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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (6 page)

BOOK: Acqua alta
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—¿Qué sabe de gorilas, Vianello?

Vianello reflexionó un momento y preguntó innecesariamente:

—¿Se refiere a los del zoológico o a los que cobran por hacer daño a la gente?

—A los que cobran.

Vianello se quedó pensativo, como si repasara listas que tuviera archivadas en la cabeza.

—No creo que aquí, en la ciudad, haya ninguno. En Mestre, sí, cuatro o cinco, la mayoría, del Sur. —Siguió hojeando sus listas mentales—. Tengo entendido que hay unos cuantos en Padua y otros que trabajan en Treviso y Pordenone, pero son de segunda división. Los auténticos son los chicos de Mestre. ¿Han causado aquí algún problema?

Puesto que la rama uniformada había hecho el primer informe y hablado con Flavia, a Brunetti le constaba que Vianello tenía que estar enterado de la agresión.

—Esta mañana he hablado con la
dottoressa
Lynch. Los hombres que la agredieron le dijeron que no acudiera a una cita con el
dottor
Semenzato.

—¿Del museo? —preguntó Vianello.

—Sí.

Vianello pensó un momento.

—¿Así que no fue robo?

—No; parece que no. Alguien los interrumpió.

—¿La
signora
Petrelli? —preguntó Vianello.

El secreto bancario suizo no duraría en Venecia ni veinticuatro horas.

—Sí; los puso en fuga. Pero no parece que tuvieran intención de llevarse algo.

—Pues demostraron tener poca vista. Allí no faltan cosas que robar.

Brunetti, al oír esto, no pudo contenerse.

—¿Y usted cómo lo sabe, Vianello?

—La asistenta es vecina de mi cuñada, la vecina de al lado. Va tres veces a la semana a limpiar y cuida de la casa cuando ella está en China. Dice que lo que hay en esa casa vale una fortuna.

—No es prudente ir diciendo esas cosas de una casa que está vacía tanto tiempo —comentó Brunetti con acento severo.

—Eso mismo le dije yo.

—Confío en que le haga caso.

—Sí, señor, yo también.

Después de ver cómo el sargento eludía su reprimenda indirecta, Brunetti volvió a los gorilas:

—Vuelva a preguntar en los hospitales si han atendido al que ella hirió. Al parecer, la herida fue profunda. ¿Y las huellas del sobre?

Vianello levantó la mirada de la libreta.

—Las mandé a Roma por si podían identificarlas. —Los dos sabían cuánto podía tardar esta identificación.

—Mándelas también a la Interpol.

Vianello asintió y tomó nota.

—¿Y qué hay de Semenzato? —preguntó Vianello—. ¿De qué se iba a tratar en la reunión?

—No lo sé. De piezas de cerámica, creo. Pero estaba bajo los efectos de los calmantes y no podía explicarse con claridad. ¿Sabe usted algo de él?

—No más de lo que pueda saber cualquiera de la ciudad. Está en el museo desde hace siete años. Casado, la mujer es de Messina, me parece. De Sicilia, en todo caso. No tienen hijos. Es de buena familia y en el museo tiene buena reputación.

Brunetti no se molestó en preguntar a Vianello de dónde había sacado esta información. Ya no le sorprendía comprobar la cantidad de datos personales que el sargento había acumulado en sus años de servicio. De modo que se limitó a decir:

—Vea si puede averiguar algo más. Dónde trabajaba antes de venir a Venecia, por qué se fue, dónde estudió.

—¿Va usted a interrogarlo, comisario?

Brunetti reflexionó.

—No. Si quienquiera que envió a esos hombres quería intimidarla, prefiero que piense que lo ha conseguido. Pero quiero saber todo lo que pueda averiguarse de él. Y también todo lo que haya sobre esos hombres de Mestre.

—Sí, señor —dijo Vianello volviendo a escribir—. ¿Le preguntó si tenían acento?

Brunetti ya lo había pensado, pero su conversación con Brett fue muy breve para entrar en detalles. De todos modos, ella conocía el italiano a la perfección, por lo que quizá pudo identificar el acento y deducir de qué parte del país eran.

—Mañana se lo preguntaré.

—Mientras tanto, veré qué hay sobre gorilas de Mestre —dijo Vianello. Con un gruñido, se puso en pie y salió del despacho.

Brunetti echó la silla hacia atrás, abrió el cajón de abajo de la mesa con la puntera del zapato y apoyó en él los pies cruzados. Haciendo bascular la silla sobre las patas de atrás cruzó los dedos en la nuca y se volvió a mirar por la ventana. Desde este ángulo, no era visible la fachada de San Lorenzo, pero se veía un trozo de cielo invernal y nublado de una monotonía propicia a la reflexión.

Ella había hablado de las cerámicas de la exposición, y ésta sólo podía ser la exposición que ella había ayudado a organizar cuatro o cinco años antes, la primera vez que el público occidental había podido contemplar las maravillas que se estaban excavando en China. Por cierto, él la creía todavía en China.

