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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (4 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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—Este es el señor Buckle, el piloto, señor —se apresuró a decir Graves—. El señor Dalkeith, cirujano —su voz acompañó a Bolitho hasta la pequeña fila de oficiales de cubierta de mayor importancia.

Bolitho retuvo cada rostro, pero se hizo el propósito de profundizar en su relación. Pronto habría ocasión de ello, pero en esos momentos lo realmente importante era la impresión que él les causara.

Se detuvo junto a la barandilla de popa, y bajó la vista hacia la cubierta de artillería. El
Sparrow
medía unos ciento diez pies en aquella cubierta, pero poseía una amplia manga de treinta pies, casi la adecuada para una fragata. Así no resultaba extraño que pudiera contener un armamento tan poderoso para su tamaño.

—Haga que formen en la popa, señor Graves.

Mientras la orden se transmitía de unos a otros y los hombres que llegaban se apretaban junto a los que se habían reunido, sacó su nombramiento del bolsillo y lo extendió sobre la barandilla. Sintió la madera ardiendo bajo sus manos.

De nuevo dirigió una mirada a las caras que se encontraban en el nivel inferior. ¿Cómo se las arreglarían todos para subsistir en un barco tan pequeño? Ciento quince seres se apiñaban en el
Sparrow
, y mientras se daban empellones bajo la superestructura de popa, parecían ser al menos el doble.

Graves se llevó la mano al sombrero.

—Todos presentes, señor.

—Gracias —replicó Bolitho, con igual formalidad. Entonces, con voz tranquila, comenzó a presentarse, leyendo el nombramiento en voz alta. Había escuchado a otros capitanes hacer lo mismo en muchas ocasiones, pero mientras leía las palabras dibujadas con hermosa caligrafía se sintió, una vez más, como un espectador.

Estaba dirigido al señor Richard Bolitho, y requería que se presentara a bordo en el acto y asumiera el cargo y los poderes de capitán del
Sparrow
, corbeta de guerra de Su Majestad el Soberano de Inglaterra.

Una o dos veces, según su voz se extendía por la cubierta, escuchó a un hombre que tosía o cambiaba el peso de un pie a otro, y, a bordo de otra corbeta cercana vio que un oficial seguía los acontecimientos mediante un catalejo. Guardó el nombramiento en la casaca.

—Me retiraré a mi camarote, señor Graves.

Se puso de nuevo el sombrero y caminó despacio hacia una escotilla cubierta ante el palo de mesana. Reparó en que el timón del barco estaba completamente al descubierto. Mal lugar en una tormenta, pensó, o cuando las balas comenzaran a volar.

Escuchó a su espalda el rumor creciente de las voces en cuanto los hombres fueron despedidos, y percibió, también, el pesado aroma de la comida en el aire inmóvil. Se sintió orgulloso de haberse contenido y no haber pronunciado un discurso. Hubiera parecido vanidoso de su parte, y lo sabía. De todos modos, el día era tan hermoso que deseaba compartirlo con todos ellos de alguna forma.

Con la emoción, se había olvidado del tiempo. Ahora, según seguía su camino escaleras abajo por la cubierta de artillería, y dejaba atrás, en la popa, la figura encogida de Graves, se sentía más que orgulloso por haber dejado de lado la lectura formal de su nombramiento. Que los hombres permanecieran bajo el sol para escuchar un discurso pomposo era una cosa, pero obligarles además a que renunciaran a su bien ganado rancho por esa razón era algo totalmente distinto.

Gritó cuando se golpeó la cabeza contra un bao de la cubierta. Graves se giró hacia él.

—Lo siento, señor.

Parecía aterrorizado ante la idea de que Bolitho pudiera culparle por la falta de espacio.

—La próxima vez me acordaré.

Llegaron a la cámara de popa y entraron. Por un instante permaneció en pie, sin reaccionar, apreciando las graciosas ventanas inclinadas de popa, que se extendían de una a otra banda, y que dejaban ver el fondeadero y el promontorio, un panorama reluciente. Habían pintado la cabina en verde pálido, y los paneles se hallaban salpicados con hojas doradas. La cubierta desaparecía bajo unos paños a cuadros blancos y negros, y a cada lado se habían colocado varios muebles bien torneados. Alzó la cabeza, cauteloso, y descubrió que podía permanecer de pie entre los baos del techo.

