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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (21 page)

BOOK: Acqua alta
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—Sigo sin comprender cómo puede saber si una pieza es el original o una copia. —Antes de que ella pudiera responder, agregó—: Un amigo me ha dicho que tienen ustedes un sexto sentido que les dice si una cosa es auténtica o falsa. Pero eso me parece muy subjetivo. Porque, cuando dos especialistas discrepan y uno dice que una pieza es buena y el otro que es falsa, ¿cómo se resuelve el caso? ¿Llamando a un tercero y sometiéndolo a votación? —Brunetti sonrió dando a entender que bromeaba, pero no podía imaginar otro medio.

La sonrisa con que ella respondió indicaba que había captado el tono.

—No; recurrimos a los técnicos. Pueden hacerse análisis para determinar la antigüedad de un objeto. —Con un cambio de inflexión en la voz, preguntó—: ¿Seguro que quiere oír todo esto?

—Sí.

—Procuraré no pasarme de pedante —dijo doblando las rodillas y recogiendo los pies encima del sofá—. Son muchas las pruebas que pueden hacerse con los cuadros: análisis de la composición química de las pinturas para ver si corresponden a la época en la que se supone que se pintó el cuadro, rayos X para ver lo que hay debajo de la capa superficial y hasta datación al carbono 14. —Él asintió, indicando que estaba familiarizado con los tres procesos.

—Pero aquí no se trata de cuadros.

—No, es verdad. Los chinos nunca trabajaron con óleos, por lo menos en los períodos a los que correspondía la exposición. La mayoría de las piezas eran de cerámica y de metal. El metal nunca me ha interesado, por lo menos, de un modo especial, pero sé que es casi imposible comprobar su autenticidad por métodos científicos. Hay que fiarse de la vista.

—¿Y para la cerámica, no?

—Naturalmente que se necesita la mirada del perito, pero por fortuna las técnicas para comprobar la autenticidad son casi tan sofisticadas como para la pintura. —Hizo una pausa antes de volver a preguntar—: ¿Quiere explicaciones técnicas?

—Sí, desde luego —dijo él sacando el bolígrafo, acción que le hizo sentirse como un estudiante.

—La técnica más utilizada, y también la más segura, se llama termoluminiscencia. Para ello basta con extraer unos treinta miligramos de cerámica de la pieza a probar. —Adelantándose a su pregunta explicó—: Es fácil. Lo sacamos de la parte posterior de un plato o de la base de una vasija o estatua. La cantidad necesaria es casi inapreciable, una muestra. Entonces una célula fotoeléctrica multiplicadora nos indicará, con un margen de error de un diez a un quince por ciento, la edad del material.

—¿Cómo opera? —preguntó Brunetti—. Quiero decir, por qué principio.

—Cuando se cuece la arcilla, verá, si se cuece a más de unos trescientos grados centígrados, todos los electrones del material quedarán… borrados… Supongo que no hay otra palabra más gráfica. El calor destruye sus cargas eléctricas. Entonces, a partir de ahí, empiezan a absorber nuevas cargas eléctricas. Y eso es lo que mide el fotomultiplicador, la energía absorbida. Cuanto más viejo el material, más brilla.

—¿Y es muy exacto?

—Como le digo, con un margen de error de hasta un quince por ciento. Esto significa que una pieza a la que se atribuyen dos mil años de antigüedad, la lectura nos indicará, con una aproximación de unos trescientos años, cuándo se hizo, es decir, cuándo se coció.

—¿Y probó usted las piezas por este método en China?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; en Xian no disponemos de estos aparatos.

—Entonces, ¿cómo puede estar segura?

Ella sonrió al responder:

—La vista. Me bastó con mirarlas para tener la casi absoluta certeza de que eran falsas.

—¿Y qué acabó de convencerla? ¿Consultó a alguien?

—Ya se lo dije. Escribí a Semenzato. Y, cuando no obtuve respuesta, vine a Venecia para hablar con él personalmente. —Le ahorró la pregunta—. Sí, traje muestras, muestras de las tres piezas más sospechosas y de otras dos que también podían serlo.

—¿Sabía Semenzato que tenía usted esas muestras?

—No. No se lo dije.

—¿Dónde están?

—Al venir hice escala en California y dejé un juego a un amigo que es conservador del museo Getty. Allí tienen un buen equipo y le pedí que hiciera las pruebas.

—¿Las hizo?

—Sí.

--¿Y?

—Cuando salí del hospital le llamé. Las tres piezas que me habían parecido falsas fueron hechas hace sólo unos años.

—¿Y las otras dos?

—De las otras dos una es auténtica y la otra falsa.

—¿Basta una sola prueba?

—Sí.

En cualquier caso, lo que les había ocurrido a ella y a Semenzato era confirmación suficiente.

Al cabo de un momento, Brett preguntó:

—¿Y ahora qué?

—Estamos tratando de descubrir quién mató a Semenzato y quiénes eran los dos hombres que vinieron aquí.

