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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (10 page)

BOOK: Acqua alta
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Su tono no pasó inadvertido a Brett, que respondió ásperamente.

—No importa dónde ocurriera; lo que importa es que ocurrió.

Para crear una distracción y recordando lo que Lele había dicho sobre lo que es «saber» si una cosa es falsa o auténtica, Brunetti, el policía, preguntó:

—¿Tiene pruebas?

—Sí —empezó Brett, con la voz más ronca que cuando él había llegado.

Flavia, al oírla, interrumpió la conversación volviéndose hacia Brunetti.

—Creo que ya es suficiente,
dottor
Brunetti.

Él miró a Brett y tuvo que darle la razón. Los hematomas de la cara parecían ahora más oscuros y ella estaba más postrada que cuando él había entrado. Brett le sonrió y cerró los ojos.

Él no insistió.

—Lo siento,
signora
—dijo a Flavia—. De todos modos, esto no puede esperar.

—Por lo menos, hasta que esté otra vez en casa —dijo Flavia.

Él miró a Brett, buscando su opinión, pero ella dormía, con la cabeza ladeada y la boca abierta.

—¿Mañana?

Flavia parecía reacia pero al fin accedió:

—Sí.

Él se levantó y tomó el abrigo del respaldo de la silla. Flavia fue con él hasta la puerta.

—No está preocupada sólo por su reputación, ¿sabe? —dijo—. Yo no lo entiendo, pero para ella es muy importante que esas piezas vuelvan a China —terminó moviendo la cabeza con evidente perplejidad.

Siendo Flavia Petrelli una de las mejores cantantes e intérpretes dramáticas del momento, Brunetti sabía que era imposible adivinar cuándo hablaba la actriz y cuándo, la mujer. Suponiendo que ahora era sincera, respondió:

—Lo sé. Y es una de las razones por las que quiero aclarar esto.

—¿Y las otras razones? —preguntó ella con suspicacia.

—No trabajaría mejor si lo hiciera por motivos personales,
signora
—dijo él, poniendo fin con estas palabras a la breve tregua que ambos habían mantenido. Se puso el abrigo y salió de la habitación. Flavia se quedó quieta, mirando a Brett, luego volvió junto a la cama, se sentó en su silla y otra vez se puso a mirar los bocetos.

8

Al salir del hospital, Brunetti vio que el cielo se había cubierto y había entrado en la ciudad un fuerte viento del Sur. Se notaba en el aire una humedad que presagiaba lluvia, lo que significaba que quizá aquella noche los despertara el bramido estridente de las sirenas. Él aborrecía el
acqua alta
con todo el encono de los venecianos, y ya se indignaba al pensar en los turistas que se apiñarían en las pasarelas boquiabiertos, riendo, señalando, haciendo fotos y cortando el paso a la gente que tenía que ir a trabajar o hacer la compra y no deseaba sino verse otra vez cuanto antes en sitio seco, lejos del trastorno, la suciedad y la irritación general que las aguas imparables traían a la ciudad. Él calculaba que, en su recorrido habitual, sólo encontraría agua al cruzar el
campo
San Bartolomeo, al pie del puente de Rialto. Afortunadamente, la zona que rodeaba la
questura
estaba relativamente alta y no la afectaban sino las peores inundaciones.

Brunetti se subió el cuello del abrigo y agachó la cabeza sintiendo el empujón del viento en la espalda; ahora le pesaba no haberse puesto un pañuelo al cuello aquella mañana. Cuando cruzaba por detrás de la estatua de Colleoni, a sus pies se estrellaron en el pavimento los primeros goterones. La única ventaja del viento era que hacía que la lluvia cayera muy en diagonal, con lo que un lado de la estrecha calle quedaba protegida por los aleros de las casas. Los que habían sido más precavidos que él llevaban paraguas y caminaban bien protegidos, sin preocuparse de los viandantes menos afortunados que tenían que desviarse o agacharse para sortearlos.

Brunetti llegó a la
questura
con los hombros del abrigo calados y los zapatos empapados. En su despacho, se quitó el abrigo y lo puso en una percha que colgó de la barra de la cortina, encima del radiador. Quien mirara la ventana desde el otro lado del canal quizá creyera ver a un hombre que se había ahorcado en su despacho. Si el observador trabajaba en la
questura
, su primer impulso sería contar los pisos, para ver si aquélla era la ventana de Patta.

Encima de la mesa, Brunetti encontró una única hoja de papel, un informe de la Interpol de Ginebra que decía que no tenían ficha ni información acerca de Francesco Semenzato. Debajo del texto pulcramente mecanografiado había unas palabras manuscritas: «Circulan rumores, nada concreto. Preguntaré por ahí.» Y al pie, un garabato en el que reconoció la firma de Piet Heinegger.

