Authors: Laura Gallego García
Y en cuanto a lo segundo, aunque era evidente que aquello parecía una corte —burda y primitiva, pero una corte, al fin y al cabo—, al rey no se le veía por ninguna parte.
Su mirada se detuvo en un túnel lateral que salía de la sala y estaba custodiado por dos guardias. Como había sospechado, fueron conducidos directamente hacia allí.
Ahriel y Bran atravesaron la sala. Nadie pareció fijarse mucho en ellos, pero algunos hombres miraron a Ahriel de arriba a abajo con una sonrisa en los labios. El ángel trató de mantenerse imperturbable, pero sabía que su túnica desgarrada enseñaba más de lo que ella quería mostrar. Por otro lado, sus alas, cubiertas de barro, colgaban lacias a su espalda, y parecían más una capa sucia que una parte de su cuerpo. Con aquel terrible aspecto, se dijo Ahriel desalentada, no era extraño que la hubiesen confundido con una mujer humana cualquiera. Se preguntó qué sería mejor, dadas las circunstancias: si pasar inadvertida o hacer gala de toda su fuerza y resplandor angélico. Pero enseguida recordó la pelea contra Yuba y los otros en la cueva, y comprendió que en Gorlian nadie sentiría el más mínimo respeto por un ángel; y, como había dicho Bran, mencionar el nombre de María sólo empeoraría las cosas.
Los guardias se retiraron un poco para dejarlos pasar, y la comitiva entró en el túnel. Éste acababa, unos metros más allá, en otra sala oscura, sólo iluminada por una antorcha colocada junto a la puerta, mientras el fondo permanecía en sombras. Ahriel comprendió enseguida por qué: desde allí se distinguía una sombra confusa sentada en un tosco trono de madera, pero nada más: el Rey de la Ciénaga podía observar a placer a sus visitantes sin que éstos lo vieran a él.
El ángel clavó su mirada en la persona que se sentaba en el trono. Incluso, con algo más de luz no habría sido fácil distinguirla, porque cubría su cuerpo con una capa de pieles, y una holgada capucha dejaba su rostro en sombras.
Bran se echó de bruces ante la figura del trono.
—Te saludo, Rey de la Ciénaga, y presento mis respetos.
—Bran —dijo el Rey de la Ciénaga; su voz sonaba profunda y gutural, casi como un gorgoteo—. ¿Qué has hecho esta vez, sabandija?
—Pido permiso para atravesar vuestros dominios junto con mi... hum... compañera.
—¿Te refieres a esta mujer que no se inclina ante mí?
Ahriel captó un tono amenazador en su voz y sintió que él la miraba, pero se limitó a devolverle la mirada.
—Es una recién llegada, señor. Todavía no conoce...
—Me sorprende que alguien como tú, con una lengua tan larga, haya olvidado mencionarle las normas de la Ciénaga.
—Lo cierto es que sí, se lo mencioné, pero ella... se .encuentra todavía traumatizada y... bueno, ya sabéis cómo son estas cosas: la dama inocente que es condenada a un terrible destino en Gorlian... ella todavía no sabe algunas cosas que para todos nosotros son...
—Ve al grano, sabandija. ¿Qué quieres, y qué ofreces a cambio?
—Señor, la dama insiste en que puede escapar de Gorlian.
Todos en la sala se rieron a carcajadas. Ahriel no cambió la expresión de su rostro. Bran esperó a que el Rey de la Ciénaga le concediera de nuevo su atención, y entonces prosiguió:
—Me propongo acompañarla hasta los límites de la prisión, para que lo vea con sus propios ojos. Por ello solicito paso franco por...
—Eso ya lo has dicho. ¿Qué ofreces a cambio?
—La ofrezco a ella, señor.
Esta vez sí, Ahriel reaccionó. Cuando se recuperó del desconcierto inicial, taladró a Bran con la mirada y tensó los músculos, dispuesta a luchar por su vida y su libertad. Pensó que no debería haber confiado en Bran, pero ya era tarde para lamentarlo.
