Apretó los dientes y comenzó a escalar. Cuando paró para tomar aliento el barco se había perdido en la niebla. Sólo los cañones y las alargadas escotillas destacaban con claridad, y a popa, junto a la regala, Buckle y los otros parecían divididos por la mitad por los retazos de bruma.
Arriba y más arriba. En la gavia trepó rápidamente, antes que pasar por la agonía de colgar del obenque sujeto por los dedos de las manos y los pies. Un marino le hizo sitio cuando pasó, y aún le miraba cuando Bolitho siguió subiendo y desapareció de su vista.
Un momento más tarde Bolitho elevó la vista hasta la verga de juanete con algo similar al alivio. Allí, sobre todas las cosas, limpio y vacío de nubes, el cielo era de un azul brillante y cuando trepó por los últimos flechastes vio los tensos estays y los obenques que brillaban como si fueran de cobre en el sol de la mañana.
El vigía balanceaba las piernas descuidadamente desde lo alto de la arboladura, y se desplazó para permitir que el capitán subiera junto a él. Bolitho se aferró a un estay con una mano y procuró controlar su rápido aliento.
—Ah, Taylor. Bonita vista la que tiene desde aquí.
El vigía esbozó una ligera sonrisa.
—Sí, señor —tenía un suave deje del norte, y su voz familiar hizo más de lo que podía pensar por aliviar el mareo de Bolitho. Extendió un brazo bronceado—. ¡Allí está, señor!
Bolitho se volvió, procurando no mirar al vibrante mástil que se desvanecía abajo, en la niebla. Durante un momento no pudo ver nada. Luego, cuando el viento perezoso movió ligeramente la niebla vio los mástiles y el gallardete ondulante de una fragata a unas tres millas más allá del lado de estribor.
Olvidó su precaria situación, las náuseas tras la dificultosa escalada, todo lo que no fuera el otro barco.
—Debe haber rompientes más allá también, señor —dijo el vigía—. Creo que la fragata queda al otro lado del banco.
Bolitho le miró seriamente.
El hombre asintió.
—Sí, señor. Es la
Bacchante
, y la bandera del comandante Colquhoun está en la proa. —observó el rostro inmutable de Bolitho—. Además, serví en ella hace dos años.
Bolitho asintió. También había reconocido la fragata
Bacchante
. Quizá esperaba estar equivocado, que la niebla y la luz le jugaran una mala pasada.
Pero no había duda tras la afirmación de Taylor. Era típica de los marineros como él. Una vez que había servido a bordo de un barco parecían reconocerlo bajo cualquier condición. Taylor sólo había visto las vergas superiores de la fragata, pero la había reconocido al instante.
Bolitho le tocó el brazo.
—No la pierdas de vista, Taylor —sacó la pierna sobre el borde—. Bien hecho.
Entonces inició el descenso, con la mente ocupada por el nuevo encuentro. Una vez, cuando echó un vistazo sobre su hombro, creyó ver un rayo de sol sobre el agua, más allá del casco, de modo que, después de todo, la niebla se iba levantado; pero era ya demasiado tarde, si las cosas iban mal.
Tyrrell le esperaba junto a la batayola del alcázar con mirada ansiosa cuando Bolitho saltó desde los obenques y se acercó a su lado.
—¡Es el
Bacchante
!.
Bolitho miró más allá de él, a los rostros que se habían vuelto en la cubierta de artillería, al ligero roción de espuma que se levantó cuando los sondadores hicieron otra medición.
—¡Cinco menos cuarto!
Se volvió a Tyrrell.
—Colquhoun debe haber permanecido lejos de tierra durante la noche. Cuando el viento roló, le atrapó, como a nosotros. Debe haber sido arrastrado millas enteras a lo largo del canal —se volvió, con la voz súbitamente amarga—. ¡El muy imbécil tendría que haberse acercado más a tierra! Ahora no nos sirve de nada tenerlo ahí, más allá de los bancos. ¡Le llevaría casi medio día regresar a su posición de ataque!
Las manos de Tyrrell rasparon contra su barbilla.
—¿Qué vamos a hacer? Con la marea baja tenemos que andar con cuidado si nos acercamos a los franchutes —miró a Buckle—. Mi propuesta es que debemos permanecer alejados e intentarlo más tarde.
Buckle asintió despacio.
—También la mía. Si el plan del capitán Colquhoun se ha ido a pique, no puede esperarse que nosotros tengamos mejor suerte.
Bolitho no le hizo caso.
—Pase la voz, señor Tyrrell. Retiren los remos y mantenga los cañones cargados y dispuestos. Alinéelos, si le parece, y con el menor ruido posible. —Estudió la expresión de duda de Buckle y añadió en voz baja:— Conozco el riesgo. De modo que dejen de lado las maldiciones y haga que el contramaestre prepare un anclote, en caso de que tengamos que hacer uso de él —apretó las manos a su espalda—. Puede pensar que estoy loco, señor Buckle —escuchó cómo los remos golpeaban a bordo en sus topes, y el murmullo lento de los carros cuando tiraban del primer cañón hacia la portilla abierta—. Y puede que lo esté. Pero en algún lugar, ahí fuera, hay una corbeta británica, como la nuestra. ¡Gracias al buen hacer de algunos, está sola, y Dios sabe que si no estoy loco el
Fawn
va a necesitar toda la ayuda que pueda conseguir!
