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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (8 page)

BOOK: Acqua alta
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El camarero que, al parecer, estaba acostumbrado al proceso, extendió rápidamente un brazo hacia atrás y, sin volverse, extrajo dos cucuruchos de una alta columna que tenía en el mostrador.

—¿Qué sabor? —preguntó en un inglés aceptable.

—¿Qué sabores tiene?


Vaniglia, cioccolato, fragola, fior di latte e tiramisù
.

Las muchachas se miraron desconcertadas.

—Creo que vale más ir a lo básico, ¿no? —dijo una. Brunetti ya no podía distinguirlas, por la monotonía de sus voces nasales.

—Sí, vale más.

La primera dijo al camarero:


Due
vanilla y chocolatto, por favor.

Al momento, estuvo cumplido el encargo y los cucuruchos cambiaron de mano. Brunetti buscó consuelo en un largo sorbo de grog, manteniendo el vaso semilleno debajo de la nariz después del trago.

Las muchachas tenían que quitarse los guantes para sujetar el cucurucho, y una sostuvo los dos helados mientras la otra sacaba del bolsillo las cuatro mil liras. El barman les dio servilletas, quizá con intención de inducirlas a permanecer dentro del local mientras se comían el helado, pero las muchachas no se amilanaban. Tomaron las servilletas, envolvieron cuidadosamente con ellas la base del cucurucho, empujaron la puerta y desaparecieron en el crepúsculo. Llenó el bar el lúgubre retumbar del choque de otra embarcación contra el muelle.

El barman miró a Brunetti. Brunetti miró al barman. No dijeron palabra. Brunetti terminó el grog, pagó y se fue.

Ya era de noche, y a Brunetti le urgía verse en casa, a resguardo del frío y del viento que seguía azotando el muelle. Cruzó por delante del consulado francés y cortó por el hospital Giustiniani, vertedero de ancianos, camino de su casa. Como andaba deprisa, no tardó más de diez minutos en llegar. El portal olía a humedad, pero la acera aún estaba seca. Las sirenas que anunciaban
acqua alta
habían sonado a las tres de la madrugada, despertándolos a todos, pero la marea había bajado antes de que el agua se filtrara por las grietas del pavimento. Faltaban sólo unos días para la luna llena y en el Norte, por Friuli, había llovido mucho, de modo que era probable que aquella noche se produjera la primera gran inundación del año.

En lo alto de la escalera, dentro de casa, encontró lo que buscaba: calor, el aroma de una mandarina recién pelada y la certeza de que Paola y los niños ya estaban allí. Colgó el abrigo del perchero al lado de la puerta y entró en la sala. Allí vio a Chiara, de codos en la mesa, sosteniendo un libro abierto con una mano y metiéndose gajos de mandarina en la boca con la otra. Cuando él entró, la niña lo miró, sonrió ampliamente y le tendió un gajo de mandarina.


Ciao, papà
.

Él cruzó la habitación, notando con gusto el calor y percibiendo de pronto lo fríos que tenía los pies. Se acercó a la mesa agachándose lo suficiente para que su hija le metiera un gajo de mandarina en la boca. Luego otro, y otro. Mientras él masticaba, ella se terminó el resto de la fruta que tenía en un plato a su lado.

—Papá, tú sostienes la cerilla —dijo ella extendiendo el brazo hacia una carterita de fósforos que estaba encima de la mesa y dándosela. Él, obediente, arrancó un fósforo, lo encendió y lo acercó a Chiara, que eligió un trozo de piel de mandarina del montón que tenía a su lado y lo dobló junto a la llama proyectando una nubecita de aceite que chisporroteó con destellos de colores—.
Che bella
—dijo abriendo mucho los ojos con una admiración que, por muchas veces que repitieran la operación, no disminuía.

—¿Queda alguna? —preguntó él.

—No, papá, era la última. —Él se encogió de hombros, pero no sin que una expresión de disgusto le asomara a la cara—. Siento habérmelas comido todas, papá. Pero hay naranjas. ¿Te pelo una?

—No, tesoro, no importa. Esperaré hasta la hora de cenar. —Ladeó el cuerpo hacia la derecha, tratando de ver la cocina—. ¿Dónde está la
mamma
?

—En su estudio —dijo Chiara volviendo al libro—. Y de muy mal humor. No sé cuándo cenaremos.

—¿Cómo sabes que está de mal humor?

Ella lo miró y luego puso los ojos en blanco.

—Papá, no seas tonto. No hay que ser un lince para darse cuenta. Ha dicho a Raffi que no podía ayudarle con los deberes y a mí me ha gritado porque esta mañana no he bajado la basura. —Chiara apoyó la barbilla en los puños mirando al libro—. Me revienta cuando se pone así.

—Últimamente tiene muchos problemas en la universidad, Chiara.

Ella volvió una página.

—Claro, tú siempre la defiendes. Pues te aseguro que es una lata.

