Bolitho le miró con tristeza.
—Lo que cuenten por ahí vale de muy poco hoy.
—Por aquí, caballero —dijo un teniente.
Le siguieron, por orden de escalafón, y entraron en fila en la cámara de oficiales del barco.
El artista pasó rápidamente y se desvaneció en la gran cámara ante los gruñidos de Tyrrell.
—Dios mío, pero ¿qué nos pasa? ¿Harán dibujos también en el día del Juicio Final?
Durante toda la mañana, la situación continuó. Los testigos eran llamados y las evidencias presentadas. Hechos y rumores, asuntos técnicos o simple imaginación, parecía llevarles una eternidad ponerlo por escrito. Se hizo alguna pausa para descansar y para permitir que los asistentes estiraran las piernas por la toldilla.
Bolitho apenas habló durante toda la mañana. El resto de los testigos aguardaba su turno a su alrededor, y sus rostros expresaban confianza o incertidumbre: Odell, el de la goleta
Lucifer
, sus movimientos aún más rápidos y agitados por la tensión. El primer teniente del
Bacchante
y su piloto. El teniente que sobrevivió del
Fawn
, y un marinero ciego que había permanecido junto a Maulby cuando éste fue abatido.
Por su edad, o según el valor de su testimonio, los testigos escasearon hasta que sólo quedaron Bolitho y Tyrrell. A través de las escotillas abiertas, Bolitho veía cómo los botes navegaban entre los barcos y la costa, y la humareda que provenía de la playa donde un hombre quemaba madera que había encontrado flotando a la deriva.
Era primero de mayo, y el calor resultaba sofocante. Se imaginó cómo se estaría en su casa, en Falmouth, en esos momentos. A veces pensaba que jamás regresaría. Puntitos pálidos de ovejas en colinas y promontorios; vacas ruidosas en el pasto junto a la casa, que siempre miraban con curiosidad cuando ellos pasaban junto a la puerta, como si nunca los hubieran visto antes; y en la plaza del pueblo, de donde salían los coches para Plymouth, o donde cambiaban los caballos para otra ruta hacia el oeste, habría risas y alegría, porque si la guerra era una amenaza, también el invierno lo era, y ya quedaba muy atrás, hasta la próxima vez. Ahora, los marineros podrían salir a navegar en un mar en calma, y los campos y los mercados mostrarían los frutos de su trabajo.
—Señor Tyrrell —el teniente mantuvo la puerta abierta—. Por aquí.
Tyrrell recogió su sombrero y le miró.
—Hasta pronto, señor.
Bolitho quedó a solas, pero no por mucho tiempo. El testimonio de Tyrrell se refería puramente a los hechos, y tenía que ver con los momentos en los que viraron y comenzaron el ataque. Durante todo el tiempo, obedecía órdenes. Estaba a salvo. Cuando le llamaron, Bolitho siguió al teniente hasta la cámara sin recordar que hubiera escuchado su nombre.
Estaba abarrotado de personas sentadas, y, detrás de una mesa que iba casi de parte a parte, vio a los oficiales del consejo. En el centro, como presidente, se encontraba sir Evelyn Christie, flanqueado por diez capitanes de distinta edad y rango, a los cuales Bolitho no conocía. El contraalmirante Christie le miró.
—Su declaración jurada ha sido leída y contrastada con las evidencias —hablaba de modo formal y distante, y de pronto Bolitho recordó su último encuentro. La diferencia casi demostraba hostilidad—. Hemos escuchado el plan para capturar el
flute
, los acontecimientos que llevaron a su descubrimiento, incluidas las pruebas que ha ofrecido el capitán del
Lucifer
, y las de sus propios oficiales —hizo una pausa y removió los papeles—. En su declaración, usted dice que había advertido a su oficial superior contra una expedición del tipo de la que se organizaba, en la que cortaban todas las rutas.
Bolitho se aclaró la garganta.
—Pensé, que dadas las circunstancias…
El capitán más cercano dio un golpe.
—¡Sí o no!
—Sí —Bolitho mantuvo sus ojos en el almirante—. Le di mi opinión.
El almirante se reclinó contra la silla muy despacio.
—El acusado ha afirmado que eso no fue así. Le dio sus órdenes sólo después de haber usted insistido en que su barco se encontraría mejor emplazado al norte del banco.
En el súbito silencio, Bolitho pudo sentir cómo su corazón golpeaba como un martillo. Quería volver la cabeza y mirar a Colquhoun, pero sabía que un intento de ese tipo sería interpretado inmediatamente como indicio de culpa.
El capitán más antiguo de la mesa dijo abruptamente.
—¿Existe algún testigo que presenciara lo que ocurrió cuando esas decisiones fueron dictadas?
Bolitho se enfrentó a él.
—Sólo el comandante Maulby, señor.
—Ya veo.
Bolitho sintió que la cámara se cernía sobre él, y vio que los rostros más cercanos le observaban como si fueran una fila de pájaros hambrientos. El almirante suspiró.
—Continuaré. Después de abandonar los otros veleros, usted se dirigió hasta la posición asignada.