Le sorprendió ver su nombre en el parte de la policía aquella mañana y le horrorizó encontrarla en el hospital en aquel estado. ¿Cuánto hacía que había vuelto? ¿Cuánto pensaba quedarse? ¿Y qué la había traído a Venecia? Flavia Petrelli podría responder a algunas de estas preguntas; quizá la propia Flavia fuera la respuesta a una de ellas. Pero estas preguntas podían esperar; por el momento, estaba más interesado en el
dottor
Semenzato.

Dejó caer la silla hacia adelante con un golpe seco, alargó la mano hacia el teléfono y marcó un número de memoria.


Pronto
—contestó una voz grave y familiar.


Ciao
, Lele —saludó Brunetti—. ¿Cómo no has salido a pintar?


Ciao
, Guido,
come stai
? —Sin esperar la respuesta, dijo—: Hoy no hay suficiente luz. Esta mañana he ido al Zattere y he vuelto sin hacer nada. Es una luz mate, muerta. Así que he venido a casa a preparar el almuerzo para Claudia.

—¿Cómo está?

—Bien, muy bien. ¿Y Paola?

—Perfectamente, lo mismo que los niños. Oye, Lele, ¿tienes un rato libre esta tarde? Me gustaría hablar contigo.

—Hablar hablar o hablar de policía.

—Hablar de policía, me temo. O así lo creo.

—Estaré en la galería desde las tres hasta eso de las cinco, pásate por allí, si quieres. —Brunetti oyó un siseo de fondo y luego—:
Puttana Eva
. Guido —dijo Lele—, tengo que colgar. Se está saliendo la pasta. —Brunetti casi no tuvo tiempo de despedirse antes de que se cortara la comunicación.

Si alguien sabía algo acerca de Semenzato, ése tenía que ser Lele. Gabriele Cossato, pintor, anticuario y amante de la belleza, era parte tan intrínseca de Venecia como los cuatro moros plasmados en eterna confabulación a la derecha de la basílica de San Marcos. Que Brunetti recordara, Lele había existido siempre, y Lele siempre había pintado. Cuando Brunetti evocaba su niñez, allí estaba Lele, amigo de su padre, y las historias que se contaban de Lele, incluso a él, porque siendo chico se suponía que tenía que comprender estas cosas, historias de Lele y sus mujeres, la inacabable serie de
donne
,
signore
,
ragazze
con las que el pintor se presentaba a la mesa de los Brunetti. Aquellas mujeres ya habían pasado a la historia hacía muchos años, se las había borrado del recuerdo el amor a su esposa, pero su pasión por la belleza de la ciudad subsistía, lo mismo que su íntima familiaridad con el mundo del arte y todo lo que a éste se refería: anticuarios, marchantes, museos y galerías.

Brunetti decidió almorzar en casa y desde allí ir directamente a ver a Lele. Pero entonces recordó que era martes y que, por consiguiente, Paola almorzaría con los miembros de su departamento de la universidad y, por consiguiente, los niños estarían en casa de los abuelos, lo que significaba que él tendría que prepararse el almuerzo y comerlo solo. Para evitarlo, fue a una
trattoria
cercana y durante toda la comida estuvo tratando de adivinar qué podía haber en una entrevista entre una arqueóloga y un director de museo que fuera tan importante como para que alguien quisiera impedirla por medios tan violentos.

Poco después de las tres, cruzó el puente de Accademia y cortó por la izquierda hacia
campo
San Vio y, más allá, la galería de Lele. Cuando llegó Brunetti, el pintor estaba encaramado a una escalera de mano, con una linterna en una mano y unas pinzas eléctricas en la otra, revolviendo en lo que parecía una masa de espagueti y eran cables eléctricos alojados detrás de un panel de madera, encima de la puerta que conducía al almacén. Brunetti estaba tan acostumbrado a ver a Lele con sus trajes de rayitas estilo diplomático, que ni en lo alto de una escalera le pareció una figura incongruente. Lele, mirándolo desde las alturas, saludó:


Ciao
, Guido. Un minuto, mientras empalmo esto. —Dejó la linterna en lo alto de la escalera, peló el plástico de un cable que retorció alrededor de otro cable, sacó un grueso rollo de cinta negra del bolsillo de atrás y envolvió con ella ambos cables. Con un extremo de las pinzas empujó el cable introduciéndolo entre los otros que discurrían en paralelo a él. Entonces dijo a Brunetti—: Guido, ve al almacén y da la corriente.

Brunetti, obediente, entró en el gran almacén de la derecha y se quedó un momento en la puerta, mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad del interior.

—A la izquierda —gritó Lele.

Allí, en la pared, estaba el gran cuadro eléctrico. Brunetti bajó la palanca del interruptor principal y el almacén se inundó de luz. Volvió a esperar, ahora para que sus ojos se habituaran a la claridad, y salió a la sala principal de la galería.

Lele ya había bajado de la escalera y el panel estaba cerrado.

—Sujeta la puerta —dijo, yendo hacia Brunetti con la escalera. La dejó en el almacén y salió sacudiéndose el polvo de las manos.


