Alas de fuego (2 page)

Read Alas de fuego Online

Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas de fuego
7.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

María no dijo nada. Se había detenido junto a la ventana, y observaba cómo caía la tarde sobre la ciudad de Karishia.

—No temas, señora —añadió el ángel suavemente—. Lo encontraré. Y acabará el resto de sus días en Gorlian, porque no merece un destino mejor.

María no dijo nada, sólo suspiró casi imperceptiblemente. Ahriel inclinó brevemente la cabeza y salió de la habitación.

Ahriel encontró a Kab, el capitán de la guardia, en las caballerizas. Kab era un hombre fuerte y robusto,, pero sobre todo astuto, que había luchado por Karish en mil batallas. Había comenzado trabajando como mercenario para el difunto rey Briand, el padre de Maria, cuando aún era muy joven. Su fidelidad hacia Karish y sus gobernantes era indiscutible.

—Ahriel —dijo Kab cuando el ángel entró en el establo—. ¡Qué sorpresa!

Ella parecía resplandecer con luz propia en aquel lugar sucio y oscuro, apreció Kab cuando fijó sus ojos penetrantes en ella. Parpadeó, diciéndose que sería un efecto de la luz. Aunque la mayoría de la gente aún pensaba que los ángeles eran espíritus, y no seres de carne y hueso, los habitantes del palacio que habían tenido la ocasión de contemplar a Ahriel de cerca habían comprobado que ella era corpórea, material. A primera vista parecía sobrecogedora, casi una criatura divina. Con el tiempo, Kab había aprendido que los ángeles no eran tan diferentes de los humanos, al fin y al cabo. Desde su punto de vista, los ángeles sólo se diferenciaban de ellos en las alas, la belleza y el orgullo.

Ahriel avanzó sin reparos entre los montones de estiércol. Su rostro no mostraba la menor emoción.

—Kab, necesito hablar contigo. Asuntos de la reina.

El capitán miró al ángel un momento y suspiró. Palmeó el lomo de su yegua favorita, que parecía agotada tras una buena correría, y siguió a Ahriel hasta el exterior.

—Hay una conspiración para llevar al reino a una guerra contra Saria —informó el ángel cuando ambos, lejos de oídos indiscretos, paseaban por el patio—. Tal vez estos planes pasen por atentar contra la vida de la reina.

Kab asintió.

—He oído los rumores.

—Son algo más que rumores. El conde Aren ha sido asesinado, de camino hacia Saria.

Kab la miró fijamente.

—Entonces es más grave de lo que suponía.

—Hay un espía en palacio...

—Hay muchos espías en palacio.

—Éste es bueno, y está próximo a la reina.

Kab se acarició la barbilla, pensativo.

—Supongo que tienes razón. Yo ni siquiera sabía que el conde se había marchado. Y créeme, sé bastante de lo que sucede por aquí.

—¿Alguna idea?

Kab negó con la cabeza.

—Todos los hombres y mujeres de mi guardia son karishanos y leales a la reina María. Tú conoces y vigilas a los criados: sabes que ninguno de ellos sería capaz de descubrir nada que ella quisiese guardar en secreto. Y, por otro lado, el conde no tuvo relación con nadie mientras estuvo aquí, por consejo de la reina. Si exceptuamos a...

Se acarició la barbilla, pensativo.

—El joven bardo —concluyó—. Es sariano, ¿lo sabías?

—Saria nos ha declarado la guerra —suspiró la reina María.

Se habían reunido en uno de los salones más antiguos del palacio. Los tapices que recubrían las paredes no tenían precio. Habían sido tejidos con motivo de la fundación del reino, varios siglos atrás.

—Confiemos en que el conflicto se solucione rápidamente y regrese el equilibrio a nuestra tierra —dijo Ahriel.

—¡El equilibrio! —repitió María—. Siempre estás hablando del equilibrio, Ahriel. Pero nuestro mundo nunca ha conocido el equilibrio.

