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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (27 page)

BOOK: Acqua alta
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—¿
Monsieur
Bernadotte y su socio eran capaces de vender una pieza sabiendo que era falsa? —preguntó Brunetti.

—El socio, no. Pero, al parecer, Bernadotte había estado complicado en varias ventas y compras dudosas que habían sido investigadas.

—¿Por la brigada antirrobo de obras de arte?

—Sí. La oficina de París tenía un dossier sobre él.

—¿Y de su casa no se llevaron nada, después de matarlo?

—Parece que no, pero el que lo ha matado tuvo tiempo de revisar sus archivos y sus inventarios y sacar lo que le interesara.

—¿Así que es posible que el
signor
La Capra fuera «el cabrito» al que había aludido la víctima?

—Eso parece —convino Carrara.

—¿Algo más?

—No; pero si ustedes pueden darnos más datos, se lo agradeceremos.

—Diré a mi secretaria que le envíe todo lo que tenemos, y si descubrimos algo más sobre él y Semenzato se lo diré.

—Gracias, Guido. —Y Carrara colgó.

¿Qué era lo que cantaba el conde Almaviva? «
E mifarà
il destino ritrovar questo paggio in ogni loco
!» También parecía ser el destino de Brunetti encontrar a La Capra dondequiera que mirase. De todos modos, Cherubino era bastante más inocente que el
signor
La Capra. Por lo que Brunetti había averiguado, cabía sospechar que La Capra estaba involucrado en la muerte de Semenzato. Pero todo era puramente circunstancial, no tendría valor alguno ante un tribunal.

Brunetti oyó un golpe en la puerta y gritó: «
Avanti
». Un policía de uniforme abrió y dio un paso atrás para que entrara Flavia Petrelli. Cuando ella pasaba por delante del policía, Brunetti vio cómo la mano del agente hacía un marcial saludo antes de cerrar la puerta. Brunetti no tuvo que preguntarse a quién se rendía homenaje con el gesto.

Flavia llevaba un impermeable marrón oscuro forrado de piel. El frío de la tarde había puesto color en su cara, que seguía limpia de maquillaje. Rápidamente, cruzó el despacho y estrechó la mano que él le tendía.

—¿Así que aquí es donde trabajas? —dijo.

Él dio la vuelta a la mesa y se hizo cargo del impermeable, que el calor de la habitación hacía innecesario. Mientras ella miraba en derredor, él colgó la prenda de una percha, detrás de la puerta. Vio que estaba mojada y, al mirar a Flavia, vio brillar gotas de agua en su pelo.

—¿No traes paraguas?

Ella, maquinalmente, se llevó la mano al pelo y pareció sorprenderse al encontrarlo mojado.

—No llovía cuando he salido de casa.

—¿Y cuándo ha sido eso? —preguntó él volviendo hacia ella.

—Después del almuerzo. Serían poco más de las dos, supongo. —Su respuesta era vaga y daba a entender que realmente no podía recordarlo.

Él acercó otra silla a la que tenía delante de la mesa y esperó a que la mujer se acomodara antes de sentarse frente a ella. Hacía sólo unas horas que la había visto y lo sorprendía el cambio que notaba en su cara. Esta mañana parecía tranquila y relajada cuando, con una vivacidad muy italiana, le pedía ayuda para convencer a Brett de que debía pensar en su propia seguridad. Y ahora daba la impresión de estar rígida, en vilo, y la crispación que se advertía en su boca era nueva.

—¿Cómo está Brett? —preguntó él.

Ella suspiró y agitó una mano en un ademán de impotencia.

—A veces, hablar con ella es como tratar de razonar con uno de mis hijos. Dice que sí a todo, reconoce que tengo razón y luego hace lo que se le antoja.

—¿Que ahora es…?

—Quedarse aquí en lugar de ir conmigo a Milán.

—¿Cuándo te marchas?

