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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (31 page)

BOOK: Acqua alta
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Cuando Brunetti y Flavia llegaron al zaguán, vieron que el agua había seguido subiendo, mientras, al otro lado de la puerta, se oía el fragor de la lluvia.

Agarraron los paraguas y salieron a la calle. El agua les llegaba casi al borde de las botas. Transitaba muy poca gente, y enseguida llegaron a Rialto, donde el agua estaba aún más alta. De no ser por las pasarelas de madera instaladas en sus montantes de hierro, el agua se les hubiera metido en las botas e impedido avanzar. Al otro lado del puente, descendieron otra vez al agua y torcieron hacia San Polo, los dos, empapados y exhaustos por el esfuerzo de caminar por las calles inundadas. En San Aponal entraron en un bar a esperar a Vianello, agradeciendo verse a cubierto.

Llevaban tanto tiempo inmersos en este mundo acuático que a ninguno le pareció extraño que dentro del bar el agua les llegara a media pantorrilla ni que el camarero chapoteara al moverse detrás del mostrador mientras servía tazas y copas.

Las puertas vidrieras del bar estaban empañadas y de vez en cuando Brunetti tenía que abrir un círculo en el vaho con la manga, para ver si llegaba Vianello. Figuras encorvadas vadeaban el pequeño
campo
. Muchos habían abandonado el paraguas, que no ofrecía sino una protección ilusoria contra una lluvia que, arrastrada por un viento caprichoso, llegaba desde cualquier ángulo.

Brunetti sintió de pronto un peso en el brazo y al volverse vio la cabeza de Flavia apoyada en él. Tuvo que doblar el cuello para oír lo que decía:

—¿Crees que estará bien?

Él no encontraba palabras, no le vino a los labios una mentira piadosa. No pudo sino rodearle los hombros con el brazo. Notó que temblaba y trató de convencerse de que era de frío, no de miedo. Pero seguía sin encontrar palabras.

Poco después, la silueta de oso de Vianello apareció en el
campo
, procedente de Rialto. El viento hacía ondear el impermeable a su espalda, y Brunetti vio que llevaba unas botas de pescador hasta la cintura, Oprimió el brazo de Flavia.

—Ya está aquí.

Ella se apartó de él lentamente, cerró los ojos un momento y trató de sonreír.

—¿Estás bien?

—Sí —respondió ella, moviendo la cabeza para más énfasis.

Él abrió la puerta del bar y llamó a Vianello, que cruzó rápidamente el
campo
hacia ellos. El viento y la lluvia irrumpieron en el supercaldeado bar, y luego entró Vianello chapoteando y haciendo más pequeño el local con su sola presencia. Se quitó su gorro marinero y lo sacudió varias veces contra el respaldo de una silla salpicando en círculo. Arrojó el gorro a una mesa y se pasó los dedos por el pelo lanzando más agua a su espalda. Miró a Brunetti, vio a Flavia y preguntó:

—¿Dónde es?

—Abajo, junto al agua, al final de la calle Dilera. Es la casa recién restaurada. A la izquierda.

—¿La que tiene rejas?

—Sí —respondió Brunetti preguntándose sí habría en la ciudad un solo edificio que Vianello no conociera.

—¿Qué quiere, comisario, que entremos dentro?

Brunetti sintió un profundo alivio al oír el plural.

—Sí. Hay un patio, pero con esta lluvia no creo que haya alguien allí. —Vianello asintió, completamente de acuerdo. Con este tiempo, las personas normales se quedaban en casa.

—De acuerdo. Espere aquí y veré lo que puedo hacer. Si es la casa que pienso, no creo que tengamos dificultades. No tardaré. Déme unos tres minutos y luego venga. —Lanzó una rápida mirada a Flavia, agarró el gorro y salió a la lluvia.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Flavia.

—Entraré a ver si está —dijo él aunque no tenía ni la más remota idea de lo que esto podía significar en la práctica. Brett podía estar en cualquiera de las innumerables habitaciones del
palazzo
. Incluso podía no estar allí sino muerta, flotando en el agua sucia que se había apoderado de la ciudad.

—¿Y si no está? —preguntó Flavia tan rápidamente que Brunetti comprendió que había tenido su misma visión.

En lugar de responder, él dijo:

—Quiero que te quedes aquí. O que vuelvas al apartamento. No puedes hacer nada.

Sin molestarse en discutir, ella rechazó sus palabras agitando una mano y preguntó:

—¿No crees que ya habrá tenido tiempo? —Sin darle tiempo a responder, lo empujó a un lado y salió del bar al
campo
, donde abrió el paraguas con un movimiento brusco y se quedó esperando.

Él salió del bar y se reunió con ella, tapándole el viento con su cuerpo.

—No puedes venir. Esto es cosa de la policía.

Una ráfaga de viento los azotó y a ella le echó el pelo a la cara tapándole los ojos. Ella lo apartó con un ademán impaciente y miró a Brunetti, imperturbable.

—Sé dónde es. O me llevas o te sigo. —Y, cuando él fue a protestar, lo atajó—: Es mi vida, Guido.

