Pero debía hacerlo. Era su decisión. Suya.
—¡Se aproxima, señor! —llamó Buckle—. Mejor que nos apartemos.
—Muy bien —Bolitho caminó despacio por el costado—; que carguen los juanetes y los sobrejuanetes, señor Tyrrell, nos pondremos al pairo.
Vio que Stockdale corría hacia él con su casaca y su espada. Anochecería en cinco horas. Si hacían algo, necesitaban darse prisa y suerte. Especialmente, suerte. Se puso su casaca.
—Señor Tyrrell, usted vendrá conmigo.
Entonces, cuando el bote fue izado sobre la pasarela y arriado al costado miró hacia popa, casi esperando ver una sombra de vela, o escuchar la llamada del calcés.
—¡El esquife está preparado, señor!
Asintió y caminó hacia la pasarela.
—Vayamos entonces.
Y sin mirar a los otros siguió a Tyrrell hacia el bote.
Cuando ascendió por la insegura escalera de cuerda que pendía del robusto casco del
Royal Anne
, Bolitho era consciente de la tensión que le aguardaba. Había mucha gente en la cubierta superior, y en la de popa, pasajeros y marineros, solos y en grandes grupos, pero todos ellos parecían unidos por algún tipo de experiencia mientras le observaban a él, y luego a los marineros que le siguieron desde la corbeta.
Bolitho hizo una pausa para ordenar sus pensamientos, y mientras se ajustaba la espada a la cadera y Tyrrell alineaba el grupito que le había acompañado a bordo echó una ojeada para apreciar el estado del barco. Aparejos caídos, palos rotos, enormes fragmentos de velas rotas y cordaje inundaban con profusión la cubierta, y, por el movimiento, podía deducir que llevaba gran cantidad de agua en las sentinas. Un hombre alto y desgarbado, vestido con una casaca azul, se adelantó un paso y se llevó la mano a la frente.
—Soy Jennis, señor —tragó saliva con esfuerzo—. Segundo de piloto y oficial mayor.
—¿Dónde está el piloto?
Jennis hizo un vago gesto hacia la batayola.
—Cayó por la borda durante la tormenta. Él y otros veinte.
Unas botas resonaron en la escalera que conducía a los camarotes, y Bolitho se envaró cuando una figura familiar destacó de las otras y caminó hacia él. Era el general Blundell, más impecable que nunca, pero con dos pistolas en su cinto. Bolitho se llevó la mano al sombrero.
—Me sorprende verle, sir James —trató de ocultar su desagrado—. Parece que se encuentra en un atolladero.
El general le miró y desvió luego la mirada hasta el
Sparrow
, que se balanceaba ligero sobre el oleaje, con las velas flameando débilmente, como si descansara.
—¡Ya era hora! —ladró—. ¡Este maldito barco jamás debería haber sido autorizado para abandonar el puerto! —apuntó hacia el segundo de piloto—. ¡Ese estúpido ni siquiera sabe mantener el orden!
Bolitho miró a Tyrrell.
—Llévese a los hombres y examine el casco y los otros daños, tan rápidamente como pueda —miró de cerca a un grupo de marineros recostados contra la escotilla de proa, dándose cuenta de cómo se balanceaban con la cubierta, con los ojos desprovistos de interés ante su llegada o ante el desorden que lo dominaba todo. El segundo del piloto se explicó rápidamente.
—Tuvimos que usar las pistolas, señor. Algunos hombres se volvieron salvajes cuando estalló la tormenta. Llevábamos un cargamento de ron y de otros licores, de café y melazas. Mientras el resto de nosotros gobernábamos el barco, ellos y unos cuantos pasajeros abrieron agujeros y comenzaron a beber —se estremeció—. Con esas mujeres chillando y gritando, el barco desmoronándose sobre nosotros y el capitán Harper caído por la borda, yo no podía con todo.
Blundell dio un puñetazo.
—¡Es un maldito inútil! ¡Haré que le fusilen por su incompetencia!
Cuando los primeros marineros del
Sparrow
se aproximaron a la escotilla de proa, los borrachos parecieron volver a la vida. Con mofas y protestas intentaron bloquearles el camino a través de la cubierta, y desde la derecha una mano invisible arrojó una botella que estalló contra un cerrojo, salpicando de brillantes gotas de sangre el pecho de un marinero.
—¡Ocúpese de eso, señor Tyrrell! —dijo Bolitho con tono cortante.
El teniente asintió.