La mirada de ella era desapasionada y escéptica. Al fin preguntó:

—¿Y qué posibilidades tienen de conseguirlo?

Él sacó del bolsillo interior las fotos de la policía de Salvatore La Capra y las pasó a Brett:

—¿Era éste uno de ellos?

Ella miró las fotos unos momentos y se las devolvió.

—Eran sicilianos —dijo—. A estas horas ya habrán cobrado y estarán otra vez en casa con la mujer y los niños. Su viaje fue un éxito, hicieron todo lo que se les había encargado: asustarme a mí y matar a Semenzato.

—Eso no tiene sentido.

—¿Y qué lo tiene?

—He hablado con gente que lo conocía o que había oído hablar de sus actividades, y parece ser que Semenzato estaba involucrado en ciertas cosas en las que un director de museo no debería intervenir.

—¿Por ejemplo?

—Era socio comanditario de un negocio de antigüedades. Otros dicen que su opinión profesional estaba en venta. —Al parecer, Brett no necesitaba que le explicasen el significado de este último.

—¿Y eso qué importancia tiene?

—Si su intención hubiera sido matarlo, hubieran empezado por ahí y luego hubieran venido a decirle a usted que se callara si no quería que le sucediera lo mismo. Pero no: empezaron por usted. Y, si eso hubiera resultado, Semenzato no se hubiera enterado, por lo menos oficialmente, de la sustitución.

—Usted da por descontado que él estaba involucrado —dijo Brett. Al ver que Brunetti movía la cabeza afirmativamente, comentó—: Eso es mucho suponer.

—No cabe otra explicación —adujo él—. ¿Cómo si no iban a saber dónde encontrarla y estar al corriente de la cita?

—¿Y si, a pesar de lo que me hicieron, yo hubiera hablado con él?

A él le sorprendió que ella no lo hubiera deducido por sí misma, y no deseaba revelárselo ahora. No contestó.

—¿Y bien?

—Si Semenzato estaba implicado en esto, lo que hubiera ocurrido si usted hubiera hablado con él es evidente —dijo Brunetti, reacio a ser más explícito.

—Pues sigo sin entenderlo.

—En lugar de matarlo a él la hubieran matado a usted —dijo simplemente.

La miraba a la cara al decirlo. Vio el efecto, primero, en los ojos, espanto e incredulidad, y luego observó cómo apretaba los labios y se le crispaba la cara al comprender la enormidad de la revelación.

Afortunadamente, Flavia eligió este momento para hacer su entrada en la sala, trayendo consigo ese aroma floral de jabón, champú o alguna de esas cosas que usan las mujeres para oler divinamente en el momento del día menos indicado. ¿Por qué la mañana y no la noche?

Vestía un sencillo vestido de lana marrón, ceñido a la cintura por varias vueltas de una faja color naranja anudada a un lado que le colgaba hasta más abajo de la rodilla y ondeaba al andar. No llevaba maquillaje y, al mirarla, Brunetti se dijo que no le hacía ninguna falta.


Buon giorno
—dijo ella sonriendo al darle la mano.

Él se levantó para estrechársela. Flavia miró a Brett para incluirla en su ofrecimiento:

—Voy a hacer café. ¿Queréis una taza? —Y con una sonrisa—: Es un poco temprano para champaña.

Brunetti aceptó y Brett rehusó la invitación. Flavia dio media vuelta y se fue a la cocina. Su breve paso había abierto un inciso en la conversación, dejando en suspenso la última frase, pero ahora había que volver a ella.

—¿Por qué lo mataron? —preguntó Brett.

—No lo sé. ¿Quizá por diferencias con los otros implicados? ¿Por una desavenencia acerca de lo que había que hacer con usted?

—¿Está seguro de que lo mataron por este asunto?

—Creo preferible trabajar con esta hipótesis —respondió él escuetamente. No le sorprendía que ella se resistiera a admitir su punto de vista. Ello supondría reconocer que estaba en peligro: muertos Matsuko y Semenzato, ella era la única persona que podía denunciar el robo. Quien hubiera matado a Semenzato no creería que ella no había traído de China sólo sospechas sino también pruebas y pensaría que matándolo a él borraba la única pista. Si un día llegaba a descubrirse el robo, no era fácil que el Gobierno de la República Popular China sospechara de la codicia criminal de los capitalistas occidentales sino que probablemente buscaría a los ladrones en su propio país.

—En China, ¿quién estaba al cuidado de las piezas seleccionadas para la exposición?

—Tratábamos con un empleado del museo de Pekín, llamado Xu Lin. Es uno de sus principales arqueólogos y una autoridad en Historia del Arte.

—¿Viajó él con las piezas?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; su pasado político se lo impedía.

—¿Por qué?

