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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (5 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Bolitho no las había visto.

—No estoy seguro del todo —dijo, muy despacio.

Buckle sonrió por primera vez.

—Si le pilla una de esas calmas, puede colocar un remo largo en cada una de las escotillas, señor. Si se libera la cubierta inferior y se coloca a cada hombre en uno de esos remos, aún puede sacarle más jugo.

Bolitho desvió la mirada. La lectura de los libros y la correspondencia no le habían informado ni de la mitad de lo que debía saber. Se sintió vagamente indignado por la ausencia del primer teniente. Normalmente, el anterior capitán, o al menos el teniente de mayor rango hubiera permanecido a bordo para indicarle el comportamiento y los fallos del barco.

—En seguida se hará al barco, señor —dijo Buckle—. Es el mejor de todos.

Bolitho le ojeó de arriba abajo. El piloto no parecía tonto en absoluto, pero, al igual que Graves, parecía ocultar algo. Quizá estaban esperando a que les mostrara su fuerza, o su debilidad. Se obligó a responder fríamente.

—Eso ya lo veremos —cuando elevó la mirada observó que le hombre le contemplaba con una súbita ansiedad—. ¿Alguna otra cuestión? —añadió—.

Buckle se puso en pie.

—No, señor.

—Bien. Creo que las órdenes para zarpar llegarán en cualquier momento. Espero que el barco esté preparado.

Buckle asintió.

—Sí, señor. No tema.

Bolitho se sinceró. Posiblemente fuera su propia inseguridad la que le hacía comportarse de modo innecesariamente duro con su piloto. Y era muy probable, también, que precisara en gran medida de la guía de Buckle hasta que cogiera el pulso a su nuevo puesto.

—No tengo la menor duda —dijo— de que se me sentiré tan satisfecho con sus servicios como lo estaba el capitán Ransome.

Buckle tragó saliva con un esfuerzo.

—Sí, señor —echó una mirada en derredor del camarote—. Gracias, señor.

La puerta se cerró a sus espaldas, y Bolitho pasó un dedo por su silla. Tan sólo hacía unas horas desde que había subido a bordo entre el estruendo de las gaitas, y ya comenzaba a sentirse como otra persona.

Su vida anterior resultaba tan extraña, aquella existencia en la que podía discutir y competir con el resto de los compañeros, maldecir al capitán a sus espaldas o desvelar una debilidad que sólo él conocía. Y desde ese día, una sola palabra podía provocar un estremecimiento en los ojos de un hombre, o hacerle temer por su propia seguridad. Buckle le llevaba dieciocho años, pero aún así, a la primera muestra de disgusto de Bolitho casi se había encogido.

Cerró los ojos e intentó decidir cómo debía obrar. Un intento de resultar demasiado popular era una estupidez, pero mantener de modo inflexible la disciplina y el orden lo convertirían en un tirano. Recordó las palabras de Colquhoun y sonrió con tristeza; hasta que uno no alcanzaba el elevado puesto de Colquhoun no se estaba seguro de nada.

En algún lugar fuera de la cámara escuchó una bravuconada, y la respuesta desde un bote. Luego el crujido del casco, el recorrido de unos pasos sobre una pasarela. Parecía irreal e increíble que el barco, su barco, se ocupara de sus asuntos mientras él continuaba sentado a la mesa. Suspiró de nuevo, y fijó la mirada en la pila de papeles y libros. Le llevaría más tiempo del previsto ponerse al día.

Se escuchó otro golpe en la puerta y Graves entró inclinando la cabeza; se quitó el sombrero y lo aplastó bajo el brazo.

—El bote esperado acaba de llegar, señor —le tendió un pesado sobre de lona sellado—. Del buque insignia, señor.

Bolitho lo tomó y lo dejó descuidadamente sobre la mesa. Sin duda, eran las órdenes para zarpar, y se reprimió para no actuar como realmente deseaba: rasgarlo, para saber y comprender qué se esperaba de él.

Vio que Graves dirigía su mirada en torno a la cámara, y que deslizaba sus ojos desde la casaca desechada al sombrero en el banco, y, finalmente, a la camisa desabotonada de Bolitho.

—¿Desea que me quede, señor? —dijo, rápidamente.

—No. Le informaré de su contenido cuando haya tenido tiempo de estudiarlo.

Graves asintió.

—Estoy esperando que se presente ante nosotros la última gabarra, señor. He enviado al tonelero a tierra para meterles prisa, pero…

Bolitho sonrió.

—Entonces, ocúpese de eso, si le parece.

Bolitho le vio marchar, y luego rasgó el sobre. Aún leía las pulcras órdenes escritas cuando escuchó voces en la pasarela al otro lado de la puerta. Primero la de Graves, resentido y lacónico, y luego otra voz, calmada al principio, y que luego subía de tono, iracunda.

—Bien, y ¿cómo, en el nombre de Dios, iba yo a saberlo? ¡Podías haberme hecho una señal, estúpido! —finalizó.

Le siguió un repentino silencio y, algo después, un golpe en la puerta.

