Acqua alta (25 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Acqua alta
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—La mejor voz de la época, la única gran cantante —dijo agitando el libreto para mayor énfasis.

—¿La
signora
Petrelli? —preguntó Brunetti.

El hombre torció el gesto como si hubiera mordido algo desagradable.

—¿Cantar Haendel? ¿La Petrelli? —preguntó con gesto de fatigada sorpresa—. Lo único que ella puede cantar es Verdi y Puccini. —Pronunció los nombres como el que dice «sexo» y «pasión».

Brunetti fue a objetar que Flavia también cantaba Mozart, pero sólo preguntó:

—¿El
signor
La Capra?

Al oír su nombre, el hombre se puso en pie, obligado por sus deberes de anfitrión a dejarse de valoraciones estéticas, y fue hacia Brunetti con la mano extendida.

—Sí, ¿con quién tengo el honor?

Brunetti le estrechó la mano y devolvió la ceremoniosa sonrisa.

—Comisario Guido Brunetti.

—¿Comisario? —Daba la impresión de que La Capra nunca había oído la palabra.

Brunetti asintió.

—De policía.

Una momentánea confusión se reflejó en la cara del hombre, pero esta vez Brunetti pensó que la emoción podía ser real, no fabricada para el público. La Capra se repuso rápidamente y preguntó con gran cortesía:

—¿Y puedo preguntar, comisario, cuál es el motivo de su visita?

Brunetti no quería que La Capra sospechara que lo relacionaba con la muerte de Semenzato, por lo que había decidido no decir que en el escenario del crimen se habían encontrado las huellas de su hijo. Y, hasta que pudiera hacerse una idea más clara del hombre, no quería darle a entender que la policía tenía curiosidad por averiguar qué relación podía haber entre él y Brett.

—El robo,
signor
La Capra —dijo Brunetti, y repitió—: El robo.

Al momento, el
signor
La Capra fue todo cortés atención.

—¿Sí, comisario?

Brunetti dibujó su sonrisa más amistosa.

—He venido para hablar de la ciudad,
signor
La Capra, puesto que es usted nuevo residente, y de algunos de los riesgos de vivir aquí.

—Es usted muy amable,
dottore
—repuso La Capra, devolviendo sonrisa por sonrisa—. Pero, disculpe, no podemos quedarnos aquí como dos estatuas. ¿Me permite que le ofrezca un café? Ya habrá almorzado, ¿verdad?

—Sí. Pero un café no vendría mal.

—Ah, venga conmigo. Bajaremos a mi estudio y haré que nos lo traigan. —Con estas palabras, el hombre salió de la habitación y condujo a Brunetti por la escalera abajo. En el segundo piso, abrió una puerta y retrocedió cortésmente para que Brunetti entrase primero. Los libros cubrían dos de las paredes; y unas pinturas muy necesitadas de una buena limpieza, lo que las hacía parecer mucho más valiosas, la tercera. Tres altas ventanas dominaban el Gran Canal, en el que se observaba el habitual tráfago de embarcaciones en una y otra dirección. La Capra indicó a Brunetti un diván tapizado de seda y él se acercó a un largo escritorio de roble, donde descolgó el teléfono, pulsó un botón y pidió que subieran café al estudio.

Su anfitrión cruzó el despacho y se sentó frente a Brunetti, subiéndose cuidadosamente el pantalón para que no se le marcaran rodilleras.

—Como le decía,
dottor
Brunetti, me parece muy considerado por su parte el que haya venido a hablar conmigo. No dejaré de dar las gracias al
dottor
Patta cuando lo vea.

—¿Es amigo del
vicequestore
? —preguntó Brunetti.

La Capra levantó la mano en un ademán de modesta negación de semejante distinción.

—No tengo tanto honor. Pero ambos somos miembros del Lions' Club, por lo que coincidimos en ciertos actos sociales. —Hizo una pausa y agregó—: Esté seguro de que le daré las gracias por su consideración.

Brunetti asintió en señal de gratitud, sabiendo muy bien lo que pensaría Patta de aquella consideración.

—Dígame,
dottor
Brunetti, ¿de qué desea prevenirme?

—No es que yo pueda prevenirle de algo en concreto,
signor
La Capra. Pero creo que debe usted saber que, en esta ciudad, las apariencias engañan.

—¿Sí?

—Da la impresión de que tenemos una ciudad pacífica… —empezó Brunetti y se interrumpió para preguntar—: ¿Sabe que hay sólo setenta mil habitantes?

La Capra asintió.

—Por lo tanto, a primera vista puede parecer que es una apacible ciudad de provincias, que sus calles son seguras. —Aquí Brunetti se apresuró a puntualizar—: Y lo son; la gente puede transitar por ellas a cualquier hora del día o de la noche con toda tranquilidad. —Hizo otra pausa y añadió, como si acabara de ocurrírsele—: Y, en general, también puede estar segura en su casa.

—Si me permite que le interrumpa, comisario, ésta es una de las razones que me impulsaron a venir, para gozar de esa seguridad, de esa tranquilidad que sólo en esta ciudad parece subsistir aún hoy.