Él pareció sentir su cólera, porque le dirigió una mirada tranquilizadora.
—Cuando hayamos regresado de nuestro viaje —concluyó—, la dama se dará cuenta de que es inútil tratar de escapar, y yo mismo me encargaré de que os rinda pleitesía.
—¿Por qué retrasarlo? Que lo haga ahora; de lo contrario, morirá.
—Todavía no está dispuesta a hacerlo, señor, pero lo hará cuando se dé cuenta de que todo intento de fuga es imposible. Y sería una lástima que perdieseis a una luchadora tan buena como ella. Os garantizo que, si nos dejáis proseguir nuestro viaje, no os arrepentiréis.
Ahriel se relajó sólo un poco, y tuvo que admitir, a regañadientes, que Bran era muy hábil. Si el Rey de la Ciénaga aceptaba el trato, ellos tendrían vía libre para llegar hasta los límites de Gorlian, y todo ello sin necesidad de que Ahriel tuviese que inclinarse ante aquel misterioso individuo.
—¿Buena luchadora? —repitió el Rey de la Ciénaga.
—Ella puso en apuros a Yuba y su grupo la semana pasada.
—¡Ah! —la voz gutural pareció de pronto más interesada, y Ahriel sintió que la figura del trono la contemplaba con más atención—. ¿De veras?
—Sin armas de ninguna clase —reiteró Bran—. Al fin y al cabo, es una recién llegada.
—Gia —dijo el Rey de la Ciénaga tras una pausa; una mujer se inclinó brevemente ante él—, lleva a nuestra invitada a tomar un baño. Y proporciónale ropas nuevas.
—¿Un baño? —protestó Gia—. Pero, señor...
—Ahora.
El Rey de la Ciénaga no alzó la voz, pero había en ella un cierto tono peligroso, y la mujer llamada Gia palideció y se inclinó de nuevo ante él.
Ahriel la siguió por otro largo pasadizo hasta una cueva un poco más apartada, cuya entrada estaba cubierta por una gruesa piel que colgaba sobre ella a modo de cortina. Allí había un tonel de agua pardusca.
—Báñate —dijo Gia bruscamente—. Volveré dentro de un momento con la ropa.
Ahriel se quedó sola. Miró el agua. En Karishia jamás se le habría ocurrido beber de un líquido como aquél, pero el agua que traía Bran en sus odres no era muy abundante, y tampoco era mucho más clara que aquélla. Ahriel suspiró. Antes de meterse en el agua, bebió dos o tres largos sorbos. Descubrió que ya no torcía el gesto instintivamente ante el sabor del barro. Se dijo a sí misma, estremeciéndose, que si continuaba allí mucho tiempo más acabaría por comer ranas crudas, como hacía Bran.
Echó un breve vistazo a la piel de la entrada, que no se había movido. Ahriel no confiaba en aquel Rey de la Ciénaga, y sabía que aquel no era el mejor lugar para tomar un baño, pero la tentación era demasiado fuerte: se quitó los restos de su túnica y se metió en el agua.
Estaba fría. El ángel apretó los dientes y procedió a quitarse el barro de la piel, las alas y el cabello, con la ayuda de los jirones de su túnica. Cuando terminó, el agua se parecía mucho a los lodazales por los que se había arrastrado en la Ciénaga.
Gia regresó y dejó unas pieles sobre el suelo. Después volvió a marcharse, no sin antes lanzar una mirada desaprobadora al agua echada a perder. Ahriel salió del baño y se restregó una vez más con la túnica. Después, con un suspiro, probó a ponerse la ropa de pieles.
