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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (30 page)

BOOK: Acqua alta
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Al fin oyó girar una llave en la cerradura y la puerta se abrió para dar paso al hombre que antes la había golpeado. Detrás de él venía el joven que la había traído hasta aquí no recordaba cuánto tiempo atrás.


Professoressa
—empezó el más viejo con una sonrisa—, espero que ahora podamos continuar nuestra conversación. —Se volvió a decir algo al joven, en un dialecto que parecía siciliano, pero hablaba tan deprisa que ella no entendió nada. Los dos hombres fueron entonces hacia ella, y Brett no pudo resistir el impulso de levantarse y situarse detrás de la silla.

El más viejo se paró delante de la vitrina que contenía el bol marrón y se quedó mirándolo. El joven se mantenía a su lado y su mirada iba de su compañero a Brett.

Nuevamente, con la delicadeza del entendido que caracterizaba todos sus movimientos cuando manejaba las piezas de su colección, el hombre retiró la cubierta de plexiglás y levantó el bol. Cual un sacerdote que portara una ofrenda a un altar lejano, cruzó la habitación con el bol entre las manos.

—Como le decía antes de la interrupción, creo que procede de la provincia de Ch'ing-hai, aunque también podría ser de Kansu. Seguro que comprende por qué no puedo hacerlo examinar por un perito.

Brett levantó el mentón y miró fijamente al hombre, miró al joven que se mantenía a su lado, como un acólito, miró el bol, vio su belleza y volvió la cara, desentendiéndose.

—Aquí puede verse —dijo el hombre haciendo girar ligeramente el bol— el punto de sellado de los aros. Es extraño, ¿verdad?, que parezca un vaso hecho en un torno. Y el dibujo. Siempre me ha interesado la forma en que los pueblos primitivos utilizaban las formas geométricas, casi como si pudieran adivinar el futuro y supieran que volveríamos a ellas. —Desvió la atención del bol, como si le costara trabajo, para mirar a Brett—: Como le decía, es la pieza más bella de mi colección. Quizá no la más valiosa, pero sí la que más quiero. —Rió entre dientes como el que comparte un chiste con un colega—. ¡Y lo que tuve que hacer para conseguirla!

Ella quería cerrar los ojos y los oídos, no escuchar este desvarío. Pero recordó lo ocurrido cuando había dejado de prestar atención y emitió un sonido interrogativo, no atreviéndose a hablar por el dolor que sabía que ello había de causarle.

—Un coleccionista de Florencia. Un viejo muy testarudo. Habíamos tenido tratos comerciales y cuando se entero de que me interesaban las cerámicas chinas me llevó a su casa para enseñarme su colección. Bien, cuando vi esta pieza, me enamoré. Comprendí que hasta que fuera mía no podría descansar.

Levantó el bol y lo hizo girar otra vez, contemplando la fina tracería de líneas negras que discurrían por el costado, se deslizaban sobre el borde y llegaban hasta el centro del recipiente.

—Le pedí que me lo vendiera, pero él se negó, me dijo que no le interesaba el dinero. Le ofrecí más, más de lo que valía el bol, y luego doblé la oferta. —Apartó los ojos del bol y la miró a ella, tratando de reconstruir y así explicar su indignación. Agitó la cabeza y volvió a mirar la pieza—. Él siguió negándose. Así que no tuve alternativa. Él no me dejó alternativa. Le hice una oferta más que generosa y no la aceptó. Entonces tuve que usar otros métodos.