—¿Usted es de…? —preguntó Brunetti, aunque el acento que afloraba a pesar de los esfuerzos de La Capra por disimularlo, no dejaba lugar a dudas.

—Palermo —respondió La Capra.

Brunetti no respondió enseguida, dejando que el nombre flotara en el aire.

—A pesar de todo —prosiguió—, y de ello he venido a hablarle, existe el riesgo de robo. En esta ciudad viven muchas personas ricas, y algunas de ellas, engañadas quizá por el sosiego que aparentemente reina en ella, no toman todas las precauciones convenientes por lo que respecta a las medidas de seguridad de sus viviendas. —Miró en derredor y prosiguió con un airoso ademán—: Puedo ver que tiene usted aquí muchas cosas bellas. —El
signor
La Capra sonrió, pero rápidamente inclinó la cabeza con aparente modestia—. Espero que se habrá preocupado de protegerlas debidamente —terminó Brunetti.

A su espalda se abrió la puerta y entró en la habitación el mismo joven de antes, que traía una bandeja con dos tazas de café y un azucarero de plata que descansaba en tres esbeltas patas armadas de garras. Permaneció en silencio al lado de Brunetti mientras éste tomaba una taza y le echaba dos cucharaditas de azúcar. Repitió el proceso con el
signor
La Capra y salió de la habitación sin haber pronunciado ni una palabra, llevándose la bandeja.

Mientras removía el azúcar, Brunetti observó que el café estaba cubierto de la fina capa de espuma que sólo producen las cafeteras exprés eléctricas: en la cocina del
signor
La Capra no se hacía el café en fogón de gas.

—Es muy amable al venir a prevenirme, comisario. Es cierto que muchos de nosotros vemos Venecia como un oasis de paz en lo que es una sociedad cada vez más criminal. —Aquí el
signor
La Capra movió la cabeza a derecha e izquierda—. Pero puedo asegurarle que he tomado todas las precauciones para garantizar la seguridad de mis bienes.

—Me alegra oírlo,
signor
La Capra —dijo Brunetti dejando taza y plato en una mesita de mármol situada al lado del diván—. No me cabe duda de que habrá extremado la prudencia, teniendo objetos tan hermosos. Al fin y al cabo, le habrá costado mucho adquirir algunos de ellos.

Esta vez, la sonrisa del
signor
La Capra, cuando llegó, estaba muy velada. Apuró el café y se inclinó hacia adelante para dejar la taza al lado de la de Brunetti. No dijo nada.

—¿Lo consideraría una intrusión si yo le preguntara qué clase de protección ha dispuesto,
signor
La Capra?

—¿Intrusión? —preguntó La Capra abriendo mucho los ojos con expresión de sorpresa—. En modo alguno. Estoy seguro de que la pregunta obedece al interés que siente por sus conciudadanos. —Dejó que sus palabras se sedimentaran y entonces explicó—: Mandé instalar una alarma antirrobo. Pero, lo que es más importante, tengo vigilancia las veinticuatro horas. Uno de mis empleados está siempre aquí. Yo me fío más de la lealtad de mi personal que de cualquier dispositivo mecánico comprado. —Aquí el
signor
La Capra elevó la temperatura de su sonrisa—. Quizá parezca anticuado, pero yo creo en los valores de la lealtad y el honor.

—Por supuesto —dijo Brunetti sin convicción, pero sonrió dando a entender que había comprendido—. ¿Permite que la gente vea las otras piezas de su colección? Si éstas son una muestra —dijo Brunetti abarcando con un ademán toda la habitación—, debe de ser impresionante.

—Ah, comisario, lo siento —dijo La Capra moviendo ligeramente la cabeza—, pero ahora no podría enseñárselas.

—¿No? —preguntó Brunetti cortésmente.

—Verá, el caso es que la habitación en la que pienso exponerlas no está terminada a mi entera satisfacción. La iluminación, las baldosas del suelo, hasta los paneles del techo me desagradan y me sentiría violento, sí, francamente violento, enseñándolos ahora. Pero con mucho gusto le invitaré a ver mi colección cuando la sala esté terminada y… —buscaba la palabra adecuada y al fin la encontró—: Y presentable.

—Es usted muy amable,
signore
. ¿Entonces puedo esperar que volvamos a vernos?

La Capra asintió, pero no sonrió.

—Debe usted de ser una persona muy ocupada —dijo Brunetti poniéndose en pie. Qué extraño, pensaba, que un amante del arte fuera reacio a enseñar su colección a un visitante que mostrara curiosidad o entusiasmo por las cosas bellas. Brunetti nunca había visto algo igual. Y más extraño todavía era que, hablando de la delincuencia en la ciudad, La Capra no hubiera creído oportuno mencionar ninguno de los dos incidentes que, esta misma semana, habían destruido la calma de Venecia y la vida de personas que, al igual que él, tenían amor al arte.