Brunetti dio media vuelta y entró en la calle Dilera, furioso, y tratando de contener el impulso de meterla en el bar y hacer que se quedara allí a la fuerza. Cuando se acercaban al
palazzo
, Brunetti observó con extrañeza que la estrecha calle estaba desierta. No se veía ni rastro de Vianello y la pesada puerta parecía estar cerrada. Cuando pasaban por delante, la puerta se abrió repentinamente. A la débil iluminación de la calle, apareció una mano grande que les hacía señas para que entraran, seguida de la cara de Vianello, que sonreía y chorreaba agua de lluvia.

Brunetti entró, pero antes de que pudiera cerrar la puerta, Flavia se deslizó al interior del patio. Se quedaron quietos un momento, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

—Muy fácil —dijo Vianello cerrando la puerta.

Como estaban muy cerca del Gran Canal, el agua tenía aquí más profundidad y había convertido el patio en un lago sobre el que seguía precipitándose la lluvia. La única luz venía de las ventanas del
palazzo
, situadas en el lado izquierdo, e incidía en el centro del patio, dejando en la oscuridad el lado en el que estaban ellos. Silenciosamente, los tres se situaron a resguardo de la lluvia debajo de la galería que cubría tres lados del patio, en una oscuridad que los hacía casi invisibles entre sí.

Brunetti se daba cuenta de que había venido obedeciendo a un simple impulso, sin pensar en lo que haría una vez dentro. En su única visita al
palazzo
había sido conducido al último piso con tanta celeridad que no había podido hacerse una idea de la distribución del edificio. Recordaba haber pasado por delante de puertas que conducían desde la escalera exterior a las habitaciones de cada planta, pero no podía adivinar lo que había detrás de aquellas puertas; él sólo había visto la habitación del último piso en la que había hablado con La Capra, y el estudio del piso inferior. También pensaba que él, Brunetti, un agente del orden, acababa de participar en un delito; peor aún, había complicado en tal delito a una civil y a un compañero del cuerpo.

—Espera aquí —susurró Brunetti acercando los labios al oído de Flavia, a pesar de que el ruido de la lluvia hubiera ahogado su voz. Estaba muy oscuro para que él pudiera ver el gesto que ella hubiera hecho en respuesta, pero intuyó que retrocedía más aún hacia la oscuridad.

—Vianello —dijo asiendo el brazo de su sargento y atrayéndolo hacia sí—. Voy a subir la escalera para tratar de entrar. Si hay complicaciones, llévesela de aquí. No se preocupe por nadie, a menos que traten de detenerlo. —Vianello asintió. Brunetti dio varios pasos hacia la escalera, moviendo las piernas despacio contra la resistencia del agua. Hasta que llegó al segundo peldaño no se liberó de la presión del agua. El súbito cambio le hizo sentirse extrañamente ligero, como si pudiera levitar sin el menor esfuerzo. Pero esta sensación de ligereza lo hacía más sensible al frío lacerante que despedía el agua helada que tenía dentro de las botas y que le pegaba la ropa al cuerpo. Se inclinó y se quitó las botas, subió varios peldaños, los bajó y las empujó con el pie al agua. Se quedó esperando hasta que desaparecieron y volvió a subir.

En lo alto del primer tramo, se detuvo en el pequeño rellano e hizo girar el picaporte de la puerta que daba acceso al interior. El manubrio cedió, pero la puerta no se abrió; estaba cerrada con llave. Subió otro tramo y también encontró la puerta cerrada.

Se volvió y miró por encima de la barandilla al lugar del patio en el que debían de estar Flavia y Vianello, pero no pudo ver nada más que el reflejo de la luz en el agua acribillado por la lluvia.

En el último piso notó con sorpresa que la puerta cedía a la presión de su mano, y vio un largo corredor. Entró, cerró la puerta y se quedó quieto un momento, oyendo el sonido del agua que le goteaba del impermeable al suelo de mármol.

Lentamente, sus ojos se habituaron a la luz del corredor, mientras él tendía el oído tratando de captar cualquier sonido que pudiera llegar del otro lado de aquellas puertas.

Un escalofrío lo estremeció y él bajó la cabeza y encogió los hombros, tratando de encontrar calor en algún lugar de su cuerpo. Cuando levantó la mirada, vio a La Capra en el vano de una puerta, a pocos metros de él, que lo miraba con la boca abierta.

La Capra fue el primero en recuperarse de la sorpresa y esbozó una sonrisa fácil.


Signor
policía, así que ha vuelto. Qué feliz coincidencia. Precisamente acabo de poner en la galería las últimas piezas. ¿Le gustaría verlas?

24

Brunetti lo siguió a la galería y paseó la mirada por las vitrinas. Al entrar, La Capra se volvió para decirle:

—Permítame el abrigo. Debe usted de estar helado, andando por ahí con esta lluvia. Una noche como ésta. —Agitó la cabeza a derecha e izquierda ante la idea.