—Mañana por la noche. Hay un vuelo que llega a las nueve. Así tendré tiempo de abrir el apartamento e ir a recibir a los niños al aeropuerto al día siguiente por la mañana.

—¿Ha dicho por qué no quiere ir?

Flavia se encogió de hombros, como si lo que Brett dijera y la verdad fueran dos cosas independientes.

—Dice que no consentirá que el miedo la eche de su propia casa, que no va a huir ni a esconderse conmigo.

—¿Crees que es la verdadera razón?

—¿Y quién sabe cuál es su verdadera razón? —preguntó ella ásperamente—. A Brett le basta con querer o no querer hacer una cosa. Ella no necesita razones ni excusas. Hace sólo lo que le apetece. —No escapó a Brunetti que sólo otra persona no menos voluntariosa encontraría tan irritante esta cualidad.

Aunque Brunetti deseaba preguntar a Flavia por qué había ido a verle, dijo tan sólo:

—¿Y no podrías convencerla?

—Si la conocieras, no lo preguntarías —dijo Flavia secamente, pero entonces sonrió—: No; no podría. Probablemente, si yo le dijera que no se fuera, se sentiría tentada de marcharse. —Movió la cabeza negativamente y repitió—: Lo mismo que mis hijos.

—¿Quieres que hable yo con ella? —preguntó Brunetti.

—¿Crees que serviría de algo?

Ahora tocó a Brunetti encogerse de hombros.

—No lo sé. Tampoco tengo mucho éxito con mis propios hijos.

Ella lo miró, sorprendida:

—No sabía que tuvieras hijos.

—Para un hombre de mi edad, lo más natural es tenerlos, ¿no?

—Sí, claro —respondió ella, y meditó un momento antes de volver a hablar—. Es que en ti siempre he visto sólo al policía, es casi como si no fueras una persona corriente. —Antes de que él pudiera decirlo, ella admitió—: Sí, ya sé, y a mí sólo me conoces como cantante.

—Bueno, tampoco es exacto —dijo él.

—¿Cómo que no? Cuando me conociste estaba actuando.

—Sí, pero la función había terminado. Y desde entonces sólo te he oído en disco. Y me parece que no es lo mismo.

Ella lo miró fijamente, bajó la mirada al regazo y volvió a mirarlo:

—Si te diera entradas para la función de La Scala, ¿irías?

—Sí, con mucho gusto.

—¿Y a quién llevarías? —preguntó ella con una amplia sonrisa.

—A mi esposa —dijo él simplemente.

—Ah —dijo ella no menos simplemente. Pero una sílaba puede ser muy elocuente. La sonrisa se borró un momento y cuando reapareció era tan amistosa como antes, pero no tan cálida.

Él repitió la pregunta:

—¿Quieres que hable con ella?

—Sí; confía mucho en ti, y quizá te escuche. Alguien tiene que convencerla de que debe irse de Venecia. Yo no he podido.

La ansiedad que advertía en su voz lo impulsó a decir:

—No creo que en realidad corra tanto peligro si se queda. Su apartamento es seguro, y no será tan imprudente como para dejar entrar a cualquiera. El riesgo es pequeño.

—Sí —dijo Flavia con una lentitud que indicaba lo poco que la convencía el argumento. Como si hubiera vuelto repentinamente de un lugar muy lejano y no supiera cómo había llegado aquí, recorrió el despacho con la mirada y preguntó apartando de sí el cuello del jersey—. ¿Tienes que quedarte aquí mucho rato todavía?

—No; ya estoy libre. Si quieres, te acompaño y hablo con ella, a ver si quiere escucharme.

Flavia se levantó, fue a la ventana, miró la fachada cubierta de San Lorenzo y el canal que discurría frente al edificio.