A media tarde sonó el teléfono. Era Lele, que decía que había podido hablar con varios amigos, incluido el de Birmania. Ninguno se había mostrado dispuesto a decir algo concreto de Semenzato, pero Lele había deducido que existía la impresión de que el director del museo estaba involucrado en el negocio de antigüedades. No en calidad de comprador sino de vendedor. Uno de sus informantes tenía entendido que Semenzato había invertido en una tienda de antigüedades, pero no sabía más, ignoraba dónde estaba y quién pudiera ser el propietario oficial.

—Eso apunta a un conflicto de intereses —dijo Brunetti—. Comprar objetos al socio con dinero del museo.

—No sería el único —musitó Lele, pero Brunetti prefirió no darse por enterado del comentario—. Y otra cosa —agregó el pintor.

—¿Qué?

—Cuando hablé de un robo de obras de arte, uno me dijo que había oído hablar de un coleccionista muy importante de Venecia.

—¿Semenzato?

—No —respondió Lele—. No lo pregunté, pero como es sabido que me intereso por él estoy seguro de que, de tratarse de Semenzato, mi amigo me lo hubiera dicho.

—¿Dijo quién era?

—No. No lo sabía. Pero corre el rumor de que se trata de un caballero del Sur. —Lele lo dijo como si le pareciera imposible que un caballero pudiera ser del Sur.

—¿Pero de nombres, nada?

—No, Guido. De todos modos, seguiré preguntando.

—Muchas gracias. Te estoy muy agradecido, Lele. Eso no podría hacerlo yo.

—Desde luego —dijo Lele llanamente. Y, sin molestarse en decir «no hay de qué», terminó con un—: Si hay algo más, ya te llamaré —y colgó.

Brunetti, considerando que ya había trabajado lo suficiente por aquella tarde y deseando evitar que la llegada del
acqua alta
lo pillara a este lado de la ciudad, se fue pronto a casa y tuvo dos horas de quietud y soledad antes de que Paola llegara de la universidad. Venía chorreando porque la lluvia había arreciado y al entrar dijo que había utilizado la cita y mencionado la imaginaria fuente, pero aun así el temible
marchese
había conseguido estropear el efecto, al sugerir que un escritor como James, al que se atribuía tan buena reputación, hubiera podido ahorrarse redundancias tan banales. Mientras la escuchaba, Brunetti descubrió con sorpresa lo mucho que durante los últimos meses había llegado a aborrecer a este chico al que no había visto nunca. Como casi siempre, la comida y el vino disiparon el mal humor de Paola, y cuando Raffi se ofreció a fregar los platos, ella se mostró plenamente contenta y satisfecha.

A las diez ya estaban en la cama, ella, profundamente dormida ante una muestra de escritura estudiantil especialmente desafortunada y él, enfrascado en una nueva traducción de Suetonio. Había llegado al pasaje que describía a los niños que nadaban en la piscina de Tiberio en Capri cuando sonó el teléfono.


Pronto
—contestó, con la esperanza de que no fuera un asunto de la policía pero consciente de que, a las once menos diez, no podía ser otra cosa.

—Comisario, aquí Monico. —Brunetti recordó que el sargento Monico tenía el turno de noche aquella semana.

—¿Qué hay, Monico?

—Creo que ha habido un asesinato.

—¿Dónde?


Palazzo
Ducale.

—¿Quién?

—El director.

—¿Semenzato?

—Sí, señor.

—¿Qué ha ocurrido?

—Parece un atraco. La mujer de la limpieza lo ha encontrado hace unos diez minutos y ha bajado gritando a los guardias. Ellos han subido al despacho, lo han visto y nos han llamado.

—¿Qué han hecho ustedes? —Brunetti puso el libro en el suelo al lado de la cama y empezó a buscar la ropa con la mirada.

—Hemos llamado al
vicequestore
Patta, pero su esposa nos ha dicho que no estaba y que no sabía cómo localizarlo. —Cualquiera de las dos cosas, se dijo Brunetti, podía ser mentira—. Entonces he decidido llamarle a usted.

—¿Le han dicho algo más los guardias?

—Sí, señor. El que ha llamado ha dicho que había mucha sangre y que parecía que le habían golpeado en la cabeza.

—¿Ya estaba muerto cuando lo vio la mujer de la limpieza?

—Creo que sí, señor. El guardia dijo que cuando ellos subieron lo encontraron muerto.

—Está bien —dijo Brunetti, apartando la ropa de la cama—. Voy para allá. Envíe a quien tenga disponible. ¿Quién hay esta noche?

—Vianello, señor. Estaba de guardia conmigo en el turno de noche y ha salido para allá nada más recibirse la llamada.

—Bien. Llame al
dottor
Rizzardi y dígale que nos veremos allí.

—Sí, señor, iba a llamarle ahora mismo.

—Bien —dijo Brunetti haciendo girar el cuerpo y poniendo los pies en el suelo—. Llegaré en unos veinte minutos. Necesitamos a un equipo para las fotos y las huellas.

—Sí, señor. Avisaré a Pavese y a Foscolo en cuanto hable con el
dottor
Rizzardi.