—¡Compañía! ¡Desenvainen los alfanjes! —tomó una pistola y apuntó con ella a la hilera de figuras tambaleantes—. ¡Maten a cualquiera que se interfiera! ¡Contramaestre segundo, lléveles a bajo y póngalos a trabajar en las bombas!
Uno de ellos intentó escaparse entre la pequeña compañía, pero cayó sin sentido cuando el segundo contramaestre le golpeó con la parte plana de la espada.
—Hay mucho por hacer —dijo Bolitho—. Señor Jennis, reúna a la tripulación y reparen su juanete. Haga que limpien todo este desorden, de modo que los heridos puedan permanecer en cubierta, donde mi cirujano pueda atenderles —esperó a que el segundo de piloto gritara las instrucciones antes de añadir:— ¿Cómo andan de armas?
Jennis indicó vagamente en derredor.
—No muy bien, señor. Cañones del veintiséis y unos cuantos giratorios. Nuestra intención es no meternos en problemas. Estos cañones son todo lo que necesitamos para rechazar a los bucaneros, o a los piratas —levantó la vista sobresaltado—. ¿Por qué lo pregunta?
—Por todos los demonios, ¿He de permanecer aquí mientras discuten los entresijos de este barco arruinado? —interrumpió el general Blundell—. Ya he soportado más de lo que puedo tolerar y…
—Sir James —dijo Bolitho, abruptamente—, hay un corsario enemigo al norte. Posiblemente nos esté siguiendo. Los entresijos, como usted les llama, pueden resultar muy útiles si el enemigo se cruza en nuestro camino.
Se volvió, ladeando la cabeza, cuando el sonar de las bombas le indicó que Tyrrell tenía bajo control a los marineros amotinados.
—Vete hasta la popa —dijo a Stockdale—, y mira qué puedes descubrir.
—¿Corsario? —Blundell parecía menos lleno de confianza—. ¿Atacarnos?
—El
Sparrow
es muy pequeño, señor —replicó Bolitho—. El enemigo dobla nuestras fuerzas.
El general gruñó.
—Bueno, mejor eso que nada. Si debe luchar, será por la mejor de las razones.
Bolitho hizo caso omiso de él cuando Tyrrell regresó a la cubierta.
—He comprobado las vías de agua. El casco hace agua continuamente, pero las bombas parecen contenerla. Hay un infierno ahí abajo. Cabinas destrozadas, borrachos, y dos muertos por heridas de cuchillo —frunció el ceño hacia el segundo de piloto que apresuraba a sus hombres para que limpiaran los palos caídos—. Debe haber enloquecido de preocupación —vio la expresión de Bolitho—. ¿Qué haremos?
—Su capitán cumplirá con su deber —dijo Blundell—. Si somos atacados, defenderá este barco y sus pasajeros— ¿Necesita que se lo digan, hombre?
Tyrrell le miró fríamente.
—No, no necesito que usted me lo diga, general.
—¿Cuántas mujeres hay a bordo? —Bolitho observaba cómo Stockdale hacía guardia desde la popa, con su voz apenas audible mientras intentaba aplacarlas. También había niños. Más de los que creía.
—Por el amor de Dios, ¿por cuánto tiempo va a continuar así? —el general estaba chillando, con el rostro casi tan rojo como su indumentaria—. ¿Qué importa cuántos de esto o cuánto de lo otro tenemos a bordo, o de qué color tienen los ojos? —no fue más allá.
Tyrrell se interpuso entre los dos, con la cabeza tan baja que sus rostros casi se tocaban.
—Mire, general, el comandante tiene razón. El enemigo puede destrozar cualquier cosa que le pongamos por delante y este
indiaman
sólo ha venido a empeorar la situación.
—¡Ése no es mi problema! ¡Y le digo, una vez más, que modere sus modales!
—¿Me amenaza, general? —Tyrrell rió en silencio— Si no hubiera sido por su intromisión en Sandy Hook, el
Sparrow
hubiera estado completamente reparado y de vuelta al mar en un mes. De modo que usted estaría aquí solo, sentado como un pato gordo, esperando a que le dispararan en la barriga —subió el tono—. De modo que modere usted sus malditos modales, señor.
Bolitho permanecía aparte, solo medio escuchando su ahogada furia. Una vez más la interferencia de Blundell les ponía a él y a su barco en auténtico peligro, pero los hechos no podían cambiarse. Volvió a controlar su desesperación. Todo lo que tenía era la esperanza de que el
Bonaventure
no les encontrara, de que pudiera soltar vela en el maltratado indiaman y dejar la zona a toda velocidad.