—Muy bonito, pero no sé cómo puedes soportarlo. —¿Se refería al matrimonio?, pensó Brunetti—. Al cabo de una semana, empiezo a sentirme atrapada. —¿Hablaba de la fidelidad? Se volvió a mirarlo—. Pero, con todos sus inconvenientes, no deja de ser la ciudad más bella del mundo, ¿verdad?

—Sí —respondió él sencillamente, ayudándola a ponerse el impermeable.

Antes de salir, Brunetti sacó dos paraguas del armario y dio uno a Flavia. En la puerta principal de la
questura
, los dos guardias que habitualmente se limitaban a dar a Brunetti un lacónico «
Buona notte
», se cuadraron y levantaron la mano en un saludo impecable. Fuera la lluvia caía con fuerza y el agua del canal empezaba a inundar la acera. Brunetti se había calzado las botas, pero Flavia llevaba unos mocasines que ya estaban empapados.

Él la tomó del brazo y torcieron hacia la izquierda. De vez en cuando, una ráfaga de viento les lanzaba la lluvia a la cara, giraba bruscamente y les azotaba las pantorrillas. Se cruzaban con muy pocos transeúntes, todos bien equipados con botas e impermeable, evidentemente, venecianos que si estaban fuera de casa era porque no tenían más remedio. Maquinalmente, él evitaba las calles en las que el agua ya habría subido y la llevaba hacia Barbería delle Tolle, que conducía a la parte alta, donde estaba el hospital. No les faltaba más que un puente para llegar allí cuando se encontraron frente a una zona en la que había que hundirse hasta el tobillo en un agua gris y aceitosa. Él se paró, preguntándose cómo llevar a Flavia al otro lado, pero ella se soltó de su brazo y siguió andando, ajena al agua fría que él oía borbotearle en los zapatos.

El viento y la lluvia barrían la pequeña explanada del
campo
SS. Giovanni e Paolo. En una esquina, debajo de un toldo que ondeaba furiosamente, había una monja que, con resignada indefensión, se asía a un paraguas eviscerado. El
campo
propiamente dicho parecía haberse contraído, el borde estaba ya bajo las aguas que habían convertido el canal en un lago alargado que iba ensanchándose progresivamente.

Casi corriendo, con un rápido chapoteo, cruzaron el
campo
en dirección al puente que los llevaría a la calle della Testa y el apartamento de Brett. Desde lo alto del puente, vieron que en el tramo que tenían que recorrer a continuación el agua les llegaría hasta la pantorrilla, pero no se detuvieron. Cuando llegaron a la zona inundada al pie del puente, Brunetti se cambió el paraguas a la mano izquierda y tomó a Flavia del brazo con la derecha. Y fue oportuno, porque en aquel momento ella tropezó, se fue hacia adelante y, de no haberla sujetado él, hubiera caído de cara.


Porco Giuda
—exclamó ella—. El zapato. Se me ha salido. —Los dos registraron con la mirada el agua oscura, pero el zapato había desaparecido. Ella tanteaba con el pie en el agua. Nada. La lluvia arreciaba.

—Tenga —dijo Brunetti cerrando el paraguas y dándoselo. Rápidamente, se inclinó y la tomó en brazos. Ella, desprevenida, con un movimiento reflejo, se le agarró al cuello y le golpeó la cabeza con el mango del paraguas que él acababa de entregarle. Él dio un traspiés, pero recuperó el equilibrio y echó a andar. Dobló las dos esquinas que faltaban y al llegar a la puerta de la casa la dejó en el suelo.

El pelo le chorreaba, el agua se le metía por el cuello y le resbalaba por el cuerpo. Mientras la traía en brazos, había tropezado y el agua fría le había entrado en la bota mojándole el zapato. Pero había conseguido traerla a casa. Cuando la dejó en el suelo, se apartó el pelo que tenía pegado a la frente.

Rápidamente, ella abrió la puerta y entró en el zaguán, donde el agua tenía la misma altura que en la calle. Empezó a subir la escalera. El segundo peldaño ya estaba seco. Al oír a Brunetti chapotear a su espalda, ella subió dos peldaños más y se volvió a mirarlo.