La miraba invitándola a preguntarle qué se había visto forzado a hacer. Y, de pronto, cuando le vino a la cabeza esta palabra, «forzado», Brett comprendió que aquello no era un guión que él se hubiera preparado para justificar sus actos; aquello no era una escena que él representara para congraciarse con ella. Aquel hombre hablaba con entera convicción. Quiso una cosa, se la negaron, y se vio forzado a tomarla. Así, sencillamente. Y, en el mismo instante, Brett comprendió dónde se encontraba ella: atravesada en su camino, impidiéndole disfrutar libremente de la posesión de las cerámicas que con tantos esfuerzos y gastos había sustraído de la exposición del
palazzo
Ducale. Y entonces supo que la mataría, que le quitaría la vida con la misma naturalidad con que la había golpeado cuando ella se negó a contestar a su pregunta. Se le escapó un gemido, que él tomó por una pregunta y continuó:

—Quería hacer que pareciera un simple robo, pero, si desaparecía el bol, él comprendería que yo estaba implicado. Pensé en mandar sacarlo y quemar la casa. —Hizo una pausa y suspiró al recordarlo—. Pero no pude. Había allí muchas cosas bellas, y no podía verlas destruidas, —Bajo el bol, mostrándole su interior—. Mire ese círculo, cómo lo rodean las líneas realzando la muestra. ¿Cómo eran capaces de hacer eso? —Se irguió musitando—: Sencillamente prodigioso. Prodigioso.

Mientras tanto, el joven permanecía a su lado sin decir nada, escuchando cada palabra, siguiendo cada gesto con los ojos, inexpresivamente.

El hombre volvió a suspirar y prosiguió:

—Dejé bien claro que eso debía hacerse cuando él estuviera solo. No veía razón para hacer sufrir a la familia. Una noche, cuando regresaba de Siena en automóvil… —se interrumpió, buscando la expresión más delicada—. Sufrió un accidente. Lamentable. Perdió el control del vehículo en la
superstrada
. El coche se salió de la carretera y se incendió. En medio de la confusión que siguió a su muerte, transcurrió algún tiempo antes de que se descubriera la desaparición del bol. —Su voz se suavizó al cambiar al tono filosófico—. Me pregunto si en mi preferencia por esta pieza pudo influir el que tuviera que tomarme tantas molestias para conseguirla, —Y, en tono más coloquial—: No sabe cómo me alegro de poder finalmente enseñarla a alguien que sea capaz de apreciarla. —Lanzando una mirada al joven, agregó—: Aquí todos tratan de comprender, de compartir mi entusiasmo, pero no han dedicado años al estudio de estas cosas como yo. Y como usted,
professoressa
.

Su sonrisa se hizo benévola.

—¿No le gustaría tenerla en la mano,
dottoressa
? Nadie más que yo la ha tocado desde que… en fin, desde que la adquirí. Estoy seguro de que le gustará palpar la perfecta curva del fondo. Le sorprenderá lo poco que pesa. Siento no disponer de los medios científicos adecuados. Me gustaría comprobar su composición al espectroscopio, saber de qué está hecha; quizá eso explicara por qué es tan ligera. ¿Querría usted decirme qué le parece?

El hombre sonrió de nuevo y le tendió el bol. Ella hizo un esfuerzo por separar su dolorido cuerpo de la pared en la que estaba apoyado y alargó los brazos tomando cuidadosamente sobre la palma de las manos la pieza que él le ofrecía y miró su interior. Las líneas negras que había trazado una mano hábil, muerta hacía cinco milenios, recorrían el fondo girando aparentemente al azar y dividían espacios blancos que encerraban pequeños círculos negros a modo de dianas. El bol casi parecía vibrar de vida y alegría. Vio que las líneas no estaban espaciadas con regularidad, y esta falta de simetría denotaba el pulso humano y falible del artesano. A través de unas lágrimas involuntarias, Brett contemplaba la belleza de aquel mundo lejano en el que pronto se encontraría ella. Lloraba por su propia muerte y por el poder de este hombre que tenía delante para poseer tanta belleza y perfección.

—Fabuloso, ¿verdad? —dijo él.

Brett le miró a los ojos. Él le quitaría la vida con la misma facilidad con que escupía el hueso de una cereza. Y después seguiría viviendo rodeado de toda esta belleza, disfrutando plenamente de lo que eran sus bienes más preciados. Ella dio un pequeño paso atrás y alzó los brazos en ademán solemne, poniéndose el bol a la altura de la cara. Luego, lentamente, con plena deliberación, separó las manos y dejó caer el bol al suelo de mármol, en el que se estrelló lanzando fragmentos contra sus pies y piernas.