La gran vela mayor se elevó, flameando y protestando, hasta su verga, mientras los hombres no cesaban un instante de trabajar para mantenerla bajo control, y se extendían en filas descalzos desde la proa hasta la toldilla.
—¡Cargados y dispuestos, señor! —gritó un segundo de artilleros, con voz ronca.
Tyrrell avanzó a zancadas hasta la popa, con su megáfono embutido bajo el brazo. Bolitho le mantuvo la mirada y sonrió brevemente.
—Te has movido rápido esta vez.
Entonces, juntos, dando la espalda a los timoneles y al aprensivo Buckle, se reclinaron sobre la batayola y miraron directamente al frente. La niebla permanecía quieta y aún les rodeaba, pero se había atenuado, y mientras la observaba, Bolitho sabía que al fin abandonaría el barco y se movería lentamente entre los obenques para salir por la amura de sotavento. También había aparecido el sol. No brillaba mucho, pero lo vio destellando en la campana del barco, y jugando sobre una bala de cañón del doce que un capitán de artilleros había sacado y que pasaban de mano en mano, para comprobar su perfección o si debía ser desechada.
—¿A cuánto estaremos, en tu opinión? —preguntó Bolitho suavemente.
Tyrrell levantó su pierna herida e hizo una mueca de dolor.
—El viento continúa regular del noreste. Nuestro rumbo es el sureste —pensaba en alto—. Los sondeos han verificado que la carta de navegación no presenta fallos —tomó una decisión—. Creo que estaremos a unas seis millas del lugar donde el
Fawn
cruzó los bancos de arena —se volvió y añadió con firmeza—. Tenemos que partir pronto, señor. Embarrancaremos si nos mantenemos aquí mucho tiempo.
El canto pareció flotar desde la popa como si fuera una burla.
—¡Marca tres!
—¡Santo Dios! —murmuró el teniente Heyward, que permanecía en pie muy quieto junto a la escala de la toldilla.
—Si el barco francés continúa allí, debe tener suficiente espacio para maniobrar —dijo Bolitho.
Tyrrell le miró con tristeza.
—Sí. Pero para cuando hayamos llegado hasta allí ya no estaremos en condiciones de acercarnos. El franchute puede burlarse de nosotros todo lo que quiera.
Bolitho se imaginó los mástiles y las vergas desmanteladas de la fragata de Colquhoun y apretó las manos hasta tranquilizar los nervios y ahogar su creciente furia. Ese idiota de Colquhoun. Estaba tan ansioso por lograr todo el mérito que no se había preparado para un cambio de viento. Se mostró muy hábil para alejar el
Sparrow
de la victoria, y ahora se encontraba con que dejaba la puerta abierta al enemigo para huir, si así lo deseaba. El
Fawn
no podría luchar, aunque alcanzara al contrario.
¡Tres menos un cuarto!
Se aferró a las redes e intentó no imaginarse cómo el fondo del mar se elevaba despacio y constantemente hacia la quilla.
No servía de nada. Se alejó de las redes, y su súbito movimiento hizo que el guardiamarina Fowler se sobresaltara, alarmado. Estaba arriesgando el barco y la vida de todos los que se encontraban a bordo. Lo más probable era que el
Fawn
hubiera anclado, o que hubiera encontrado que el enemigo se había marchado. Sus aprensiones, sus dudas personales, no servirían de nada a los parientes de los que se ahogarían al arriesgar el
Sparrow
por un antojo.
—Viraremos en redondo —dijo, con voz ronca—. Intentaré cruzar el banco y unirme al
Bacchante
tan pronto como la niebla se aclare —vio cómo Buckle asentía con alivio y que Tyrrell le miraba con expresión seria, que denotaba que le había comprendido—. Presente mis respetos al señor Graves y haga que los cañones… —se volvió al escuchar que varias voces gritaban al mismo tiempo.
—¡Fuego de cañones, señor! —dijo Tyrrell concisamente.
Bolitho se petrificó, escuchando intensamente los crujidos intermitentes y el sonido más intenso de las armas de mayor envergadura.
—¡Olvide la última orden, señor Tyrrell! —vio como un rayo de sol atravesaba el mástil del palo de mayor como si fuera oro fundido—. ¡No tardaremos en poder ver algo!
Pasaron varios minutos, y todos los hombres de a bordo escuchaban el distante cañoneo. Bolitho comprobó que podía ver más allá del bauprés, y cuando miró más allá de la amura vio un delgado collar de espuma que marcaba los perfiles de un arrecife. Quizá era la niebla, o el eco que provenía de la tierra escondida, pero el caso era que los cañonazos no le sonaban del modo adecuado. Podía distinguir perfectamente el agudo ladrido de los cañones del nueve del
Fawn
de la artillería más pesada del enemigo, pero escuchaba otras explosiones de distinto calibre que no parecían corresponderse con las circunstancias.