El teniente que penetró en la cabina no era, en absoluto, como Bolitho lo imaginaba. Demasiado joven para un cargo eventual, había dicho Colquhoun, y aún así ese hombre era probablemente dos años mayor que él; alto, de hombros anchos y muy bronceado. Su espeso cabello castaño rojizo rozaba los huecos de los baos, de modo que parecía llenar la habitación por entero. Bolitho le miró con calma.

—¿El señor Tyrrell?

El teniente asintió brevemente.

—Señor —tomó un poco de aire—. Debo disculparme por mi tardanza. He estado en el buque insignia.

Bolitho bajó la mirada hasta su mesa. En el habla de Tyrrell se notaba un deje vulgar, la huella de un hombre nacido y educado en las colonias americanas. Se parecía a un animal semisalvaje, y la agitación de sus resoplidos revelaba la furia que aún albergaba.

Bolitho asintió.

—Acabamos de recibir las órdenes de navegación.

Tyrrell no pareció escucharle.

—Era un asunto personal, señor. No encontré tiempo para arreglarlo en otro momento.

—Ya veo.

Esperó, mientras observaba al hombre, que miraba sin cesar hacia las ventanas de popa. Adoptaba una extraña posición, con un brazo colgando a lo largo del cuerpo, y el otro dirigido hacia su espada: relajado, pero cauteloso, como alguien que esperara un ataque.

—Hubiera preferido encontrar a mi primer teniente a bordo cuando llegué —continuó.

—He enviado los restos del capitán Ransome a tierra para que sean conducidos a casa con sus pertenencias, señor. Como usted aún no había tomado el mando, me sentí en libertad para actuar como consideré mejor —miró a Bolitho sin alterarse—. Me encontraba a bordo del buque insignia para pedir, o suplicar si era necesario, un traslado a otro barco. Me ha sido denegado.

—¿Considera que, ya que no ha sido ascendido en este barco, su talento encajará mejor en otra parte? ¿Es eso?

Tyrrell sonrió por lo bajo. Eso transformó inmediatamente a un hombre furioso en otro con un encanto evidente, y con la complexión infatigable de un luchador.

—Lo siento de veras, señor, pero no se debe a eso. Como sin duda sabe, soy lo que el difunto capitán Ransome definía como «colono local» —añadió, con amargura—. Aunque cuando llegué a bordo hace un año parecía que todos estábamos en el mismo bando: contra los rebeldes.

Bolitho se puso rígido. Resultaba extraño que no hubiera considerado nunca antes el caso de gente como Tyrrell. Buenas familias americanas, leales a la corona, los primeros en resistirse a la súbita revolución que surgió entre ellos; pero a medida que la guerra avanzaba e Inglaterra había luchado por conservar primero un pedazo, y luego al menos un asidero en la colonia, los leales como Tyrrell se había convertido de repente en invasores.

—¿De dónde proviene usted? —preguntó.

—De Virginia, en el condado de Gloucester. Mi padre vino de Inglaterra para establecer un comercio marítimo a lo largo de la costa. Era piloto de una de sus goletas cuando comenzó la guerra. He servido al rey desde entonces.

—¿Y su familia?

Tyrrell desvió la vista.

—Sólo Dios lo sabe. No tengo noticias de ellos.

—¿Y desea ser trasladado a un barco más cercano a su hogar? ¿Volverá la espalda a la que ahora considera su gente? —Bolitho no escondió la mordacidad de su tono.

—No, señor. No es eso —elevó uno de sus brazos y lo dejó caer; su voz sonaba ahora airada—. ¡Soy un oficial del rey, y no importa lo que Ransome, maldito sea, pudiera creer!

Bolitho se puso en pie.

—No pienso hablar de su difunto capitán.

—El capitán Ransome se encuentra ahora a salvo en su barrica de alcohol, en la bodega del barco que le transporta —replicó Tyrrell, tozudamente—. Su viuda llorará por él en su lujosa mansión de Londres. Sus manejos le han costado la vida —rió brevemente—. La versión oficial ha sido fiebres —miró en torno a la cabina—. ¿Ve todo esto, señor? Aquí se adivina la mano de una mujer. ¡Apenas avanzábamos una milla con el
Sparrow
sin que nos trajera a bordo alguna de esas malditas mujerzuelas! —parecía incapaz de callar— Ese es el tipo de fiebre que acabó con él, y le estuvo bien empleado, si me pregunta mi opinión.

Bolitho se sentó de nuevo. Una vez más, le habían ocultado la verdad. Mujeres allí, en la cabina. Había escuchado cosas así de barcos mayores, pero sólo de vez en cuando. En el
Sparrow
, donde no podían garantizar su seguridad si era llamado a la batalla, impensable.

Tyrrell le estudiaba con expresión severa.

—Se lo tenía que contar, señor. Yo soy así. Y le diré una cosa más. Si no se lo hubiera llevado por delante la enfermedad, lo hubiera matado yo mismo.

Bolitho le miró fríamente.

—Entonces es que es usted tonto. Si no tiene más fuerza que la física, yo en persona solicitaré su traslado, y le aseguro que en esta ocasión no rechazarán la propuesta.