—Todavía existen distintos reinos. Eso significa que ninguno de ellos ha logrado oprimir a los demás.

María se detuvo para mirar fijamente a su ángel.

—¿Piensas de veras que, si alguien se proclamara emperador de todos los reinos, sería para oprimir a sus súbditos?

—Pienso, señora, que si ese emperador es elegido de común acuerdo, eso no tiene por qué ocurrir. Pero el odio y las suspicacias están demasiado arraigadas en los corazones humanos. No se pondrían de acuerdo. Nadie aceptaría un emperador que no fuese de su tierra.

—Pareces conocernos muy bien, Ahriel.

—Soy una guerrera, pero eso no es lo habitual en mi pueblo. Los ángeles somos, fundamentalmente, observadores. No intervenimos en asuntos humanos salvo cuando éstos amenazan con alterar el equilibrio.

—Lo sé, lo sé, me lo has contado tantas veces... Pero no te he llamado para hablar del equilibrio, Ahriel. Hemos de acabar con esta guerra antes de que empiece y evitar así una larga contienda que desangraría a nuestro pueblo; y para ello he proyectado un plan... para asesinar al rey Ravard de Saria.

Un sonido, algo parecido a una exclamación ahogada, se oyó en el salón. María no lo había captado, pero el fino oído de Ahriel lo había escuchado con claridad. Con un impulso de sus poderosas alas llegó al otro extremo de la habitación en un instante, y descorrió uno de los tapices.

Se topó con unos ojos castaños que la miraban con temor.

—Kendal —dijo Ahriel.

El bardo dio media vuelta y echó a correr.

Ahriel lo había esperado. Conocía perfectamente la existencia de aquel pasadizo secreto, y se había asegurado de que Kendal lo descubriese también. Llevaba varios días vigilándole, y había detectado su comportamiento furtivo, pero necesitaba una prueba concluyente. Había preparado una falsa reunión con la reina en el salón de los tapices. Se había asegurado de que Kendal se enterase, como por casualidad. Y allí lo tenía.

Ahriel replegó las alas todo lo que pudo para que su alta figura pudiese pasar con facilidad a través del estrecho pasadizo. El muchacho corría delante de ella, pero Ahriel sabía que no tenía escapatoria: Kab lo estaría esperando al otro lado.

Súbitamente, lo perdió de vista, y dejó de oír sus pisadas en la oscuridad. Siguió adelante y se topó con una figura fornida.

—¡Ahriel! —era la voz de Kab—. ¿Se puede saber qué haces aquí? ¿Dónde se ha metido el chico?

Ahriel no respondió. Dio la espalda al capitán para volver sobre sus pasos.

—No puede haberse esfumado —gruñó Kab.

—No lo ha hecho —aseguró el ángel, que veía mejor que el humano en la oscuridad—. Mira esto, hay una encrucijada. Un pasillo a la derecha y otro a la izquierda. ¿Cómo hemos podido pasarlos por alto?

Kab gruñó algo y desapareció por el túnel de la derecha. Ahriel se internó por el de la izquierda.

Al cabo de un rato oyó una respiración entrecortada, y supo que había alcanzado a su presa. Entendió enseguida por qué.

El túnel no tenía salida. Probablemente se trataba de un falso pasadizo, para despistar a posibles perseguidores, y el camino correcto era el que había tomado Kab. En cualquier caso, Kendal había caído en la trampa.

Ahriel vio entonces al chico. Estaba acurrucado contra la pared, y no se había percatado de su presencia, porque el ángel era silencioso como una sombra. Alargo la mano hacia Kendal y lo agarró de la camisa. El bardo gritó, sobresaltado.

—No te muevas —dijo Ahriel fríamente.

Lo registró en la oscuridad, mientras Kendal se hacía a la idea de que había sido capturado. No llevaba ningún arma.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —se atrevió a preguntar.

Ahriel no contestó.

—Por favor —insistió el bardo—. Necesito saberlo. ¿Qué va a pasarme?