—Hablaré con ella. A ver si consigo algo. —Los dos sabían que esto era poco probable, pero, siendo como eran los optimistas de la familia, se miraron sonriendo ante la posibilidad.

Ella volvió a encorvarse sobre el libro. Brunetti se inclinó, le dio un beso en la coronilla y salió de la sala, no sin encender la luz del techo. Al extremo del pasillo, se paró frente a la puerta del estudio de Paola. Hablar con ella casi nunca servía de algo, pero a veces escucharla daba resultado. Llamó a la puerta.


Avanti
—gritó ella, y él empujó la puerta. Lo primero que observó, incluso antes de ver a Paola de pie delante de la vidriera de la terraza, fue el caos de la mesa. Papeles, libros y revistas esparcidos, unos abiertos, otros cerrados, unos metidos en otros marcando páginas. Había que ser muy iluso o muy miope para considerar a Paola una persona pulcra y ordenada, pero este revoltijo colmaba su ya de ordinario tolerante medida. Ella se volvió de espaldas a la vidriera y, al observar la forma en que él miraba la mesa, explicó:

—Estaba buscando una cosa.

—¿A quién mató a Edwin Drood? —preguntó él, aludiendo a un artículo que ella se había pasado tres meses escribiendo el año anterior—. Creí que ya lo habías encontrado.

—Déjate de bromas, Guido —dijo ella con aquella voz que le salía cuando el humor de Guido era tan bien recibido como en una boda el antiguo novio de la desposada—. Me he pasado casi toda la tarde tratando de localizar una cita.

—¿Para qué la necesitas?

—Para una clase. Quiero empezar con esa cita, y necesito decirles de dónde la he sacado, de modo que tengo que encontrar la fuente.

—¿De quién es?

—Del Maestro —respondió ella, y Brunetti observó que se le empañaban los ojos, como le ocurría cada vez que se refería a Henry James. ¿Tendría sentido estar celoso?, se preguntaba. Celoso de un hombre que, por lo que Paola le había contado, no sólo fue incapaz de decidir cuál era su nacionalidad sino también cuál era su sexo.

Hacía veinte años que duraba esto. El Maestro había ido con ellos en el viaje de novios, estaba en el hospital cuando nacieron sus dos hijos y los acompañaba en todas las vacaciones. Henry James, fornido, flemático, poseedor de una prosa que había resultado impenetrable para Brunetti tantas veces como había intentado leerlo, tanto en inglés como en italiano, parecía ser el otro hombre de la vida de Paola.

—¿Qué cita es?

—Es una frase que dijo siendo ya viejo, en respuesta a alguien que le preguntaba qué le había enseñado la experiencia.

Brunetti sabía lo que se esperaba de él ahora. Y procuró no defraudar.

—¿Qué dijo? —preguntó.

—«
Be kind and then be kind and then be kind

[2]

La tentación resultó irresistible para Brunetti.

—¿Con o sin comas?

Ella le lanzó una mirada torva. Evidentemente, no era momento para bromas y menos a costa del Maestro. En un intento por rehabilitarse a los ojos de su esposa, él dijo:

—Parece una cita un poco extraña para empezar una clase de literatura.

Ella vaciló entre hacer prevalecer la observación sobre las comas o pasar directamente a la siguiente. Afortunadamente para él, ya que aquella noche no quería quedarse sin cenar, su esposa respondió a la segunda.

—Mañana empezamos con Whitman y Dickinson, y yo esperaba que la cita sirviera para apaciguar a algunos de los más temibles de la clase.


Il piccolo marchesino
?—preguntó él, menospreciando con el diminutivo a Vittorio, vástago y heredero del
marchese
Francesco Bruscoli. Al parecer, Vittorio había sido persuadido de dar por concluida su asistencia a las universidades de Boloña, Padua y Ferrara y, hacía seis meses, había acabado en Cà Foscari, tratando de licenciarse en Filología Inglesa, no porque sintiera interés o entusiasmo por la literatura ni por algo que estuviera relacionado con la palabra escrita sino, simplemente, porque las
nannies
inglesas que lo cuidaban le habían enseñado el idioma.

—Es un pedazo de cerdo con una mente abyecta —dijo Paola con vehemencia—. Un vil degenerado.

—¿Qué es lo que ha hecho ahora?

—Oh, Guido, no es lo que hace, sino lo que dice y cómo lo dice. Los comunistas, el aborto, los gays. No hay más que mencionar una de estas palabras para que se dispare como un torrente de lodo, diciendo que es una suerte que el comunismo haya sido derrotado en Europa, que el aborto es pecado mortal, que los gays… —Agitó la mano hacia la ventana, como si pidiera a los tejados que comprendieran—. Que habría que llevarlos a todos a campos de concentración y a los enfermos de sida, aislarlos. Hay momentos en los que de buena gana le daría una bofetada —agregó, volviendo a agitar la mano, pero terminando el movimiento, según advirtió ella misma, sin energía.

—¿Cómo es que se habla de esas cosas en una clase de literatura, Paola?