Graves le contemplaba con preocupación.

—Me temo que tras una estancia en un barco de línea, aquí Be encontrará un poco estrecho.

Bolitho sonrió.

—Haga que me traigan los libros del barco después de que haya comido, señor Graves. También quisiera mantener una reunión informal con los otros oficiales hoy, en algún momento —hizo una pausa, viendo de nuevo la cautela en sus ojos—, incluido el primer teniente.

Graves se inclinó y Bolitho se situó de espaldas a la puerta cerrada. Apretado, después de la estancia en un navío de línea, había dicho Graves. Arrojó su sombrero a través del camarote hasta un banco bajo las ventanas. Se libró de la espada y la dejó sobre una silla de terciopelo verde. Se estaba riendo en voz alta, y el esfuerzo por contenerse le resultaba casi doloroso.

¿Estrecho? Caminó, bajando la cabeza entre los baos. Aquello parecía un palacio, después del camarote de oficiales del
Trojan
. Se sentó junto al sombrero y echó una ojeada a la ordenada cabina de aspecto tan alegre.

Y era suya.

II
Libertad

La tarde estaba ya muy avanzada cuando Bolitho decidió que había leído al fin todo lo que se podía encontrar respecto al barco. Libros de castigo, actas, facturas de relojes, cuentas de almacenes y resguardos de abastecimiento. La lista parecía interminable, pero no se aburrió en ningún momento. Con la casaca nueva colgada en el respaldo de la silla, su pechera aflojada y la camisa desabotonada, cada asunto le parecía aún más fascinante que el anterior.

Su predecesor, el capitán Ransome, había mantenido, aparentemente, un barco eficiente y disciplinado. El libro de castigos mostraba faltas comunes y las sanciones habituales para esos pequeños delitos. Unos pocos casos de embriaguez, menos aún por insolencia e insubordinación, y el peor crimen registrado había sido el de un marinero que había golpeado a un oficial de poco rango durante una instrucción.

Ransome había sido extremadamente afortunado en una cuestión: durante la misión del barco en el Támesis había podido escoger su tripulación entre lo mejorcito que se hallaba disponible: hombres procedentes de buques mercantes, o transferidos de veleros fuera de circulación. Se había encontrado con la posibilidad de completar su dotación con mucha menos dificultad que la mayor parte de los capitanes.

En contra de lo que revelaba la tensa atmósfera del barco, existía una lista de informes bastante negativa en los cuadernos de bitácora. El
Sparrow
había sido llamado a la acción tan sólo una vez en los dos años posteriores a su marcha de Inglaterra, y aun entonces lo emplearon como refuerzo secundario de una fragata que pensaba atacar a un burlador del bloqueo. Por tanto, no resultaba extraño que el guardiamarina Heyward hubiera mostrado cierta preocupación ante sus comentarios acerca de los grandes cañones. Posiblemente las había interpretado como críticas a su poco uso.

Aparecían también las listas habituales de hombres transferidos a otros barcos, por ascensos o temas similares. Habían cubierto sus puestos lo que Ransome denominaba en su diario personal «colonos locales voluntarios». Bolitho dedicó bastante tiempo a las anotaciones diarias del anterior capitán. Sus comentarios resultaban muy breves, y ningún sentimiento emanaba de ellas. Mientras se tomaba una pausa de vez en cuando para escudriñar la cámara, Bolitho se sorprendió planteándose preguntas acerca de Ransome: un oficial con experiencia y muy competente, y, evidentemente, un hombre de buena cuna, y que, por lo tanto, gozaba de influencias. Su camarote no parecía corresponderse en nada con ese retrato mental: era extremadamente atractivo y confortable, con la única pega de no coincidir en absoluto con lo que se esperaba en un barco de guerra.

Suspiró y se reclinó de nuevo en la silla mientras su criado personal Fitch entraba de puntillas, bajo la luz que declinaba, para retirar los restos de la comida. Fitch era menudo, una caricatura de hombre, que ya había confesado su no muy brillante pasado de ladronzuelo de poca monta. Salvado de la deportación, o de algo peor, por la providencial llegada de un barco del rey mientras esperaba sentencia en las Assizes, había aceptado la vida en el mar como otro modo de castigo, más que como vocación; pero parecía ser un criado eficaz, y posiblemente le agradara ese trabajo. Le alejaba de las tareas más pesadas en cubierta, y si coincidía que su señor era un hombre humanitario tenía poco qué temer.