Tardó un poco en ajustársela en torno a su cuerpo, y tuvo que rasgarla para poder sacar las alas a través de ella. Enseguida sintió el extraño impulso de arrancarse aquella ropa de un tirón. Se reprimió a duras penas. ¿Qué le estaba pasando? Trató de pensar y analizar aquella sensación irracional. Sabía que sus nuevos atavíos estaban hechos con la piel de algún tipo de engendro, y aquello la repugnaba, pero no hasta ese punto. Se dio cuenta entonces de que aquella ropa le producía sobre la piel un efecto semejante al del cepo que aprisionaba sus alas, aunque mucho más atenuado. Frunció el ceño. ¿Cuál era la relación entre ambos hechos? ¿Magia negra? ¿Habrían hechizado la ropa aquellas personas? Descartó la idea; de momento, nada de lo que había visto en aquel lugar tenía poder para hacer tal cosa. Tal vez la clave estuviese en los mismos engendros...
Ahriel decidió que lo investigaría; de momento, no tenía más remedio que vestirse con aquellas prendas, pero confiaba en que se las arreglaría para sustituirlas por otras.
Salió de la cueva y halló a Gia esperándola en la entrada. La mujer la miró con cierta antipatía y la condujo de nuevo ante el Rey de la Ciénaga.
Bran seguía allí. Ahriel sintió la mirada del rey desde Lis sombras.
—De modo que esto era lo que se ocultaba bajo el barro —dijo el rey—. Un ángel.
Hubo murmullos de desconcierto entre Gia y los dos hombres que guardaban la entrada. Ahriel comprendió entonces que el Rey de la Ciénaga no le había ofrecido un baño por pura hospitalidad. Incluso ahora, seguía sintiéndose sucia, y sus alas habían adoptado el leve color parduzco del agua, pero ya eran claramente visibles.
—¡El ángel de la reina María! —susurró Gia, llena de odio.
Ahriel vio que Bran titubeaba.
—¿Es eso cierto? —preguntó el Rey de la Ciénaga—. ¿Eres el ángel de la reina María?
—Lo era —dijo Bran, antes de que Ahriel pudiese contestar—. Pero Ahriel se rebeló contra ella, y la reina la castigó. Le ha inmovilizado las alas, y no puede volar. Ahora es una de los nuestros.
—Ella nunca será uno de los nuestros —dijo Gia con desprecio.
—Eso lo decidiré yo —dijo el Rey de la Ciénaga—. He oído hablar de ti, Ahriel. Muchos de los míos están aquí por tu causa. Pero, si fueron tan estúpidos como para dejarse coger, es su problema, no el mío. Muy bien, podéis atravesar la Ciénaga. Pero no os olvidéis de pasar a visitarme cuando regreséis.
—No vamos a regresar —dijo Ahriel a media voz.
El Rey de la Ciénaga rió por lo bajo.
—Oh, lo haréis. Estoy seguro de que lo haréis.
Tardaron varios días más en alcanzar los límites de Gorlian. Ahriel había estado dispuesta a aguantar sin comer todo aquel tiempo, pero una tarde su vista se nubló y estuvo a punto de perder el pie cuando pasaban junto a una charca especialmente traicionera. Logró mantenerse en pie, aunque seguía algo mareada. Comprendió entonces que estaba muy débil, y que nunca llegaría a su destino en aquel estado.
«Lo hago por María», se recordó a sí misma cuando, aquella noche, se llevó a la boca un pescado viscoso, asado en un fuego que Bran había tardado horas en encender.
Enseguida, Ahriel descubrió que el humano tenía razón en otra cosa. Sabía a barro.
Un par de días más tarde, un silbido de Bran la despertó poco antes del amanecer. Ahriel bajó del árbol donde había pasado la noche. Reprimió un gesto de desagrado cuando sus pies se hundieron nuevamente en el barro, pero se apresuró a reunirse con su compañero.
El humano se erguía sobre un pequeño promontorio que se alzaba por encima de la Ciénaga, y contemplaba el horizonte con gesto serio. Ahriel siguió la dirección de su mirada.
Lo que vio la dejó sin aliento. En aquel momento comprendió por qué los había dejado pasar el Rey de la Ciénaga, por qué el rostro de Bran mostraba aquella expresión de profunda añoranza y desesperación al mirar a la lejanía, por qué nadie había logrado escapar de Gorlian hasta el momento y por qué nadie, ni siquiera ella, lo lograría jamás.