—Gracias. —Se quitó el otro zapato, que dejó tirado en la escalera, y siguió subiendo. Él la seguía de cerca. En el segundo rellano, oyeron la música que fluía escaleras abajo. Al llegar arriba, frente a la puerta metálica, ella eligió una llave, la introdujo en la cerradura y la hizo girar. La puerta no se movió.

Ella sacó la llave, eligió otra y abrió la cerradura de la parte superior de la puerta, luego accionó la primera cerradura.

—Es extraño —dijo volviéndose hacia él—. Está cerrada con dos llaves.

A él le pareció lógico que Brett echara las dos llaves desde dentro.

—Brett —gritó Flavia al empujar la puerta. La música salió a su encuentro, pero Brett no—. Soy yo —dijo Flavia—. Guido ha venido conmigo.

Nadie contestó.

Descalza, dejando un reguero de agua en el suelo, Flavia entró en la sala y fue al fondo del apartamento, a mirar en los dos dormitorios. Cuando volvió estaba más pálida. A su espalda, cantaban violines, vibraban trompetas y se restauraba la armonía universal.

—Brett no está en casa, Guido. Se ha marchado.

21

Aquella tarde, cuando Flavia salió del apartamento, Brett, sentada a su escritorio, miraba las hojas esparcidas ante ella. Contemplaba gráficos de las temperaturas a que ardían distintos tipos de madera, tamaños de los hornos descubiertos en China Occidental, los isótopos hallados en el vidriado de los vasos de las tumbas de la zona y una reconstrucción ecológica de la flora local dos mil años atrás. Si interpretaba y combinaba los datos de un modo, obtenía un esquema de la forma en que se cocía la cerámica, pero si disponía las variables de otro modo, su tesis se venía abajo, todo era absurdo, y ella hubiera debido quedarse en China, donde estaba su sitio.

Esta idea le hizo preguntarse si podría volver algún día, si Flavia y Brunetti conseguirían arreglar el estropicio —no encontraba otra palabra— y ella podría volver al trabajo. Apartó los papeles con impaciencia. No tenía objeto terminar el artículo, si dentro de poco la autora iba a ser desacreditada por haber sido instrumento de un sonado fraude artístico. Se levantó de la mesa y se acercó a las hileras de CDs pulcramente clasificados, buscando una música apropiada para su estado de ánimo. Nada vocal. No estaba de humor para oír a unos tarados obesos cantar sus amores y sus nostalgias. Amor y nostalgia. Y tampoco nada de arpa: su sonido quejumbroso le haría estallar los nervios. Bien, ya lo tenía: si algo podía demostrarle que en el mundo aún quedaba un poco de cordura, alegría y amor, era la Sinfonía Júpiter.

Ya estaba convencida de que había cordura y alegría y empezaba a creer otra vez en el amor cuando sonó el teléfono. Contestó porque pensó que podía ser Flavia, que hacía más de una hora que había salido.


Pronto
—dijo, consciente de que era la primera vez que usaba el teléfono en casi una semana.

—¿
Professoressa
Lynch? —preguntó una voz masculina.

—Sí.

—Unos amigos míos le hicieron una visita la semana pasada —dijo el hombre con una voz bien modulada y serena, alargando las sílabas con el sonsonete del acento siciliano. Como Brett no respondiera, agregó—: Estoy seguro de que lo recuerda.

Ella siguió sin decir nada, sosteniendo el teléfono con una mano rígida y recordando la visita con los ojos cerrados.


Professoressa
, he pensado que le interesaría saber que su amiga —la voz recalcó irónicamente la palabra—, su amiga la
signora
Petrelli está ahora con esos mismos caballeros. Sí, en este momento, mientras usted y yo hablamos, mis amigos dialogan con ella.

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