La luz del sol atravesó los obstáculos y llegó hasta las cubiertas, y elevó aún más la neblina que flotaba por los obenques y las redes de los coys, y entonces, como una cortina fantástica, la niebla se hizo a un lado, y permitió observar el drama con todo detalle bajo la cruda luz de la mañana.
Se encontraban junto al extremo de una isla, de un azul oscuro bajo el cielo despejado, y los trazos entremezclados de la espuma y las corrientes que bullían mostraban la cercanía de los bancos de arena. Y frente al lento avance del
Sparrow
, con el casco cortado a la altura del bauprés, se encontraba el
Fawn
de Maulby.
Más allá, con los mástiles y las velas recogidas aún envueltas en la niebla que se retiraba, aparecía el barco francés, medio oculto por las sombras, con la silueta desdibujada por la masa de tierra que surgía detrás. Disparaba rápidamente, con su batería despidiendo largas lenguas naranjas, y la bandera claramente visible sobre el humo de los cañones.
Fue entonces cuando Bolitho comprendió que el
Fawn
aún permanecía anclado. Sintiéndose mareado, observó cómo las olas rompían contra él, y la puntual fuente de espuma que se elevaba cuando una bala caía a un costado.
¡Ha cortado el cable, señor! —gritó Buckle, roncamente.
Los hombres de Maulby habían sacado ya los remos largos para intentar liberarse de la mortal barrera, mientras que desde su propia cubierta, los cañones mantenían un fuego constante contra el enemigo.
Bolitho se aferró a la batayola, mientras los sobrejuanetes del
Fawn
temblaban y se venían abajo en medio de un gran alboroto de espuma y humo. Escuchó la voz de Tyrrell como en sueños, y le vio apuntando con ferocidad cuando se sucedieron más resplandores, no por la zona del barco francés sino desde tierra, y más abajo, probablemente desde una pequeña playa.
Era una trampa perfecta. Maulby debía de haberse visto envuelto por la niebla, y después de asegurarse de que el enemigo continuaba aparentemente fondeado cerca de la orilla, había anclado para esperar la ayuda de Colquhoun. No resultaba extraño que el primer teniente del
Bacchante
hubiese visto tanta actividad. El capitán francés había tenido tiempo para desembarcar la artillería, de modo que cualquier atacante se viera capturado en un devastador arco de fuego del cual había pocas esperanzas de escapar.
Los remos estaban fuera ahora, oscilando como alas, y hacían que la pequeña corbeta girara y que se pudiera alejar del enemigo hacia los bancos y el mar abierto.
Un coro de gritos y gemidos surgieron de la cubierta de artillería cuando el lado de remos de estribor voló en salvaje confusión, con las hojas astilladas ascendiendo en espiral en el aire antes de golpear contra el barco y convertirse en fragmentos.
Bolitho levantó el catalejo y lo dirigió hacia la toldilla del
Fawn
. Vio figuras que corrían, rostros ampliados por las lentes, que parecían más terribles por la distancia y el silencio: bocas abiertas, brazos que gesticulaban cuando los hombres corrían para evitar el naufragio y mantener al menos algunos de los cañones disparando. La verga cayó sobre su pequeño mundo encerrado en el cristal, y él retrocedió, como si esperara sentir el choque de su impacto en la cubierta del
Sparrow
. Un marinero corría y tropezaba por una pasarela, con la cara desfigurada por un disparo; resultó terrible ver su terror cuando cayó y se perdió en el agua, al costado del barco.
Alguien tenía aún la cabeza en su lugar, y sobre la cubierta Bolitho vio que el juanete de mayor oscilaba libre al viento, y la súbita respuesta bajo el mascarón de proa dorado del
Fawn
cuando comenzó a avanzar.
Sintió que Buckle le tiraba del brazo.
—Debemos virar, señor —gritó desesperadamente. Apuntaba frenéticamente hacia el agua que resplandecía y hacia una masa de algas marrones que ascendían cerca de la superficie—. Deberíamos alejarnos de tierra en este momento.
Bolitho miró más allá de él.
—Prepárese para anclar, señor Tyrrell —no reconoció su voz. Era como el choque de dos aceros—. Tenga los botes a punto y prepárese para arrojar inmediatamente el anclote —esperó hasta que Tyrrell hubo corrido hasta la batayola, y hasta que los primeros hombres, sorprendidos, se balancearon en las vergas.
El
Sparrow
se adentró en los estrechos avanzando más despacio, y cuando pasó sobre un banco de arena le resultó posible ver su propia sombra antes de que el agua adquiriera de nuevo mayor profundidad. Bolitho continuó dando órdenes, separando una de la otra mientras se esforzaba en concentrarse, en cerrar sus oídos al cañoneo y en apartar la vista de la lenta y metódica destrucción del
Fawn
.