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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (26 page)

BOOK: Acqua alta
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—Si se las llevan —dijo Brunetti.

—Aunque no se las lleven, tenemos vigilancia permanente en el almacén, y cuando se muevan lo sabremos. Además, el que sea enviado a recoger las estatuas no será importante y probablemente no sabrá mucho, aparte de adonde tiene que llevarlas, de modo que no servirá de gran cosa arrestarlo.

Finalmente, Brunetti preguntó:

—Giulio, ¿no es una operación muy complicada para cuatro estatuas? Y aún no me ha dicho cómo se ha relacionado con esto a Semenzato.

—Una idea clara tampoco nosotros la tenemos, pero el hombre que nos llamó nos dijo que en Venecia había gente, y se refería a la policía, Guido, que podía estar interesada en esto. —Antes de que Brunetti pudiera interrumpirle, Carrara agregó—: No quiso dar más explicaciones, pero dijo que había más envíos. Que éste era sólo uno de tantos.

—¿Todos de Oriente? —preguntó Brunetti.

—Eso no lo especificó.

—¿Hay aquí mercado para esas cosas?

—Aquí, en Italia, no, pero lo hay en Alemania y, una vez en Italia la mercancía, es fácil hacerla llegar allí.

Ningún italiano se molestaría en preguntar por qué no se hacían los envíos directamente a Alemania. Se rumoreaba que los alemanes consideraban la ley como algo que había que cumplir, mientras que los italianos la veían como algo que había que analizar y luego evadir.

—¿Cuál puede ser el valor, el precio? —preguntó Brunetti, sintiéndose el típico veneciano.

—Fabuloso, no por la belleza de las estatuas en sí sino porque proceden de Angkor Wat.

—¿Podrían venderse libremente en el mercado? —preguntó Brunetti, pensando en la sala que el
signor
La Capra había dispuesto en el tercer piso de su
palazzo
y preguntándose cuántos
signor
La Capra podría haber.

Nuevamente, Carrara reflexionó antes de contestar.

—No; probablemente, no. Pero eso no significa que no haya mercado para ellas.

—Comprendo. —Era sólo una posibilidad, pero preguntó—: Giulio, ¿tienen algo acerca de un tal La Capra, Carmello La Capra? De Palermo. —Mencionó la coincidencia con Semenzato en los viajes al extranjero: las mismas ciudades y las mismas fechas.

Después de una breve pausa, Carrara respondió:

—El nombre me resulta vagamente familiar, pero no puedo asociarlo a algo concreto. Déme una hora, miraré en el ordenador si hay algo sobre él.

La siguiente pregunta de Brunetti obedecía a simple curiosidad profesional:

—¿Tienen mucha información en su ordenador?

—Montones —dijo Carrara con audible orgullo—. Listados de nombres, ciudades, siglos, formas de arte, artistas, técnicas de reproducción. Pida usted lo que quiera: si ha sido robado o falsificado, aparecerá en el ordenador. Ese hombre podría estar con su apellido o con cualquier alias o mote que pueda tener.

—El
signor
La Capra no es hombre que consienta que le pongan mote —explicó Brunetti.

—Ah, vamos, uno de ésos. Pues en tal caso podría estar en «Palermo» —y entonces Carrara añadió, innecesariamente—: Es un archivo muy voluminoso. —Hizo una pausa para dar tiempo a Brunetti a asimilar el comentario y preguntó—: ¿Le interesa algún tipo de arte en especial, alguna técnica?

—Cerámica china —apuntó Brunetti.

—Ah —dijo Carrara prolongando la exclamación y elevando el tono—. De ahí me sonaba el nombre. No recuerdo exactamente qué fue, pero si el nombre me suena por esa asociación, estará en el ordenador. Luego le llamo, Guido.

—Se lo agradeceré, Giulio. —Entonces, por simple curiosidad, preguntó—: ¿Existe la posibilidad de que lo envíen a Verona?

—No lo creo. Los hombres de Milán son de lo mejor que tenemos. Yo iría sólo si resultara que eso está relacionado con alguna de mis investigaciones en curso.

—Comprendo. Llámeme si encuentra algo sobre La Capra. Estaré toda la tarde. Y gracias, Giulio.

—No me las dé hasta que sepa lo que puedo decirle —repuso Carrara, y colgó antes de que Brunetti pudiera contestar.

Brunetti preguntó por teléfono a la
signorina
Elettra si había recibido la lista de llamadas de La Capra y Semenzato y descubrió con satisfacción que no sólo Telecom había enviado las listas sino que, además, ella había podido detectar numerosas llamadas hechas entre los teléfonos de sus respectivos domicilios y despachos en Italia, así como a hoteles del extranjero cuando uno de los dos hombres se hospedaba en ellos.

—¿Quiere que se las lleve, comisario?

—Si tiene la bondad,
signorina
.

Mientras la esperaba, Brunetti abrió la carpeta de Brett y marcó el número que allí se indicaba. El teléfono sonó siete veces pero nadie contestó. ¿Significaba esto que ella había seguido su consejo y se había ido a Milán? Quizá Flavia había llamado para comunicárselo.

Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de la
signorina
Elettra, hoy, vestida de gris, muy sobria; sobria, hasta que Brunetti bajó la mirada y vio unas medias negras decoradas con un abigarrado dibujo ¿de flores? y unos zapatos rojos, con unos tacones más altos que los que Paola se había atrevido a llevar nunca. Se acercó a la mesa y le puso delante una carpeta marrón.

—He marcado con un círculo las llamadas que se corresponden —explicó.

—Gracias,
signorina
. ¿Se ha guardado copia?

Ella asintió.

—Muy bien. Vea ahora si puede conseguir la lista de llamadas de la tienda de antigüedades de Francesco Murino, de
campo
Santa Maria Formosa, y si Semenzato o La Capra lo llamaron o él a ellos.

—Me he tomado la libertad de llamar a la American Telegraph and Telephone a Nueva York —dijo la
signorina
Elettra—, para averiguar si alguno de ellos utilizaba tarjetas de llamadas internacionales. La Capra, sí. El hombre con el que he hablado me ha dicho que me pasaría por fax una lista de las llamadas de los últimos años. Quizá la tenga esta misma tarde.

—¿Ha hablado usted personalmente con él,
signorina
? —preguntó Brunetti, admirado—. ¿En inglés? ¡Un amigo en Banca d'Italia y, además, habla inglés!

—Naturalmente, él no hablaba italiano, a pesar de trabajar en la sección internacional. —¿Debía escandalizarse Brunetti por este fallo? Si así era, se escandalizaría, porque era evidente que la
signorina
Elettra estaba escandalizada.

—¿Y cómo es que usted habla inglés?

—Eso es lo que hacía en la Banca d'Italia,
dottore
. Traducir del inglés y del francés.

Él no pudo contener la pregunta.

—¿Y se marchó?

—No tuve alternativa, comisario —dijo ella y, al ver su perplejidad, explicó—: Mi jefe me pidió que tradujera al inglés una carta para un banco de Johanesburgo. —Ella calló y se inclinó y sacó de la carpeta otro papel. ¿Ésta era toda la explicación que iba a darle?

—Lo siento,
signorina
, pero no comprendo. ¿Le pidió que tradujera una carta para Johanesburgo? —Ella asintió—. ¿Y tuvo usted que marcharse por eso?

Ella lo miró con ojos muy abiertos.

—Naturalmente, comisario.

Él sonrió.

—Lo siento, pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué tuvo que marcharse?

Ella lo miró fijamente, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que en realidad no hablaban el mismo idioma.

—Las sanciones —dijo vocalizando con claridad.

—¿Las sanciones? —repitió él.

—Contra Sudáfrica, comisario. Todavía estaban en vigor, de modo que no tuve más remedio que negarme a traducir la carta.

—¿Se refiere a las sanciones contra el Gobierno de Sudáfrica?

—Desde luego, comisario. Fueron decretadas por la ONU, ¿no?

—Creo que sí. ¿Y por eso no quiso usted escribir la carta?

—¿Qué sentido tiene declarar sanciones si la gente no va a imponerlas? —preguntó ella con perfecta lógica.

—Ninguno, imagino. ¿Y qué ocurrió entonces?

—Oh, él se puso muy desagradable. Escribió una carta de amonestación. Se quejó al sindicato. Y nadie me defendió. Todos parecían pensar que yo debía haber traducido la carta. De modo que no tuve más remedio que dimitir. No podía seguir trabajando para aquella gente.

—Naturalmente —convino él, inclinando la cabeza sobre la carpeta y jurándose impedir por todos los medios que Paola y la
signorina
Elettra llegaran a conocerse.

—¿Eso es todo, comisario? —preguntó ella, sonriendo con la esperanza de que quizá ahora él hubiera comprendido.

—Sí,
signorina
, gracias.

—Cuando llegue el fax de Nueva York se lo subiré.

—Gracias,
signorina
. —Ella sonrió y salió del despacho. ¿Cómo la habría encontrado Patta?

No cabía la menor duda: Semenzato y La Capra habían hablado por lo menos cinco veces durante el año último; ocho, si las llamadas que Semenzato había hecho a hoteles de diversos países cuando La Capra estaba allí eran para él. Desde luego, se podía objetar —y Brunetti no dudaba de que así lo haría un buen abogado defensor— que no tenía nada de particular que estos dos hombres se conocieran. A los dos les interesaban las obras de arte. La Capra podía haber hecho a Semenzato muchas consultas legítimamente: procedencia, autenticidad, precio. Brunetti miraba los papeles tratando de descubrir una sincronía entre las llamadas telefónicas y el movimiento de las cuentas bancarias de uno y otro, pero ésta no aparecía.

Sonó el teléfono. Él descolgó y dio su nombre.

—Te he llamado antes.

Inmediatamente reconoció la voz de Flavia y advirtió de nuevo su tono grave, tan distinto del que tenía cuando cantaba. Pero esta sorpresa no era nada comparada con la que sintió al oír el tuteo.