—Su abuelo era terrateniente, por lo que él estaba considerado políticamente indeseable o, cuando menos, sospechoso. —Observó la expresión de sorpresa de Brunetti—. Ya sé que parece irracional. —Hizo una pausa y agregó—: Es irracional, desde luego, pero así son las cosas. Durante la Revolución Cultural, este hombre pasó diez años cuidando cerdos y abonando con estiércol los campos de coles. Pero, terminada la Revolución, volvió a la universidad y, como era un estudiante brillante, no pudieron evitar que obtuviera ese empleo en Pekín. De todos modos, no le permiten salir del país. Los únicos que viajaron con la expedición fueron altos funcionarios del partido que querían salir al extranjero para ir de compras.

—Y usted.

—Sí; y yo. —Al cabo de un momento, añadió en voz baja—: Y Matsuko.

—¿Así que usted es la única a la que pueden hacer responsable del robo?

—Desde luego, soy la responsable. No van a acusar a los funcionarios del partido, que venían en viaje de placer, si pueden echar la culpa de todo a una occidental.

—¿Qué cree usted que ocurrió?

Ella agitó la cabeza a derecha e izquierda.

—No hay nada que tenga sentido y, si algo lo tiene, no puedo creerlo.

—¿Y es? —Lo interrumpió la llegada de Flavia con una bandeja. Pasó por su lado, se sentó en el sofá al lado de Brett y dejó la bandeja en la mesa delante de ellos. En la bandeja había dos tazas de café. Dio una a Brunetti, tomó la otra y se arrellanó en el sofá.

—Le he puesto dos terrones. Creo que es así como le gusta.

Ajena a la interrupción, Brett prosiguió:

—Alguien de aquí debió de abordar a alguno de los funcionarios del partido. —Aunque Flavia no había oído la pregunta que había dado pie a esta explicación, no trató de disimular su reacción a la respuesta. Se volvió a mirar fijamente a Brett en hosco silencio y luego intercambió una mirada con Brunetti. Como ninguno de ellos decía nada, Brett admitió—: De acuerdo. De acuerdo. O a Matsuko. Quizá fue Matsuko.

Antes o después —Brunetti estaba seguro—, se vería obligada a retirar el «quizá».

—¿Y Semenzato? —preguntó Brunetti.

—Es posible. En todo caso, alguien del museo.

—¿Alguno de esos funcionarios del partido hablaba italiano? —preguntó él repentinamente.

—Sí, dos o tres.

—¿Dos o tres? —repitió Brunetti—. ¿Cuántos había?

—Seis. El partido cuida bien de los suyos.

Flavia resopló.

—¿Y lo hablaban bien? ¿Lo recuerda?

—Bastante bien —respondió ella lacónicamente. Después admitió—: No lo bastante bien como para eso. Yo era la única que podía entenderme con los italianos. Si hubo algún trato, tuvo que hacerse en inglés. —Brunetti recordó que Matsuko se había licenciado por Berkeley.

Flavia, exasperada, saltó:

—Brett, ¿cuándo te dejarás de estupideces y te darás cuenta de lo que ocurrió? A mí no me importa lo tuyo con la japonesa, pero tú tienes que ver las cosas con claridad. Es tu vida lo que está en juego. —Acabó de hablar tan repentinamente como había empezado, se llevó la taza a los labios y, al encontrarla vacía, la dejó en la mesa con un golpe seco.

Se hizo un largo silencio hasta que, finalmente, Brunetti preguntó:

—¿Cuándo pudo haberse hecho la sustitución?

—Después de la clausura de la exposición —dijo Brett con voz insegura.

Brunetti miró a Flavia que, en silencio, se contemplaba las manos cruzadas en el regazo.

Brett suspiró profundamente y dijo casi en un susurro:

—De acuerdo. De acuerdo. —Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se quedó mirando las gotas de lluvia que repicaban en el cristal de la claraboya. Al fin dijo—: Ella vino a supervisar la operación de embalado. Tenía que comprobar cada pieza antes de que la policía de aduanas italiana sellara cada caja y luego la jaula.

—¿Ella hubiera reconocido una falsificación? —preguntó Brunetti.

La respuesta de Brett tardó en llegar.

—Sí; ella hubiera visto la diferencia. —Durante un momento, él pensó que iba a decir más, pero calló. Miraba la lluvia.

—¿Cuánto tardarían en embalarlo todo?

Brett reflexionó un momento antes de contestar:

—Cuatro o cinco días.

—¿Y entonces qué? ¿Adonde fueron las jaulas?

—Fueron a Roma con Alitalia, pero se quedaron allí más de una semana porque en el aeropuerto había huelga. De Roma fueron a Nueva York, donde la aduana americana las retuvo. Finalmente, fueron embarcadas en un avión de las líneas aéreas chinas y llevadas a Pekín. Cada vez que las jaulas se cargaban y descargaban de un avión, se inspeccionaban los sellos y en los aeropuertos extranjeros había guardias que las vigilaban.

—¿Cuánto tiempo transcurrió desde que las piezas salieron de Venecia hasta que llegaron a Pekín?

—Más de un mes.

—¿Y cuánto, hasta que usted las vio?

Ella se revolvió en el sofá antes de contestar, y sin mirarle dijo:

—Como ya le he dicho, no volví a verlas hasta este invierno.

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