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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (5 page)

BOOK: Acqua alta
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—Nada. Ha venido una enfermera.

Ella entró en la habitación sin molestarse en llamar. Minutos después, salía la enfermera con una brazada de ropa y una palangana de hierro esmaltado. Él esperó un poco, llamó a la puerta y oyó que le invitaban a entrar.

Vio que la cabecera de la cama había sido mínimamente levantada y que Brett estaba un poco incorporada, con la cabeza apoyada en unas almohadas. Flavia, a su lado, sostenía el vaso del que ella bebía con la boquilla. El efecto de su cara era menos impresionante, ya fuera porque él había tenido tiempo para acostumbrarse, ya porque ahora podía ver zonas que no estaban desfiguradas.

Él se agachó, recogió la cartera y se acercó a la cama. Brett sacó una mano y la deslizó hacia él, que la oprimió brevemente con la suya.

—Gracias —dijo ella.

—Si me lo permite, mañana volveré.

—Sí, por favor. Ahora no puedo, pero ya le explicaré.

Flavia fue a protestar, pero se contuvo. Dedicó a Brunetti una sonrisa que empezó siendo profesional y luego se convirtió en perfectamente natural, con sorpresa para ambos.

—Gracias por venir —dijo, volviendo a sorprenderlos a los dos con la sinceridad de su voz.

—Entonces, hasta mañana —dijo él oprimiendo de nuevo la mano de Brett. Flavia se quedó al lado de la cama mientras él salía de la habitación. Bajó por la misma escalera que ella había utilizado y torció hacia la izquierda siguiendo el pórtico. A un lado del corredor había una anciana envuelta en un capote militar, que hacía media sentada en una silla de ruedas. A sus pies tres gatos se peleaban por un ratón muerto.

4

Mientras volvía a la
questura,
Brunetti se sentía preocupado por lo que había visto y oído. Comprendía que las lesiones se curarían, que el cuerpo volvería a ser el de antes. La
signora
Petrelli estaba segura de que Brett se repondría. No obstante, él había visto más de una vez que los efectos de una agresión tan violenta persistían, a veces durante años, aunque sólo fuera en forma de súbitos accesos de pánico. En fin, quizá estuviera equivocado y quizá las norteamericanas fueran más fuertes que las italianas y ella no tuviera secuelas, pero no podía acabar de vencer la inquietud.

Cuando Brunetti entró en la
questura,
uno de los agentes de uniforme se acercó a él:

—El
dottor
Patta ha preguntado por usted, comisario —dijo en voz baja y neutra. Al parecer, todos los de la casa hablaban en voz baja y neutra cuando se referían al
vicequestore.

Brunetti dio las gracias al agente y siguió hacia la escalera posterior, el camino más corto hasta su despacho. Cuando entró estaba sonando el intercomunicador. Dejó la cartera encima de la mesa y levantó el aparato.

—¿Brunetti? —preguntó Patta innecesariamente, antes de que Brunetti pudiera dar su nombre—. ¿Es usted?

—Sí, señor —respondió él hojeando los papeles que habían llegado a la mesa en su ausencia.

—Toda la mañana que le llamo, Brunetti. Tenemos que tomar una decisión sobre la conferencia de Stresa. Baje ahora mismo a mi despacho —dijo, atemperando la orden a regañadientes con un—: por favor.

—Sí, señor. Ahora mismo. —Brunetti colgó, acabó de repasar los papeles, abrió una carta y la leyó dos veces. Se acercó a la ventana y volvió a leer el informe de la agresión a Brett. Luego salió y bajó al despacho de Patta.

La
signorina
Elettra no estaba en su despacho, pero un jarrón bajo, rebosante de fresias amarillas esparcía por la habitación un aroma casi tan exquisito como su presencia.

Brunetti llamó a la puerta con los nudillos y esperó la autorización a entrar, que le fue transmitida por medio de un sonido ahogado. Patta se hallaba enmarcado por una de las grandes ventanas de su despacho, como si posara para un cuadro, contemplando el andamiaje perenne de la fachada de la iglesia de San Lorenzo. La poca luz que penetraba en la habitación hacía refulgir los puntos reflectantes de su persona: las punteras de los zapatos, la cadena de oro que le cruzaba el chaleco y el pequeño rubí del alfiler de la corbata. Miró a su subalterno y cruzó el despacho en dirección al escritorio. Brunetti observó con sorpresa que su manera de andar le recordaba la de Flavia Petrelli al cruzar el patio del hospital, pero mientras a Flavia le era totalmente indiferente el efecto que pudiera causar, todos los movimientos de Patta parecían estudiados con el único objeto de darse importancia. El
vicequestore
se sentó detrás de su mesa y señaló a Brunetti la silla que tenía enfrente.

—¿Dónde ha estado toda la mañana? —preguntó Patta sin preámbulos.

—He ido a ver a la víctima de un intento de robo —explicó Brunetti, haciendo su respuesta lo más vaga y, confiaba, lo más inocua posible.

—Para eso tenemos a los hombres de uniforme.

Brunetti no respondió.

Centrando entonces la atención en el asunto a tratar, Patta preguntó:

—A propósito de la conferencia de Stresa, ¿quién de nosotros irá?