—Eso depende de cuánto estés dispuesto a contar —respondió Ahriel, empujándolo para que caminase frente a ella, de vuelta al corredor principal—. Pero yo diría que tu implicación en el asesinato del conde Aren va a costarte cara.

—¿¡Qué!? —soltó el muchacho, estupefacto—. ¡Pero si yo no...!

Se detuvo un momento y miró al ángel.

—Tú no puedes estar de su parte, ¿verdad? —preguntó de pronto—. A ti también te ha engañado.

Ahriel no respondió.

—Yo no traicioné al conde Aren, ¡era mi amigo! — protestó el muchacho—. ¡Saria no desea la guerra!

—Silencio —dijo Ahriel con frialdad.

No había levantado el tono de voz, pero no fue necesario. Kendal, intimidado, obedeció.

Pero, cuando estaban a punto de abandonar el túnel ciego, el joven bardo añadió suavemente:

—Karish no ha sido amenazado por otros reinos. Nadie se atrevería a atacar a un país cuya reina está protegida por los ángeles.

Ahriel no replicó.

En aquel momento fue visible la entrada del túnel, y vieron la imponente silueta de Kab recortándose contra ella. Kendal se revolvió y trató de escapar, pero Ahriel lo sujetaba con mano de hierro.

—¡Vaya, vaya! —dijo el capitán—. ¡Así que has cogido a la pequeña rata que olisquea tras las puertas!

El muchacho se volvió de nuevo hacia Ahriel, y ella pudo ver que tenía los ojos muy abiertos y estaba temblando de puro terror.

—Por favor, señora, tienes que creerme... —susurró apresuradamente—. Te ha mentido. ¡Lleva años moviendo hilos para apoderarse del reino de Saria!

Kab agarró al chico y lo apartó brutalmente del ángel.

—Calla, miserable... No molestes a la dama —se volvió hacia el ángel—. La reina debe de estar esperándote. No te preocupes por este canalla. Yo me encargo de él.

Ahriel asintió, pero se quedó un momento en el corredor, viendo cómo el capitán de la guardia arrastraba al muchacho, que se debatía con todas sus fuerzas, hacia el extremo opuesto del túnel, que acababa en el sótano... junto a las mazmorras.

Iba a darse la vuelta cuando aún oyó el grito desesperado de Kendal:

—¡Señora! ¡¡¡El capitán asesinó al conde!!!

Se oyó un golpe y un gemido. Ahriel se giró para ver qué había pasado, y vio a Kab arrastrando al muchacho inconsciente como un fardo desmadejado. También percibió, gracias a su extraordinario sentido de la vista, la extraña mirada que le dirigió el capitán.

Y sintió una rara inquietud.

II

Quién lo iba a decir —suspiró la reina—. Un chico tan joven... Y cantaba como los ángeles, si me permites la expresión...

—¿Ha confesado?

—Todavía no, pero lo hará. Kab está con él.

Ahriel asintió. Aquel extraño sentimiento de intranquilidad no terminaba de abandonarla.

—¿Confías en Kab, señora?

La reina se volvió inmediatamente hacia ella.

—Por supuesto. ¿Por qué me haces esa pregunta?

Ahriel se encogió de hombros.

—Vivimos días extraños. Hay que desconfiar de todo.

María le dirigió una mirada penetrante.

—Tienes razón, Ahriel. Y ese chiquillo es el ejemplo perfecto del doble juego de Saria. Proclaman a los cuatro vientos que quieren establecer una alianza con Karish, a pesar de que más de la mitad de los sarianos nos odian. Envían a un conde pacifista a tratar con nosotros... y a un espía para que controle al pacifista. Cuando el conde regresa a su tierra, el espía lo comunica a los asesinos sarianos, que lo matan en nuestras tierras y dejan el cuerpo en Saria con un puñal karishano clavado en el corazón. El rey levanta el puño y maldice a Karish y nos declara la guerra; pero ante el resto de los reinos, nosotros aparecemos como culpables, ¿te das cuenta? La confesión del muchacho podría poner las cosas en su sitio.