La Ciénaga se extendía hasta varios centenares de metros más. Y después...
—Te lo dije —musitó Bran, con la voz cargada de amargura.
—No puedo creerlo —musitó Ahriel—. Tengo que verlo.
Echó a correr hacia los límites de Gorlian. Peleó contra el barro, que insistía en retenerla en aquellos últimos metros, ignoró el cansancio, la sed, el hambre, incluso olvidó, por un momento, su responsabilidad para con María. Lo único que llenó su mente y su corazón fue el horror y la desesperación.
Tropezó y se levantó a duras penas. Avanzó lentamente hasta situarse en el confín último de aquella , espantosa prisión. Entonces se quedó quieta, mirando frente a sí con semblante inexpresivo. Apenas fue consciente de que Bran la había alcanzado y se había detenido tras ella.
—Te lo dije —repitió el humano.
Ahriel alzó las manos y las colocó sobre la barrera. Era fría y completamente lisa.
—Parece... parece cristal —musitó.
Pero, si lo era, debía de tener varios cientos de metros de grosor, porque no alcanzaba a distinguir qué había al otro lado. Levantó la cabeza. La muralla se elevaba hasta el infinito, perdiéndose entre las nubes. Sobrecogida, Ahriel miró a derecha e izquierda. Tampoco esta vez vio el límite.
—No hay puertas, ni aberturas —dijo Bran—. No se puede trepar por ella y, además, no tiene límite —suspiró antes de añadir— todo Gorlian está rodeado por esta barrera de cristal. Por todas partes. Incluso, por arriba.
—¿Por... arriba? —repitió Ahriel en voz baja.
—Es... como una cúpula, ¿entiendes? Una cúpula que nos rodea por todas partes y se cierra sobre nosotros. Una vez, el Loco Mac trató de llegar a lo alto —se estremeció—. Él y sus compañeros atraparon a un engendro alado, y Mac logró montarlo. Cuando regresó de su viaje, se había vuelto completamente chiflado. Dijo que incluso el sol y las nubes estaban encerrados en Gorlian. Suponemos que, por más que subió y subió, no llegó hasta los límites superiores de la prisión.
Ahriel pareció volver a la realidad. —Pero eso es imposible. No puede existir un lugar tan grande en Karish. La gente lo conocería. Y tiene que haber una puerta... ¿por dónde entran los presos, si no?
Bran se encogió de hombros.
—Nadie recuerda por dónde entró, porque todos llegamos inconscientes. Sabes, todos los recién llegados quieren recorrer la muralla. Muchos mueren en el intento, y los que terminan regresan de nuevo al punto de partida, sin haber encontrado nada, a pesar de haber palpado cada centímetro de cristal a ras de suelo, y haber intentado romperlo de todas las formas imaginables, sin lograr hacerle un solo rasguño. También se han explorado todos los túneles de la cordillera. La mayoría conducen a la guarida de algún engendro. Así que puedes ahorrarte la molestia. Te lo he dicho: no hay salida.
Ahriel cayó de rodillas sobre el fango, desesperada. Por primera vez desde su llegada a Gorlian era consciente de que tal vez no lograse salir de allí. Y no estaba preparada para plantearse aquella idea.
—No puede ser cierto —musitó.
Bran no dijo nada.
—¡No puede ser cierto! —chilló Ahriel a la Ciénaga—. ¿Me oyes? ¡¡No es justo!!
Se levantó y echó a correr, siguiendo la muralla de cristal. Su mano se deslizaba por la pulida superficie, esperando encontrar un saliente, una abertura, cualquier cosa. Chapoteó por el barro, sin detenerse a esperar a Bran. Estaba segura de que debía de haber alguna puerta; el hecho de que los humanos no la hubiesen encontrado no demostraba nada: ella era un ángel, y podía ver más allá.