Tyrrell fijo su mirada en algún punto más allá de la espalda de Bolitho.

—¿Se mostraría tan calmado, señor, si una de las mujeres fuera su propia hermana?

La puerta se abrió una pulgada, y a través de ella asomó la curtida faz de Stockdale. En su mano se tambaleaba una pequeña bandeja de plata, dos vasos y una jarra.

—Creí que quizás deseara tomar algo, señor —dijo, con su voz asmática—. Como si fuera una especie de celebración.

Bolitho señaló hacia la mesa y esperó a que Stockdale se marchara. Tranquilo, sin decir una palabra, llenó los vasos; sabía que los ojos de Tyrrell seguían todos sus movimientos. Mal comienzo para cualquiera de los dos. Si aún quedaba una oportunidad para remediarlo, era en ese momento, en ese mismo instante. Si Tyrrell tomaba ventaja de su rendición, resultaba obvio cómo acabarían. Le tendió un vaso.

—Tengo dos hermanas, señor Tyrrell —dijo, con gravedad—. Y, en respuesta a su pregunta, he de reconocer que no, que no podría mantener la calma —sonrió ante la súbita sorpresa en los ojos del teniente—. Le sugiero que hagamos un brindis: por nosotros dos. ¿De acuerdo?

Tyrrell se levantó y sostuvo su vaso en alto junto al de Bolitho.

—Entonces, bebamos por un nuevo comienzo, señor.

Bolitho sostuvo su vaso con firmeza.

—¿No solicitará el traslado?

El otro sacudió la cabeza.

—No.

Bolitho alzó su vaso.

—Entonces, por un nuevo comienzo —bebió un sorbo y añadió—. Lo que resulta muy adecuado para usted, señor Tyrrell. Partimos mañana para unirnos al escuadrón en alta mar —hizo una pausa al ver la repentina desesperación en los rasgos del otro hombre—. No muy lejos de la costa de Maryland.

—Gracias a Dios —dijo Tyrrell. Sé que soy un estúpido, pero el simple hecho de regresar de nuevo a esa zona hace que lodo parezca distinto.

Bolitho posó su vaso.

—Así que me reuniré con nuestros oficiales, de modo informal, cuando termine la primera media guardia —tuvo cuidado en emplear de nuevo un tono oficial—. Mientras tanto, deseo que me guíe en una inspección por el barco. Y quiero verlo todo, lo bueno y lo malo.

Tyrrell asintió.

—Así se hará, señor —una sonrisa se extendió lentamente por su rostro—. Tengo el presentimiento de que el
Sparrow
va a volar a partir de ahora como nunca en su vida —se puso en pie mientras Bolitho se vestía la casaca y se abotonaba la camisa—. Ahora, si es tan amable de seguirme, señor…

Bolitho reparó una vez más en los anchos hombros de Tyrrell mientras caminaban hacia la luz diurna en la cubierta de artillería, y contuvo un suspiro. Si cada día iba a traerle una competición similar, su comandancia resultaría, al fin y al cabo, toda una experiencia.

—Comenzaremos por la batería de estribor, señor Tyrrell —dijo.

El primer teniente se detuvo bajo la toldilla de popa.

—Como usted diga, señor. Todo —sonrió de nuevo—. Lo bueno y lo malo.

Stockdale retiró la jofaina en la que Bolitho se había afeitado, y dedicó una mirada al desayuno, intacto sobre la mesa del camarote. Sobre su cabeza, en todas partes, el ambiente rebosaba ruido y bullicio. Los preparativos antes de zarpar parecerían caóticos y gratuitos al profano, pero para el ojo experto cada hombre tenía un puesto, y una razón para permanecer en él. Las millas de cabos y jarcias, cada pedazo de vela, todo formaba parte vital del engranaje que hacía que el barco se moviera y pudiera funcionar perfectamente.

Bolitho caminó hasta las ventanas de popa y contempló la línea que la tierra más cercana dibujaba. La mañana se presentaba brillante, con el cielo muy claro y despejado sobre las colinas. Observaba el mástil sobre el promontorio de la batería, con la bandera que antes colgaba sin gracia y que ahora flotaba y ondulaba debido al propicio viento del noreste. Su obligación de permanecer encerrado en la cámara le provocaba un dolor casi físico, la espera, con tanta inquietud, del momento adecuado para hacer su aparición.

Unas voces resonaron sobre la cubierta superior, y las sombras se movieron con premura sobre la lumbrera. De vez en cuando escuchaba el lastimero sonido de un violín, o el murmullo distorsionado de una saloma cuando los hombres rodaban el cabestrante.

Durante las horas anteriores y gran parte de la noche había dado vueltas y vueltas en su lecho y escuchado los ruidos del mar, los crujidos de las cuadernas y aparejos; su mente repasaba cada contingencia, y el cerebro le hervía ante la imagen mental del mapa de navegación. Todas las miradas ociosas recaerían en él esa mañana; desde las de la cubierta del buque insignia a las de algún teniente desconocido que, sin duda, odiaría a Bolitho por arrebatarle la oportunidad dorada que ya consideraba suya.

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