El segundo, Jennis se acercó de pronto a la popa.
—Tengo a los hombres trabajando, envergando un nuevo juanete, señor. Aparte de las pocas lonas disponibles a bordo, no hay nada más. Es un barco de la Compañía, y se esperaba que tendríamos un completo repaso una vez que llegáramos a Bristol. Ésa es la razón por la que nos hicimos a la mar con poca tripulación y con un solo oficial —pasó su mano a través de su rostro arrugado—. Si no nos hubiera encontrado, creo que más hombres hubieran enloquecido y se habrían unido al motín. Tenemos tantos delincuentes entre los pasajeros como gente honrada.
Bolitho miró hacia arriba donde un aparejo se balanceaba y golpeaba contra el juanete de mesana. Vio que las velas desgarradas flameaban como banderas, y el súbito movimiento en la brillante enseña de la Compañía. Frunció el ceño. El viento estaba cambiando. Muy ligeramente, pero empeorarían las cosas si debía enfrentarse a la decisión que tenía que tomar. Y todavía existía una posibilidad de que se equivocara. Si era así, todo esto significaría más daño y sufrimientos para los pasajeros. Sacó su reloj y levantó la tapa. Quedaban menos de cuatro horas de visibilidad.
—Señor Tyrrell, haga que los botes del
Royal Anne
se arríen de una vez. Envíe un mensaje a Graves, y dígale que quiero nuestros botes y cincuenta marineros aquí sin demora. Debemos trabajar como diablos si queremos que este barco navegue de nuevo —esperó hasta que Tyrrell y el segundo del indiaman se alejaran a toda prisa antes decir:— Bien, sir James, debo ver qué se necesita hacer.
—Y si como teme, el enemigo aparece —dijo el general tras él—. ¿Es su intención robarnos y abandonarnos? —su voz sonaba ronca y con furia contenida—. ¿Le salvarán las órdenes escritas de su desgracia después de adoptar esa decisión?
Bolitho paró y se volvió a él de nuevo.
—La respuesta a las dos preguntas es «no», sir James. Si el tiempo nos lo permite transferiré a todos los pasajeros del
Royal Anne
y a la tripulación a mi propio barco.
Los ojos del general se salían de sus órbitas.
—¿Qué? ¿Dejar el cargamento y navegar sin él? —parecía atónito e incrédulo.
Bolitho deslizó su mirada más allá de la borda y observó los botes a su costado, y la lenta transmisión de órdenes mientras sus propios hombres tomaban el control. Por supuesto, debería haberlo sabido. El botín del general también estaba a bordo. Sorprendentemente, ese pensamiento le ayudó a calmarse. Incluso pudo sonreír.
—Usted puede comprender la necesidad de apresurarse, señor —dijo—, por sus razones y las mías.
—Eso le retrasará —dijo Tyrrell un paso detrás de él.
—No es una broma —dijo Bolitho—. Si podemos partir en compañía al amanecer, aún tendremos una oportunidad. Puede ser que el
Bonaventure
haya virado cuando lo perdimos. Puede estar a muchas millas ahora mismo.
Tyrrell le miró.
—Pero usted no cree eso.
—No —caminó a un lado mientras los cabos rotos pendían de un bote como culebras negras—. Es el «cuándo» más que el «si», lo que me preocupa.
Tyrrell apuntó más allá de la batayola.
—Graves nos envía los primeros hombres —sonrió—. Le dejaremos con los justos en el
Sparrow
, apenas los suficientes para manejarlo.
Bolitho se encogió de hombros. Si la tripulación ha sido reducida a la mitad por la fiebre, el resto tendrá que arreglárselas —añadió—. Ahora vayamos con las señoras. Imagino que estarán más preocupadas que el general.
Eran unas cincuenta, agrupadas bajo la toldilla, pero separadas por su rango y por la posición que ostentaban fuera del barco. Viejas y jóvenes, feas y hermosas, observaron a Bolitho, como si hubiera ascendido del mar, como a un mensajero de Neptuno.
—Señoras —humedeció los labios cuando una muchacha extraordinariamente hermosa, vestida de seda amarilla, le sonrió. Lo intentó de nuevo—. Lamento las molestias, pero hay mucho que hacer antes de que podamos verlas a salvo en este viaje —la chica aún sonreía. Le miraba directamente, y parecía divertida, exactamente del modo que siempre le hacía sumirse en la confusión—. Si alguna está herida, mi cirujano hará lo que pueda por ella. Están preparando una comida y mis propios hombres montarán guardia sobre su cubierta.