—Sí, señor.
El almirante elevó la mirada con un sobresalto.
—Entonces, ¿por qué cruzó el banco? —golpeó con una mano contra los papeles, arrancando una exclamación de los espectadores. ¿Sería Bolitho culpable?—. ¿Comprendió al final que el capitán Colquhoun estaba en lo cierto y que necesitaba su ayuda en el sur?
—No, señor —las manos le temblaban y un sudor helado le corría entre los hombros—. He dado mis razones. Nos quedamos sin viento, y no nos quedaba otra opción sino virar cuando lo hicimos —las imágenes acudieron a su mente, como fragmentos de una pesadilla: Heyward, avergonzado por perder el control del barco. Buckle, dubitativo y ansioso por salvar el barco cuando él le había revelado sus intenciones. Se escuchó a sí mismo añadir con calma—. El comandante Maulby era mi amigo.
—¿De verdad? —comentó, inexpresivo, el miembro más antiguo del consejo.
Bolitho volvió la cabeza y vio por primera vez a Colquhoun. Se sorprendió al comprobar cuánto había cambiado. Estaba muy pálido, y bajo la luz, su piel presentaba la textura de la cera. Permanecía en pie con los brazos colgados a los costados, y el cuerpo se movía sólo ligeramente por el suave balanceo de la cubierta, pero lo peor eran sus ojos. Permanecían fijos en el rostro de Bolitho, fijos en su boca mientras hablaba, y brillaban con un odio tan increíble que Bolitho exclamó.
—¡Dígales la verdad!
Colquhoun hizo un gesto como para avanzar, pero su escolta, el capitán de infantería, tocó su brazo y se relajó de nuevo. El almirante dio una palmada.
—¡Ya basta, capitán Bolitho! No permitiré este tipo de diálogos en este consejo.
El capitán más antiguo tosió discretamente.
—Conocemos el resto —continuó—. La acción del barco francés, la destrucción del
flute
, de lo cual no hay nada que decir. Pese al peligro obvio, se las arregló para rescatar a parte de la tripulación del
Fawn
, y muchos de sus heridos están vivos y recuperándose gracias a sus esfuerzos.
Bolitho le miró impertérrito. Había cumplido con su deber, pero las mentiras que Colquhoun ya había vertido sobre su carácter y su declaración, que sólo Maulby podía confirmar, convertían todo en una burla. Bajó la vista hasta la espada de Colquhoun sobre la mesa. Puede que la suya se encontrara allí pronto. Descubrió que no le preocupaba mucho, pero que no podía soportar un borrón sobre su nombre.
El almirante miró en torno de la abarrotada cámara.
—Creo que hemos escuchado bastante antes de que podamos suspender la sesión, ¿no es así, caballeros?
Bolitho se desanimó. Una larga comida; más retraso. Aquello era una tortura. Como la mayor parte de los presentes, se incorporó cuando la butaca del presidente del consejo retrocedió con estruendo.
—No, maldita sea, no pienso callarme —gritó una voz ronca—. ¡En el nombre de Dios, he entregado mis ojos por el rey! ¿No me van a permitir decir la verdad?
—¡Silencio! ¡O llamaré al oficial de la guardia!
No sirvió de nada. La mayor parte de los presentes estaban en pie, hablando y gritando al mismo tiempo. Bolitho vio que algunos incluso se habían subido a las sillas para ver qué ocurría tras ellos. El almirante se sentó sin decir nada, mientras el resto del consejo esperaba a que llevara a cabo su amenaza.
Las voces de acallaron, y la multitud se dividió para permitir que el artista bajito se acercara a la popa, a la mesa. Guiaba al marinero que se había quedado ciego a bordo del
Fawn
, y que ya había aclarado concisamente los intentos de cortar el cable y escapar de la artillería francesa.
Ahora, vestido con pantalones muy gastados y con una casaca azul prestada, con la cabeza inclinada como para olfatear a los que se encontraban más cercanos a él, se acercó a la mesa.
—Muy bien, Richards —dijo el almirante con seriedad. Esperó a que la gente se sentara de nuevo—. ¿Qué deseas decir?
El marinero se acercó al borde de la mesa y la palpó, y dirigió sus ojos vendados a la cabeza del almirante.
—Yo estaba allí, justamente en la toldilla con el capitán Maulby.
Nadie se movió o habló, excepto el marinero ciego llamado Richards. Bolitho vio cómo su mano se movía vagamente en el aire, y que su pecho respiraba pesadamente mientras recordaba esos terribles momentos.
—Los franceses se midieron bien con nosotros —dijo, con voz ronca—. Estábamos casi sin mástiles, y más de la mitad de nuestros muchachos habían muerto.
El capitán más antiguo hizo ademán de interrumpirle, pero el movimiento de la mano ribeteada de oro del almirante le hizo detenerse.