Al ver que Brunetti se levantaba, La Capra se puso en pie y fue con él a la puerta, bajó la escalera, cruzó el patio y lo acompañó hasta la entrada del
palazzo
. Sostuvo la puerta mientras Brunetti salía a la calle. Se estrecharon la mano cordialmente y el
signor
La Capra permaneció en la puerta mientras Brunetti se alejaba por la estrecha calle hacia
campo
San Paolo.

20

Después de pasar media hora con La Capra, Brunetti se decía que hablar ahora con Patta sería demasiado para una sola tarde, pero decidió ir a la
questura
de todos modos, por si tenía algún mensaje. Habían llamado dos personas: Giulio Carrara, que rogaba que Brunetti le llamara a Roma, y Flavia Petrelli, que decía que volvería a llamar.

Brunetti pidió que le pusieran con Roma y al poco rato hablaba con el
maggiore
. Carrara no perdió el tiempo en conversación personal sino que empezó inmediatamente con Semenzato.

—Guido, aquí tenemos algo que indica que estaba metido en más cosas de las que nos imaginábamos.

—¿Qué cosas?

—Hace dos días, interceptamos un cargamento de ceniceros de alabastro que llegaron a Livorno procedentes de Hong Kong, para un mayorista de Verona. Lo normal, el hombre recibe los ceniceros, les pone una etiqueta y los vende, «Made in Italy».

—¿Por qué interceptaron el cargamento? No parece que se trate de cosas que normalmente hayan de interesarles.

—Uno de nuestros confidentes dijo que no sería mala idea echar un vistazo al cargamento.

—¿Por lo de las etiquetas? —preguntó Brunetti, desconcertado—. ¿No es cosa de la aduana?

—Oh, ésos habían cobrado —dijo Carrara con displicencia—. El cargamento hubiera estado seguro hasta Verona. Pero esa persona nos avisó por lo que venía con los ceniceros.

Brunetti captó la insinuación.

—¿Y qué encontraron?

—¿Sabe qué es Angkor Wat, ¿verdad?

—¿De Camboya?

—Si pregunta eso es que lo sabe. Cuatro de las cajas contenían estatuas procedentes de templos de allí.

—¿Está seguro? —Nada más decirlo, Brunetti deseó haber hecho la pregunta en otros términos.

—Nuestro trabajo es estar seguros —dijo Carrara, pero como simple explicación—. Tres de las piezas fueron vistas en Bangkok hace años, pero desaparecieron del mercado antes de que la policía pudiera confiscarlas.

—Giulio, no sé cómo pueden estar seguros de que vienen de Angkor Wat.

—Los franceses hicieron muchos dibujos de los templos cuando Camboya era aún una colonia, y luego se han hecho fotos. Dos de las estatuas habían sido fotografiadas, y por eso estamos seguros.

—¿Cuándo se tomaron las fotografías? —preguntó Brunetti.

—En 1985. Un equipo de arqueólogos de una universidad estadounidense pasó allí varios meses, dibujando y retratando, pero entonces la zona de combate se extendió hacia allí y tuvieron que huir. Pero disponemos de copias de todas las reproducciones. Por eso estamos seguros, completamente seguros, de dos de las piezas. Y probablemente las otras dos tienen la misma procedencia.

—¿Alguna idea de adonde se enviaban?

—No. Sólo tenemos la dirección del mayorista de Verona.

—¿Han hecho algo al respecto?

—Hemos puesto a dos hombres a vigilar el almacén de Livorno y hemos intervenido los teléfonos, tanto el del almacén como el de la oficina de Verona.

A Brunetti le parecía que el hallazgo de cuatro simples estatuas no justificaba semejante despliegue, pero se reservó la opinión.

—¿Y del mayorista qué se sabe?

—Nada; es nuevo para nosotros. Los de aduanas tampoco tienen nada contra él.

—¿Usted qué piensa?

Carrara reflexionó un momento antes de contestar:

—Yo diría que está limpio. Y probablemente eso significa que, antes de que se haga la entrega, alguien retirará las estatuas.

—¿Dónde? ¿Cómo? —preguntó Brunetti. Y entonces añadió—: ¿Sabe alguien que abrieron ustedes las cajas?

—Hicimos que los de la policía de aduanas cerraran el almacén y armaran mucho revuelo a propósito de un envío de encaje que venía de las Filipinas. Mientras ellos abrían esos bultos, nosotros echamos un vistazo a los ceniceros, volvimos a cerrar las cajas y lo dejamos todo como estaba.

—¿Y los encajes?

—Oh, lo de siempre. Venía el doble de mercancía de la que se declaraba en los documentos, de modo que confiscaron todo el envío y ahora están calculando el importe de la multa.

—¿Y los ceniceros?

—Siguen en el almacén.

—¿Qué harán con ellos?

—Yo no me encargo de ese asunto, Guido. Corresponde a la oficina de Milán. Hablé con el que lo lleva, y dice que quiere intervenir en el momento en que vayan a recoger las cajas con las estatuas.

—¿Y usted qué opina?

—Yo dejaría que se las llevaran y trataría de seguirlos.

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