El hombre se abalanzó hacia ella pero no llegó a tiempo de salvar el bol. Al pisar un fragmento triturándolo, se tambaleó hacia atrás, chocó con el joven y se agarró a él para sujetarse. La cara se le puso roja y luego blanca. Masculló unas palabras que Brett no entendió y se volvió rápidamente hacia ella. Se desasió a medias y fue hacia ella, pero el joven le rodeaba el pecho con un brazo y tiraba de él hacia atrás. Le habló al oído en voz baja pero vehemente, manteniendo el brazo firme para impedirle llegar hasta Brett.

—Aquí no —dijo—. No en medio de tus cosas bonitas. —El otro gruñó una respuesta que ella no entendió—. Yo lo haré —dijo el joven—. Abajo.

Mientras ellos hablaban con vehemencia, Brett introdujo la mano derecha en el bolsillo y rodeó con ella el extremo más estrecho de la fíbula; el otro extremo era puntiagudo; y el borde, afilado y hasta cortante. Ella los miraba y escuchaba, pero sus voces sonaban cada vez más lejos y sólo le llegaban a ráfagas. Al mismo tiempo, descubrió que ya no tenía frío; al contrario, sentía calor, estaba ardiendo. Ellos hablaban y hablaban con voces apresuradas. Ella se ordenó a sí misma permanecer allí de pie, sujetando la cuchilla, pero de pronto el esfuerzo se hizo excesivo y, lentamente, volvió a sentarse. Dejó caer la cabeza hacia adelante y, al ver los trozos de cerámica esparcidos por el suelo, no pudo recordar qué eran.

Al cabo de mucho tiempo, oyó abrirse y cerrarse la puerta y cuando levantó la mirada vio que en la habitación sólo estaba el joven. Una laguna en el tiempo, y él la asía por el brazo y la levantaba. Ella se dejó sacar de la habitación y llevar por la escalera abajo. A cada paso, el dolor le explotaba en la cabeza. Al llegar abajo, cruzaron el patio bajo el diluvio hasta una puerta de madera.

Sin soltarle el brazo, precaución que casi la hizo reír por lo innecesaria, él dio la vuelta a la llave y empujó la puerta. Ella vio una escalera que descendía hacia una negrura poblada de destellos. A partir del primer escalón, la oscuridad parecía palpable y abajo se veía el brillo de la luz en el agua.

El hombre se volvió hacia Brett y la lanzó hacia adelante. Sus pies tropezaron en el umbral y, por puro reflejo, buscaron los peldaños. Pisaron agua en el primero y, en el segundo, resbalaron en musgo y algas. Ella sólo tuvo tiempo de levantar los brazos antes de caer al agua, que iba subiendo de nivel.

23

Para Flavia lo más urgente era parar la música que resonaba de un modo grotesco por todo el apartamento. Mientras ella iba hacia la librería, de los oboes y los violines brotaban unas ondas de belleza trascendente, pero ella sólo ansiaba la paz del silencio. Miró el complicado aparato estéreo, sintiéndose atrapada e indefensa en el sonido que brotaba de él y se maldijo por no haberse preocupado de aprender su funcionamiento. Pero en aquel momento la música se elevó a alturas de una belleza aún mayor, se proclamó la armonía universal, y la sinfonía terminó. Ella se volvió a mirar a Brunetti, aliviada.

Cuando abría la boca para hablar, retumbaron en la habitación los acordes iniciales de la sinfonía. Ella se revolvió levantando una mano hacia el aparato como si quisiera silenciarlo de un golpe. Su mano tropezó con la caja de plástico del CD que estaba apoyada en la parte frontal y la hizo caer a sus pies, abierta. Ella le lanzó un puntapié, falló y la buscó con la mirada, deseando aplastarla, porque le parecía que así pondría fin a aquella música que se derramaba alegremente por el apartamento. Notó que a su lado estaba Brunetti. Él extendió el brazo por delante de ella e hizo girar el mando del volumen hacia la izquierda. La música se apagó dejando la habitación en un silencio explosivo. Él se agachó, recogió la caja y volvió a agacharse para recuperar el folleto que se había salido y un pedazo de papel que estaba debajo de éste.