Pantegana
—explicó, dando el nombre de la rata en veneciano que, si bien designaba claramente al animal (rata), lo hacía en cierto modo más amigable y doméstico—. Se comen la cubierta de los cables.

—¿Por qué no les pones veneno?

—Bah —resopló Lele—. Les gusta más el veneno que el plástico. Las engorda. Ya no puedo tener cuadros en el almacén. Se comen la tela. O la madera.

Brunetti miró automáticamente las pinturas colgadas en la galería, vívidas escenas de la ciudad, llenas de luz y de la energía de Lele.

—No; ésos están seguros. Demasiado altos. Pero a veces pienso que un día al llegar me encontraré con que las muy cerdas han traído la escalera y se los han comido todos. —A pesar de que Lele se reía al decirlo era evidente que estaba preocupado. Dejó las pinzas y la cinta en un cajón y se volvió hacia Brunetti—: Bueno, ¿hablamos ya de esas cosas que quizá sean cosas de policías?

—Semenzato, el director del museo y la exposición que se celebró hace años —explicó Brunetti.

Lele se dio por enterado con un gruñido y cruzó la sala hasta situarse debajo de un candelabro de hierro forjado clavado en la pared. Levantó la mano y dobló ligeramente hacia la izquierda uno de los extremos en forma de hoja, dio un paso atrás para ver el efecto y se inclinó hacia adelante para doblarlo un poco más. Ya satisfecho, volvió junto a Brunetti.

—Semenzato lleva en el museo unos ocho años y ha conseguido organizar varias exposiciones internacionales. Eso significa que tiene buenas relaciones con los museos de distintos países, o con sus directores, que conoce a mucha gente en muchos sitios.

—¿Algo más? —preguntó Brunetti con voz neutra.

—Es un buen administrador. Ha contratado y traído a Venecia a excelentes elementos. Prácticamente robó dos restauradores a Courtauld y ha cambiado el sistema de dar publicidad a las exposiciones.

—Sí, eso ya lo he notado. —A veces, a Brunetti le parecía que Venecia había sido convertida en una prostituta a la que se obligaba a elegir entre distintos clientes: primeramente, se dio a la ciudad la imagen de un pendiente de cristal fenicio, cartel que fue reproducido mil veces y que al poco era sustituido por un retrato del Tiziano que, a su vez, cedió el puesto a Andy Warhol, desbancado éste por un ciervo de plata celta. Y era que los museos cubrían con sus carteles todas las superficies disponibles de la ciudad disputándose la atención y el dinero de los turistas. Brunetti se preguntaba qué vendría después, ¿camisetas de Leonardo? No; ésas ya las tenían en Florencia. Había visto suficientes carteles anunciadores de exposiciones de arte como para que el empacho le durase toda una vida.

—¿Lo conoces? —preguntó Brunetti, pensando que quizá ésta fuera la razón de la insólita objetividad de Lele.

—Nos habremos visto unas cuantas veces.

—¿Dónde?

—El museo me ha consultado de vez en cuando sobre la autenticidad de piezas de mayólica que les ofrecían.

—¿Y entonces lo has visto?

—Sí.

—¿Qué opinión personal tienes de él?

—Me pareció un hombre agradable y competente.

Brunetti ya se había cansado.

—Venga, Lele, esto es extraoficial. Soy yo, Guido, quien pregunta, no el comisario Brunetti. Quiero saber qué piensas de él.

Lele contempló la superficie del escritorio que tenía al lado, retiró un jarro de cerámica unos milímetros a la izquierda, levantó la mirada hacia Brunetti y dijo:

—Creo que sus ojos están en venta.

—¿Cómo? —preguntó Brunetti, sin entender nada.

—Lo mismo que Berenson. Mira, cuando te conviertes en un especialista en algo, la gente viene a preguntarte si una pieza es o no es auténtica. Y como te has pasado años o quizá toda la vida estudiando la obra de un pintor o de un escultor, si tú dices que una pieza es auténtica, te creen. O que no lo es.

Brunetti asintió. Italia estaba llena de especialistas; algunos de ellos hasta sabían de lo que hablaban.

—¿Y qué tiene que ver Berenson?

—Parece ser que se vendió. Los galeristas y los coleccionistas particulares le consultaban acerca de la autenticidad de determinadas piezas y a veces las piezas que él había dado por buenas resultaban falsas. —Brunetti fue a preguntar algo, pero Lele lo atajó con un ademán—. No; no hay ni siquiera que preguntar si podía tratarse de errores cometidos de buena fe. Hay pruebas de que cobraba, de que se beneficiaba, sobre todo, de Duveen. Duveen tenía clientes norteamericanos ricos, ya sabes a qué clase de compradores me refiero, personas que no se molestan en documentarse y probablemente ni siquiera tienen gran afición al arte, pero les gusta poseer objetos. Así que Duveen conjugaba la vanidad y el dinero de unos con la reputación de entendido del otro y todos quedaban contentos: los americanos, con unos cuadros de autenticidad presuntamente garantizada; Duveen, con el beneficio de las ventas, y Berenson, con la fama y la comisión.

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