—Ocurre pocas veces —admitió ella—, pero oigo lo que dicen de él otros profesores. Tú no lo conoces, ¿verdad?

—Conozco al padre.

—¿Cómo es?

—Por lo visto, poco más o menos, lo mismo. Simpático, rico, guapo. Y nefasto.

—Eso es lo malo. Que es guapo y rico, y muchos de sus compañeros se mueren por andar por ahí con un
marchese
, aunque sea un mierdecita. Y lo imitan y repiten sus opiniones.

—Pero, ¿por qué te preocupa ahora?

—Porque mañana empezamos a estudiar a Whitman y a Dickinson, ya te lo he dicho.

Brunetti sabía que eran poetas; lo que había leído del primero no le había gustado y a Dickinson la encontraba difícil pero lo que había podido comprender le parecía magnífico. Movió la cabeza a derecha e izquierda, pidiendo explicación.

—Whitman era gay y Dickinson, probablemente, lesbiana.

—¿Y eso no se ajusta a los cánones de conducta que
il marchesino
considera aceptables?

—Para decirlo con la mayor suavidad —respondió Paola—. Por eso quería empezar con esa cita.

—¿Crees que pueda servir de algo?

—Probablemente, no —reconoció ella, sentándose a la mesa y empezando a ordenar el desbarajuste.

Brunetti se instaló en un sillón arrimado a la pared y extendió las piernas. Paola cerraba libros y apilaba revistas.

—Hoy he tenido una muestra de eso.

Ella interrumpió la tarea y lo miró.

—¿A qué te refieres?

—A una persona a la que no le gustan los homosexuales. —Hizo una pausa y agregó—: Patta.

Paola cerró los ojos un segundo y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—¿Te acuerdas de la
dottoressa
Lynch?

—¿La norteamericana? ¿La que está en China?

—Sí a lo primero y no a lo segundo. Ha regresado. Hoy la he visto en el hospital.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Paola en tono de verdadera preocupación, con las manos bruscamente inmóviles sobre sus libros.

—Una paliza. Dos hombres fueron a su casa el domingo, dijeron que iban a llevar unos papeles, ella les abrió y la golpearon.

—¿Está grave?

—No todo lo grave que podría estar, afortunadamente.

—¿Y eso qué representa, Guido?

—Una fisura en la mandíbula, varias costillas rotas y contusiones.

—Si te parece poco, me asusta pensar lo que tú considerarías grave —dijo Paola y preguntó—: ¿Quién lo ha hecho? ¿Por qué?

—Quizá por algo relacionado con el museo, pero también podría ser por lo que mis colegas norteamericanos se empeñan en llamar su «estilo de vida».

—¿Te refieres al hecho de que sea lesbiana?

—Sí.

—Pero eso es demencial.

—De acuerdo. Pero real.

—¿Ya ha llegado aquí? —La pregunta era puramente retórica—. Creí que esas cosas sólo pasaban en Norteamérica.

—Progresamos, cariño.

—¿Qué te hace pensar que sea ésa la razón?

—Me ha dicho que esos hombres conocían su relación con la
signora
Petrelli.

Paola nunca perdía ocasión de generalizar:

—Antes de que se fuera a China hace años, te hubiera costado trabajo encontrar en todo Venecia a una sola persona que no estuviera enterada de eso.

Brunetti, más cauto, protestó:

—Eso es una exageración.

—Quizá. Pero la gente hablaba —insistió Paola.

Brunetti, después de contradecir a su esposa una vez, juzgó más prudente callar. Además, el hambre iba en aumento, y quería su cena.

—¿Por qué no han dicho nada los periódicos? —preguntó ella bruscamente.

—Ocurrió el domingo. Yo no me había enterado hasta esta mañana y aún porque alguien vio su nombre en el informe. Lo habían pasado a la rama uniformada y se trataba como un caso de rutina.

—¿Rutina? —repitió ella con asombro—. Guido, aquí no pasan esas cosas.

Brunetti optó por no volver a hablar de progreso, y Paola, al comprender que no iba a darle más explicaciones, volvió a mirar los papeles de la mesa.

—No puedo perder más tiempo buscando eso. Tendré que pensar en otra cosa.

—¿Por qué no mientes? —sugirió Brunetti con desenfado.

Paola levantó la cabeza con un movimiento brusco para mirar a su marido:

—¿Qué quieres decir?

A él le parecía evidente.

—Piensa en un libro en el que pudiera estar y diles que está ahí.

—¿Y si han leído el libro?

—También escribió un montón de cartas, ¿no? —A Brunetti esto le constaba, ya que las cartas habían ido con ellos a París dos años antes.

—¿Y si me preguntan qué carta?

Él no se dignó responder a pregunta tan estúpida.

—A Edith Wharton, el 26 de julio de 1906 —dijo ella de inmediato, y Brunetti reconoció en su voz aquella nota de absoluta certeza en que ella se apoyaba para proferir sus invenciones más descabelladas.

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