—Los remos largos habían desaparecido, pero durante todo el tiempo, el capitán Maulby gritaba y maldecía, como era su estilo —bajo las vendas tiesas, la boca del hombre esbozó una sonrisa—. Y si le daban ocasión, sabía maldecir en condiciones —su sonrisa se desvaneció—. Yo era el encargado del alcázar, y me encontraba sólo junto al timón. El piloto había caído, como mi segundo, los dos muertos. El primer teniente había fallecido, con un brazo amputado, y fue cuando el capitán se volvió a mí y gritó «Dios maldiga a Colquhoun, Richards, nos la ha hecho buena hoy» —su cabeza cayó y sus dedos golpearon sobre la mesa mientras repetía—. Eso fue lo que dijo «Hoy nos la ha hecho buena».
—¿Y qué sucedió entonces? —preguntó en voz baja el almirante.
Richards esperó un momento para recuperar la compostura. Nadie se movía, ni siquiera murmuraba. Las gaviotas que aullaban al otro lado de las ventanas de popa parecían demasiado chillonas para ser reales.
—El señor Fox, el segundo teniente, acababa de marchar a proa —dijo entonces—, creo que para encontrar hombres para las bombas. Varias balas de los cañones franceses situados en la orilla impactaron a bordo y mataron al señor Vasey, el guardiamarina. Sólo tenía catorce años, pero era un buen chico cuando quería. Cuando cayó, el capitán me gritó «Si Richard Bolitho estuviera hoy con nosotros, como quería, juro por Dios que iban a ver esos, con artillería o no».
El almirante golpeó sobre la mesa.
—¿Está completamente seguro? ¿Fueron esas sus palabras exactas?
Richards asintió con la cabeza.
—Sí, señor. No podría haberlas olvidado, porque fue entonces cuando nos golpearon de nuevo, y la verga cayó sobre la cubierta, y atrapó al capitán Maulby. Ni siquiera gritó —asintió de nuevo, muy despacio—. Era un buen capitán, aunque maldijera más de la cuenta.
—Ya veo —el almirante miró al capitán de mayor rango. Entonces, preguntó—. ¿Recuerda algo más?
—Golpeamos contra el arrecife, señor. La mesana se vino abajo y un condenado artefacto, si me perdona la expresión, señor, explotó en la batayola y me cegó. No recuerdo nada más, hasta que llegué a bordo del
Sparrow
.
—Gracias —el almirante hizo un gesto a un infante de marina—. Me encargaré de que cuiden de usted.
Richards elevó la frente.
—Gracias, señor. Espero que me perdone, pero tenía que dar mi versión.
Le guiaron entre los rostros que le observaban, y cuando se cerró la puerta de la cabina, un lento murmullo empezó a crecer con cierta ira. El almirante dio una palmada.
—No volveré a ordenar que se callen.
—Sin duda, no darán crédito a ese perro mentiroso —la voz de Colquhoun era cortante—, a ese… a ese… inútil.
El capitán dio un paso adelante para retenerle, pero retrocedió ante las palabras calmadas del almirante.
—Continúe, por favor, capitán Colquhoun.
—Oh, sí. Conocía bien a Bolitho y a Maulby, tan corruptos como vulgares ladrones —Colquhoun se había vuelto ligeramente, con los brazos extendidos, como si fuera a abrazar el tribunal—, y yo sabía muy bien que Bolitho quería todos los méritos para él. Por eso le envié al norte y le di a Maulby la oportunidad de lucirse —hablaba muy rápido, con el rostro empapado en sudor—. Descubrí desde el principio el jueguecito de Bolitho, y por eso ha tratado de acusarme. Supe que quería reservarse el barco francés sin ni siquiera darme tiempo para alcanzar mi posición de ataque. Sí, un ataque desde tierra, y con botes —calló, con la boca abierta por la sorpresa—.
—De modo que no estaba de acuerdo con su plan de ataque, capitán Colquhoun —dijo el almirante con frialdad—. ¿Mintió en su testimonio?
Colquhoun se volvió y le miró, con la boca aún abierta, como si le hubiera atravesado una bala y comenzara a sentir los estertores de la agonía.
—Yo… yo… —se alejó de la mesa—. Sólo quería… —no pudo continuar.
—Escolte al acusado, capitán Reece.
Bolitho observó a Colquhoun mientras atravesaba la muchedumbre de oficiales, con el paso aún menos firme que el marinero ciego. Era increíble; y pese a lo que había ocurrido, no sentía ni alivio ni satisfacción: vergüenza, pena, no sabía qué era exactamente lo que sentía.
—Puede sentarse, capitán Bolitho —el almirante le miró con calma—. Constará en acta que usted y su gente actuaron y se comportaron siguiendo las mejores tradiciones de la Armada —se volvió a la cámara en general—. El jurado se reunirá en dos horas. Esto es todo.
Fuera de la agobiante cámara parecía existir un mundo distinto. Los rostros se arremolinaron a su alrededor, varias manos le aferraron y muchas voces gritaban vivas y felicitaciones.
Tyrrell y Odell, con Buckle abriéndoles paso, se las ingeniaron para llevarle a una parte más tranquila de la cubierta superior, para esperar sus respectivos botes. Bolitho vio al artista bajito y caminó hacia él.