—En tal caso, espero que Kab no se exceda con el joven bardo.

—¿Por qué?

—Porque, si el muchacho es torturado, confiese lo que confiese, los otros reyes pensarán que se le ha obligado a hacerlo.

—No lo había pensado —admitió la reina—. Entonces, será mejor que bajes a ver qué tal van las cosas.

Ahriel asintió y, sin una palabra, salió de la habitación.

Momentos después descendía por la escalera de caracol que llevaba a las mazmorras. Un espantoso grito la recibió, y el ángel se estremeció al reconocer la voz de Kendal. Se obligó a mantener la calma. «Imparcialidad, justicia, serenidad», se recordó a sí misma.

Avanzó por el pasillo con seguridad. Los presos se asomaban por la minúscula ventana enrejada para ver quién se acercaba; pero cuando Ahriel se volvía para mirarlos, retrocedían, intimidados, hasta el fondo de sus celdas. Quizá, en la límpida mirada del ángel, veían reflejada la negrura de su propia alma, como si de un espejo se tratase.

Se detuvo ante la puerta de la celda de Kendal. Iba a entrar, cuando la voz del muchacho, ronca y entrecortada, pero claramente audible, dijo:

—¡Yo te vi! Saliste tras el conde aquella noche. ¡Eres un asesino!

Ahriel, indignada, puso la mano sobre el pomo de la puerta, pero la risa de Kab y lo que oyó a continuación la detuvieron:

—Sí, es cierto, pero nadie va a saberlo, ¿y sabes por qué? Porque nadie va a creerte, chico. Y en la prisión de Gorlian a nadie le importa un conde más o un conde menos. Así que te conviene colaborar, o de lo contrario...

Ahriel abrió la puerta de golpe. Kendal se acurrucaba contra la pared. Estaba encadenado, y Ahriel vio que su pálido rostro presentaba algunas contusiones. Kab se volvió hacia ella.

El ángel leyó la verdad en los ojos del capitán de la guardia.

—Tú —dijo—. Tú asesinaste al conde Aren.

En un rápido movimiento, Kab sacó la espada de la vaina, pero cuando la descargó contra el ángel, el acero de ella ya lo estaba esperando. La espada de Kab voló por los aires y rebotó contra las baldosas del suelo. Los ojos del capitán se volvieron hacia la puerta, pero Ahriel y su espada se interponían entre él y la libertad, y el ángel permanecía firme como una estatua de mármol. Kab la miró, desafiante.

—Ya lo sabes. ¿Qué vas a hacer ahora?

Por toda respuesta, Ahriel descargó su espada. Instintivamente, Kab se cubrió el rostro con la mano, pero el golpe no llegó. Sin embargo, un fuerte ruido metálico resonó por el calabozo. Kab abrió los ojos y vio que la espada de Ahriel había roto, de un solo golpe, las cadenas que aprisionaban a Kendal.

—Vete —dijo solamente el ángel.

Los ojos de Kab se volvieron hacia el rincón donde yacía su espada. Pero el filo del arma de Ahriel rozaba de nuevo su piel.

El joven bardo se incorporó, tembloroso. Probó a dar unos pasos. Se volvió hacia Ahriel, pero ella no lo miró.

—Gracias —dijo.

Ahriel no respondió. Sus ojos seguían fijos en Kab, quien, muy a su pesar, se encogió sobre sí mismo, intimidado por la fuerza de aquella mirada.

Kendal vaciló. Finalmente, se deslizó por detrás de Ahriel y salió de la celda. Los dos lo oyeron correr por el pasadizo, hacia la libertad.

Other books

Refuge Cove by Lesley Choyce
La máscara de Ra by Paul Doherty
Heliconia - Invierno by Brian W. Aldiss
When the War Is Over by Stephen Becker
Midnight Alley by Rachel Caine
Colorado Christmas by C. C. Coburn
A Sword Upon The Rose by Brenda Joyce
Deadly Web by Michael Omer