Bolitho le observó mientras colocaba la vajilla en una bandeja. Había sido una comida excelente: lengua fría y verdura fresca de tierra firme, y un clarete del que Fitch dijo con pena que «era el último de la reserva del capitán Ransome» había añadido el último toque.

—Tu difunto capitán —Bolitho vio cómo el hombrecillo se estremecía.

—¿Dió algún tipo de instrucciones respecto a las propiedades que dejaba a bordo?

Fitch entrecerró los ojos.

—El señor Tyrrel se ha ocupado de eso, señor. Se enviaron a un transporte para que fueran facturadas a casa.

—Debió haber sido un oficial muy destacado.

Bolitho odiaba indagar de ese modo, pero sentía que precisaba de un vínculo, por pequeño que fuera, con el hombre que había controlado el barco desde el día en que había sido botado.

Fitch se mordió los labios.

—Era un capitán estricto, señor. Le preocupaba que cada cual cumpliera con su trabajo. Si todos obedecían, era feliz, señor. Si no… —encogió sus hombros huesudos— mostraba cierta tendencia a maldecir.

Bolitho asintió.

—Puedes irte.

Era inútil intentarlo con Fitch. Su vida se limitaba a las entradas y las salidas; comida, bebida, un abrigo templado o una maldición deslizada si las cosas no salían como el señor pretendía.

Unas pisadas resonaron sobre su cabeza, y tuvo que reprimirse para no correr a las ventanas de popa o subir a una silla para atisbar a través de la lumbrera emplazada sobre la mesa. Se acordó de sus antiguos compañeros del cuarto de oficiales en el
Trojan
, y se preguntó si le echarían de menos. Probablemente no. Su ascenso motivaría un hueco, y, por lo tanto, un escalón más que otro subiría. Sonrió para sí. Le llevaría tiempo acostumbrarse a su nuevo puesto. Tiempo y atención.

Hubo un golpe en la puerta, y Mathias Buckle, el piloto, irrumpió en la habitación.

—¿Puede dedicarme un momento, señor?

Bolitho le mostró una silla. De nuevo aquello resultaba inusual en un navío de guerra. No había infantería de marina entre la tripulación, y los visitantes que acudían a la cámara del capitán parecían entrar y salir a sus anchas. Quizá Ransome había alentado esa informalidad.

Observó a Buckle, que se acomodaba en la silla. Era un hombre bajo, cuadrado, con ojos calmosos y el cabello casi tan negro como el de Bolitho. De unos cuarenta años, resultaba el hombre de más edad en el barco.

—No deseo molestarle, señor —dijo Buckle—, pero como el primer teniente no se encuentra entre nosotros pensé… —se removió en la silla— pensé que podríamos solucionar de una vez el asunto de los ascensos.

Bolitho escuchó en silencio, mientras Bucle se adentraba en la enumeración de méritos que le atribuía a un hombre llamado Raven. Era una cuestión interna, pero Bolitho reparó en su importancia. En su primer día como capitán y ya se veía frente a ese tipo de asuntos.

—Considero, si no tiene inconveniente, señor —continuaba diciendo Buckle—, que podríamos ascenderle a segundo piloto durante un período de prueba.

—¿Durante cuánto tiempo ha sido usted piloto? —preguntó Bolitho.

—Sólo lo he sido en este barco, señor —los ojos claros de Buckle parecieron alejarse—. Con anterioridad serví como segundo piloto en el viejo
Warrior
, un barco de setenta y cuatro cañones.

—Ha desempeñado bien su cargo, señor Buckle —intentaba localizar el dialecto del piloto. Londres, o aún más al este, Kent—. ¿Es un barco fácil de manejar?

Buckle pareció considerar la pregunta.

—Es un barco pesado para su tamaño, señor. Nada menos que cuatrocientas treinta toneladas. Pero cuanto más fuerte es el viento, mejor navega —frunció el ceño—. Con la mar calmada, es la piel del diablo —hizo un gesto vago—. Usted habrá visto ya las pequeñas escotillas a lo largo de cada tronera, señor.

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