—He ido a hacer una visita. ¿Qué sucede?

—Brett no quiere ir conmigo a Milán.

—¿Ha dicho por qué?

—Dice que no se encuentra bien para viajar, pero es cabezonería. Y miedo. No quiere reconocerlo, pero tiene miedo de esa gente.

—¿Y tú? —preguntó él tuteándola a su vez con complacencia—. ¿Te marchas?

—No tengo alternativa —dijo Flavia, y enseguida rectificó—: Sí la tengo. Podría quedarme si quisiera, pero no quiero. Mis hijos van a casa y quiero estar allí para recibirlos. Y el martes tengo ensayo con piano en La Scala. Ya cancelé una actuación, y ahora les he dicho que cantaré.

Brunetti se preguntaba qué podía hacer él en este asunto, y Flavia no tardó en informarle.

—¿Podrías hablar con ella? ¿Hacerla entrar en razón?

—Flavia —empezó él, vivamente consciente de que ésta era la primera vez que la llamaba así—, si tú no la has convencido, dudo mucho de que yo pueda hacerle cambiar de idea. —Y, antes de que ella tuviera tiempo de protestar, agregó—: No es que trate de escurrir el bulto, es que no creo que dé resultado.

—¿Y ponerle protección?

—Sí; podría poner a un hombre en el apartamento. —Casi sin pensar, rectificó—: O a una mujer.

La respuesta fue inmediata. Y áspera:

—El que no nos acostemos con hombres no quiere decir que nos dé miedo estar en una habitación con uno de ellos.

Él se quedó callado hasta que ella preguntó:

—Bueno, ¿no vas a decir algo?

—Estoy esperando que pidas perdón por tu estupidez.

Ahora tocó callar a Flavia. Finalmente, con gran alivio, él la oyó decir en tono más suave:

—De acuerdo. Perdón por mi estupidez y por mi arranque. Será que estoy acostumbrada a tratar a la gente sin miramientos. Y que quizá aún soy muy susceptible por lo que se refiere a Brett y a mí.

Presentadas las disculpas, Flavia volvió a la cuestión:

—No sé si podremos convencerla para que acepte tener a alguien en el apartamento.

—Flavia, no dispongo de otro medio para protegerla. —Él oyó un fuerte ruido, como de maquinaria pesada—. ¿Qué es eso?

—Un barco.

—¿Dónde estás?

—En Riva degli Schiavoni —dijo ella—. No quería llamar desde casa, y he salido a dar un paseo. —Aquí cambió la voz—. No estoy lejos de la
questura
. ¿Puedes recibir visitas en horas de trabajo?

—Naturalmente —rió él—. Soy un jefe.

—¿Puedo ir ahora? No me gusta hablar por teléfono.

—Desde luego. Cuando quieras. Ahora mismo. Espero una llamada, pero no tiene sentido que sigas dando vueltas por ahí con esta lluvia. Además —agregó sonriendo para sí—, aquí se está caliente.

—De acuerdo. ¿Pregunto por ti?

—Sí. Di al agente de la puerta que estás citada y él te acompañará a mi despacho.

—Gracias. Ahora mismo voy. —Colgó sin darle tiempo a despedirse.

En cuanto Brunetti colgó, el teléfono volvió a sonar. Era Carrara.

—Guido, su
signor
La Capra estaba en el ordenador.

—¿Sí?

—La cerámica china me ha permitido localizarlo.

—¿Por qué?

—Por dos cosas. Hará unos tres años, de una colección particular de Londres desapareció un bol de celadón. El hombre al que al fin acusaron de la sustracción dijo que un italiano le había pagado para que consiguiera concretamente esa pieza.

—¿La Capra?

—Él no lo sabía. Pero la persona que lo delató dijo que uno de los intermediarios que había agenciado el trato usó el nombre de La Capra.

—¿«Agenciado el trato»? —preguntó Brunetti—. ¿Quiere decir, sencillamente, organizado el robo de una sola pieza?

—Sí. Es cada vez más frecuente —respondió Carrara.

—¿Y la otra cosa? —preguntó Brunetti.

—Es sólo un rumor. Lo tenemos en la lista de «casos sin confirmar».

—¿De qué se trata?

—Hará unos dos años, en París, un marchante de arte chino, un tal Philippe Bernadotte, fue muerto una noche en la calle mientras paseaba al perro. Sus asaltantes le robaron la cartera y las llaves. Con las llaves entraron en su casa, pero, por extraño que parezca, no le robaron nada. Eso sí, registraron sus archivos y, al parecer, se llevaron papeles.

—¿Y La Capra?

—El socio de la víctima recordaba que días antes de su muerte,
monsieur
Bernadotte había mencionado una disputa que había tenido con un cliente que lo acusaba de haber vendido una pieza que sabía que era falsa.

—¿El cliente era el
signor
La Capra?

—El socio no lo sabía. Sólo recordaba que
monsieur
Bernadotte se había referido a él varias veces llamándolo «el cabrito», pero pensó que bromeaba.

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