lacias, sin gracia, sin vida.

La mujer esbozó una sonrisa felina y se inclinó para mirar a Kendal a los ojos.

—Kendal —dijo—. No has cambiado mucho en todos estos años.

—¿A-años? —balbució Kendal.

—Tú no puedes ser un ángel —dijo súbitamente Sabina.

Ahriel se volvió hacia ella, con un brillo peligroso en la mirada. Su rostro ya no era claro y sereno como en días pasados. Mostraba demasiadas emociones humanas, y el odio, el resentimiento y el desprecio predominaban sobre todas ellas.

—¿Qué sabes tú de los ángeles?

Sabina vaciló y bajó la mirada. Ahriel sonrió, burlona.

—Yo no soy un ángel —dijo.

—Entonces, todo está perdido —murmuró la muchacha.

—Para vosotros, desde luego. —Se volvió hacia su gente y dijo—: No me sirven. Matadlos.

Kendal se quedó con la boca abierta, incapaz de reaccionar. Ahriel les dio la espalda y comenzó a alejarse de ellos. Sabina trató de ponerse en pie, pero las ataduras se lo impidieron. Al sentir las manazas de uno de los convictos cerrándose sobre sus brazos, gritó:

—¡Espera! ¡Tienes que ayudarnos a derrotar a la reina María!

Ahriel no contestó. Les hizo un gesto de despedida con la mano, sin dignarse a volverse siquiera.

—¡Espera! —insistió Sabina, tratando de desasirse—.
¡Ah-lias vin delieft

Ahriel se detuvo bruscamente y se volvió hacia ellos.

—¿Qué has dicho? —siseó.


Ah-lias vin deliel
—repitió Sabina, desafiante—. «La justicia prevalecerá.»

La Reina de la Ciénaga se acercó a ella y la atravesó con la mirada. Sabina se estremeció. Sentía el poder de Ahriel, pero no se parecía en nada a la resplandeciente fuerza angélica que ella conocía. La energía que emanaba de Ahriel era sombría y oscura.

—¿Dónde has aprendido eso?

—Me lo enseñó Yarael. Mi ángel.

Hubo un breve silencio. La mirada de Ahriel la abrasaba por dentro, pero Sabina mantuvo sus ojos fijos en los de ella.

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