«Ha llamado un hombre. Tienen a Flavia.» No había escrito nada más. Ni la hora, ni una explicación de su intención. Pero su ausencia del apartamento era toda la explicación que él necesitaba.

Sin decir nada, pasó el papel a Flavia.

Ella lo leyó y comprendió inmediatamente. Estrujó el papel con fuerza, haciendo una bola, pero enseguida abrió la mano y lo puso en la librería, alisándolo, dolorosamente consciente de que quizá éste fuera el último recuerdo de Brett.

—¿A qué hora has salido de casa? —preguntó Brunetti.

—A eso de las dos. ¿Por qué?

Él miró el reloj, calculando posibilidades. Habrían esperado un rato antes de llamar, dando tiempo al supuesto secuestro, y alguien la habría seguido para cerciorarse de que no regresaba antes de tiempo. Eran casi las siete, por lo que hacía varias horas que tenían a Brett. Brunetti no tuvo que preguntarse quién había hecho aquello. El nombre de La Capra estaba tan claro como si acabara de ser pronunciado. ¿Adonde la habrían llevado? ¿A la tienda de Murino? Sólo en el caso de que el anticuario estuviera complicado en los asesinatos, lo que parecía poco probable. La respuesta evidente era, pues, el
palazzo
de La Capra. Nada más ocurrírsele, se puso a pensar en la forma de entrar, y comprendía que no había posibilidad de conseguir un permiso de registro basándose en la coincidencia de tres fechas en unos cargos de tarjetas de crédito y la descripción de una habitación que podía servir tanto de prisión como de galería privada. Las intuiciones de Brunetti no contarían para nada, especialmente en relación con un hombre de la aparente relevancia y, lo que era más importante, la evidente riqueza de La Capra.

Si Brunetti volvía al
palazzo
, lo más seguro era que La Capra se negara a recibirlo y sin, permiso judicial, no había manera de entrar. A menos que…

Flavia le asió el brazo.

—¿Sabes dónde está?

—Creo que sí.

Al oírlo, Flavia salió al recibidor y, al cabo de un momento, volvió a entrar con unas botas de caucho negro en la mano. Se sentó en el sofá, se las calzó encima de las medias mojadas y se puso en pie.

—Voy contigo —dijo—. ¿Dónde está?

—Flavia… —empezó él, pero ella cortó:

—He dicho que voy contigo.

Brunetti comprendió que no podría disuadirla, e inmediatamente decidió lo que había que hacer.

—Primero, voy a llamar por teléfono. Por el camino te lo explicaré. —Descolgó el teléfono, marcó el número de la
questura
y preguntó por Vianello.

Cuando el sargento se puso al aparato, Brunetti dijo:

—Soy yo, Vianello. ¿Hay alguien por ahí?

En respuesta al sonido afirmativo de Vianello, Brunetti prosiguió:

—Entonces limítese a escuchar mientras le explico. ¿Recuerda que me dijo que había trabajado tres años en robos con escalo? —Por la línea llegó un gruñido ronco—. Necesito que me haga un favor. Una puerta. De un edificio. —El siguiente gruñido era claramente interrogativo—. De madera, con refuerzo de metal, nueva. Me parece que tiene dos cerraduras. —Esta vez oyó un resoplido, provocado por la insultante simplicidad del encargo. Sólo dos cerraduras. Sólo refuerzo de metal. Brunetti pensó con rapidez, recordando el vecindario. Miró por la ventana: había oscurecido y seguía lloviendo—. Nos encontraremos en
campo
San Aponal. Lo antes posible. Y, Vianello —agregó—, no lleve el abrigo de uniforme. —La única respuesta fue una risa grave, y Vianello colgó.

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