Brunetti se quitó el abrigo, notando el peso del agua que lo empapaba al darlo a La Capra. También el otro hombre pareció sorprendido por el peso de la prenda y, sin saber qué hacer con ella, optó por dejarla sobre el respaldo de una silla, desde donde el agua siguió chorreando al suelo profusamente.

—¿Qué le trae de nuevo a esta casa,
dottore
? —preguntó La Capra, pero, antes de que Brunetti pudiera contestar, dijo—: Permítame que le ofrezca algo de beber. ¿Grappa, quizá? O un ponche de ron. Por favor, no puedo consentir que pase frío, siendo huésped de mi casa, sin ofrecerle algo. —Sin esperar respuesta, se acercó a un interfono colgado de la pared y pulsó un botón. Segundos después se oyó un leve chasquido y La Capra dijo por el micro—: ¿Querrás subir una botella de grappa y un ponche de ron caliente? —Se volvió hacia Brunetti sonriendo, el perfecto anfitrión—. Será sólo un momento. Mientras esperamos, dígame,
dottor
e, ¿qué le trae otra vez por aquí tan pronto?

—Su colección,
signor
La Capra. He descubierto muchas cosas sobre ella. Y sobre usted.

—¿En serio? —preguntó La Capra, sin alterar la sonrisa—. No pensé que yo fuera tan conocido en Venecia.

—Y también en otros sitios. En Londres, por ejemplo.

—¿En Londres? —La Capra mostró una cortés sorpresa—. Qué raro. Me parece que no conozco a nadie en Londres.

—No; pero a lo mejor ha adquirido allí alguna pieza.

—Ah, sí, claro, eso será sin duda —respondió La Capra sin dejar de sonreír.

—Y en París —añadió Brunetti.

Nuevamente, la sorpresa de La Capra fue perfecta, como si hubiera estado esperando oír mencionar París después de Londres. Antes de que pudiera decir algo, la puerta se abrió y entró un joven, que no era el mismo que abrió a Brunetti la vez anterior. Traía una bandeja con botellas, vasos y un termo de plata. Dejó la bandeja en una mesa baja y dio media vuelta para marcharse. Brunetti lo reconoció, no sólo por la foto de archivo enviada por la policía de Roma sino por el parecido con su padre.

—No, Salvatore, quédate a beber algo con nosotros —dijo La Capra. Y a Brunetti—: ¿Qué va a tomar,
dottore
? Veo que hay azúcar. ¿Quiere que le prepare un ponche?

—No, muchas gracias. Un poco de grappa será suficiente.

Jacopo Poli, en delicada botella de vidrio soplado; sólo lo mejor para el
signor
La Capra. Brunetti vació el vaso de un trago y lo dejó en la bandeja antes de que La Capra hubiera acabado de echar el agua caliente en su propio ron. Mientras La Capra vertía y removía, Brunetti miraba la habitación. Muchas de las piezas se parecían a objetos que había visto en el apartamento de Brett.

—¿Otro vasito,
dottore
? —preguntó La Capra.

—No, gracias —dijo Brunetti deseando controlar el temblor que aún lo estremecía.

La Capra acabó de mezclar la bebida, tomó un sorbo y dejó el vaso en la bandeja.

—Venga,
dottor
Brunetti. Permítame mostrarle algunas de mis nuevas piezas. Llegaron ayer mismo, y reconozco que estoy muy contento de tenerlas aquí.

La Capra empezó a caminar hacia la pared izquierda de la galería, y Brunetti oyó que algo crujía bajo la suela de su zapato. Al mirar al suelo, vio fragmentos de barro esparcidos en círculo en aquel lado de la habitación. Uno de los fragmentos estaba cruzado por una línea negra. Rojo y negro, los dos colores dominantes de la cerámica que Brett le había mostrado y de la que le había hablado.

—¿Dónde está ella? —preguntó Brunetti, cansado y helado.

La Capra se paró de espaldas a Brunetti y tardó un momento en volverse a mirarlo.

—¿Dónde está quién? —preguntó al volverse, sonriendo inquisitivamente.

—La
dottoressa
Lynch —respondió Brunetti.

La Capra no apartaba la mirada de Brunetti, pero éste notó que de padre a hijo iba algo, un mensaje.

—¿La
dottoressa
Lynch? —preguntó La Capra, en tono de perplejidad, pero aún muy cortés—. ¿Se refiere a la científica norteamericana? ¿La que escribe sobre cerámica china?

—Sí.

—Ah,
dottor
Brunetti, no sabe usted cómo me gustaría que estuviese aquí. Tengo dos piezas… entre las que recibí ayer… sobre las que empiezo a tener dudas. No estoy seguro de que sean tan viejas como pensé cuando… —la pausa fue mínima, pero Brunetti estaba seguro que intencionada— cuando las adquirí. Daría cualquier cosa por poder preguntar a la
dottoressa
Lynch qué opina de ellas. —Miró al joven y luego, rápidamente, a Brunetti—. Pero, ¿qué le hace pensar que ella pudiera estar aquí?

—Porque no puede estar en ningún otro sitio —explicó Brunetti.

—Me parece que no le entiendo,
dottore
. No sé de qué me habla.

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