—De acuerdo. Veinte minutos —dijo Brunetti y colgó. ¿Es posible sentirse horrorizado y no sorprendido, a pesar de todo? Una muerte violenta, sólo cuatro días después de que Brett fuera atacada con una brutalidad similar. Mientras se vestía y se ataba los cordones de los zapatos, Brunetti se exhortaba a no sacar conclusiones precipitadas. Dando la vuelta a la cama, se acercó a Paola, se inclinó y la sacudió ligeramente por el hombro.

Ella abrió los ojos y lo miró por encima de las gafas que aún no hacía un año que usaba para leer. Llevaba una raída bata de franela comprada en Escocia diez años antes, y, encima, un cárdigan irlandés tejido a mano que sus padres le habían regalado una Navidad no menos lejana. Al verla así, mirándolo con ojos miopes, momentáneamente desorientada al ser sacada de su primer sueño con brusquedad, le recordó a las mujeres sin techo de mirada extraviada que en las noches de invierno se refugiaban en la estación del tren. Sintiéndose como un traidor por pensar eso, se inclinó más aún entrando en el círculo de luz de la lámpara de lectura y le dio un beso en la frente.

—¿La imperiosa llamada del deber? —preguntó ella, inmediatamente despierta.

—Sí. Semenzato. La mujer de la limpieza lo ha encontrado en su despacho del
palazzo
Ducale.

—¿Muerto?

—Sí.

—¿Asesinado?

—Eso parece.

Ella se quitó las gafas y las puso encima de los papeles esparcidos sobre la colcha.

—¿Has enviado a un agente a la habitación de la americana? —preguntó, dejando que él hallara la lógica de su rápida deducción.

—No —reconoció él—, pero lo enviaré en cuanto llegue al
palazzo
. No creo que ésos se arriesguen a matar a dos una misma noche, de todos modos, enviaré a un hombre. —Con qué facilidad «ésos» habían cobrado cuerpo, creados por su propia resistencia a creer en la casualidad y por la resistencia de Paola a creer en la bondad humana—. ¿Quién ha llamado?

—Monico.

—Bien —dijo ella. El nombre le era familiar, conocía al hombre—. Si quieres, le llamaré y le diré eso del agente.

—Gracias. No me esperes despierta. Esto llevará tiempo.

—Y esto también —dijo ella echando el cuerpo hacia adelante para recoger los papeles.

Él volvió a agacharse y esta vez la besó en los labios. Ella le devolvió el beso convirtiéndolo en un beso de verdad. Él se enderezó y ella lo sorprendió al abrazarse a su cintura y hundir la cara en su estómago. Dijo unas palabras ahogadas que él no comprendió. Suavemente le acarició el pelo, pero estaba pensando en Semenzato y cerámicas chinas.

Ella lo soltó, alargó la mano hacia las gafas y mientras se las ponía dijo:

—No olvides llevarte las botas.

9

Cuando el comisario Brunetti de la policía de Venecia llegó al escenario del asesinato del director del museo más importante de la ciudad, llevaba en la mano derecha una bolsa de plástico blanca con el nombre de un supermercado en letras rojas. Dentro de la bolsa había un par de botas de goma negras del cuarenta y dos compradas en Standa tres años antes. Lo primero que hizo al llegar al cuarto de los guardias, situado al pie de la escalera que conducía al museo, fue dejar la bolsa, diciendo al hombre que estaba allí que la recogería al salir.

El guardia, dejando la bolsa al lado de la mesa, dijo:

—Arriba está uno de sus hombres, comisario.

—Bien. Luego vendrán más. Y también el forense. ¿Alguien de la prensa?

—No, señor.

—¿Y la mujer de la limpieza?

—Han tenido que llevarla a su casa. No hacía más que llorar desde que vio la escena.

—¿Tan fuerte es?

El guardia movió la cabeza afirmativamente.

—Hay mucha sangre.

Una herida en la cabeza, recordó Brunetti. Sí, debía de haber mucha sangre.

—La mujer armará revuelo cuando llegue a su casa y eso quiere decir que alguien llamará a
Il
Gazzetino
y vendrán periodistas. Procure mantenerlos aquí abajo, por favor.

—Lo intentaré, comisario, pero no sé si lo conseguiré.

—Que no suban —dijo Brunetti.

—Sí, señor.

Brunetti miró hacia el fondo del largo corredor donde se veía el arranque de una escalera.

—¿El despacho es por ahí?

—Sí, señor. Arriba, a la izquierda. Ya verá la luz al final del pasillo. Creo que en el despacho está su agente.

Brunetti dio media vuelta y se alejó por el pasillo. El eco de sus pasos reverberaba tétricamente en las paredes y en la escalera del fondo y volvía a él. El frío, el penetrante frío húmedo del invierno, se filtraba desde el suelo y las paredes de ladrillo del corredor. A su espalda, oyó un golpe seco de metal en piedra, pero no sonó ninguna voz, y él siguió pasillo adelante. La bruma nocturna había depositado una resbaladiza lámina de condensación en los anchos peldaños de piedra que ahora pisaba.

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