Dos semanas antes, Brunetti había recibido una invitación a una conferencia organizada por la Interpol que iba a celebrarse en la ciudad balneario de Stresa, a orillas del lago Maggiore. Brunetti deseaba asistir para renovar contactos y estrechar relaciones con miembros de la red de policía internacional y porque el programa incluía prácticas en las últimas técnicas informáticas para el almacenamiento y extracción de información. Patta, que sabía que Stresa era uno de los lugares de vacaciones más selectos de Italia, favorecido con un clima que invitaba a escapar del frío húmedo del invierno veneciano, quería ir en su lugar. Pero, como la invitación estaba dirigida a Brunetti e incluía unas palabras de puño y letra del organizador, a Patta le estaba resultando difícil convencer a su subordinado para que renunciara a su derecho a asistir. Había tenido que hacer un esfuerzo para no prohibírselo sencillamente.

Brunetti puso una pierna encima de la otra y sacó la agenda del bolsillo. En sus páginas nunca había anotaciones que hicieran referencia a asuntos policiales, pero eso Patta nunca llegó a saberlo.

—A ver esas fechas… —dijo Brunetti hojeando la libretita—. El dieciséis, ¿no? ¿Y hasta el día veinte? —Hizo una pausa teatral, orquestada para acrecentar la impaciencia de Patta—. Ya no es seguro que pueda estar libre esa semana.

—¿Qué fechas ha dicho? —preguntó Patta pasando las hojas de un par de semanas de su calendario de sobremesa—. ¿Del dieciséis al veinte? —Su pausa fue aún más teatral que la de Brunetti—. Bien, si a usted no le es posible, quizá yo pudiera ir. Tendría que reprogramar una reunión con el ministro del Interior, pero creo que será factible.

—Sería lo más conveniente. ¿Seguro que podrá disponer de ese tiempo, señor?

La mirada de Patta era ilegible.

—Sí.

—Entonces, decidido —dijo Brunetti con falsa cordialidad.

Debió de ser el tono de la voz, o quizá la prontitud con que su subordinado le cedía el puesto, lo que hizo que se dispararan los timbres de alarma de Patta.

—¿Dónde ha estado esta mañana?

—Como ya le he dicho, señor, hablando con la víctima de un intento de robo.

—¿Qué víctima? —preguntó Patta con suspicacia en la voz.

—Una extranjera que reside aquí.

—¿Qué extranjera?

—La
dottoressa
Lynch —respondió Brunetti, observando el efecto del nombre en la cara de Patta. Durante un momento, permaneció inexpresiva, pero enseguida, cuando llegó el recuerdo, los párpados se entornaron ligeramente. Brunetti, durante su observación, distinguió el preciso momento en el que Patta recordaba no sólo quién sino qué era la mujer.

—La lesbiana —murmuró denotando lo que pensaba de ella por el desdén que ponía en la palabra—. ¿Qué le ha pasado?

—Fue agredida en su casa.

—¿Agredida por quién? ¿Alguna tortillera marimacho que encontró en un bar? —Al ver la cara de Brunetti, agregó, moderando el tono—: ¿Qué pasó?

—Fue atacada por dos hombres —respondió Brunetti, y agregó—: ninguno de los cuales tenía nada de «tortillera marimacho». Está en el hospital.

Patta se encogió de hombros para evitarse el comentario al respecto y preguntó:

—¿Es ésa la razón por la que va a estar muy ocupado para asistir a la conferencia?

—La conferencia no es hasta el mes próximo. Tengo varios casos entre manos.

Patta resopló para expresar su incredulidad y preguntó súbitamente:

—¿Qué se llevaron?

—Al parecer, nada.

—¿Por qué? ¿No fue un robo?

—Alguien lo impidió. Y no estoy seguro de que fuera un robo.

Patta, haciendo caso omiso de la segunda parte de la respuesta, saltó, refiriéndose a la primera:

—¿Quién lo impidió, esa cantante? —preguntó, dando a entender que Flavia Petrelli cantaba en las esquinas por unas monedas y no en La Scala por una fortuna.

En vista de que Brunetti no entraba en discusión a este respecto, Patta prosiguió:

—Pues claro que tuvo que ser robo. En esa casa hay una fortuna. —Sorprendió a Brunetti no sólo la franca envidia que había en la voz de Patta, que parecía su reacción normal ante la riqueza ajena, sino porque tuviera alguna idea de lo que había en el apartamento de Brett.

—Quizá —dijo Brunetti.

—Nada de quizá —insistió Patta—. Si eran dos hombres, tiene que haber sido robo. —Brunetti hubiera preguntado de buena gana a su superior si las mujeres tenían que dedicarse por naturaleza a otra clase de delitos. Patta lo miró fijamente—. Eso significa que el caso es competencia de la brigada antirrobo. Que se encarguen ellos. Esto no es un club de la alta sociedad, comisario. No estamos aquí para ayudar a sus amistades cuando tienen problemas, y menos a sus amigas lesbianas. —Por el tono parecía referirse a docenas de lesbianas, como si Brunetti fuera una especie de santa Úrsula moderna, y llevara tras de sí a once mil mujeres, todas vírgenes y todas lesbianas.

Brunetti había tenido años para acostumbrarse a la elemental irracionalidad de muchas de las manifestaciones de su superior, pero algunas veces Patta aún conseguía sorprenderlo con el calibre y la cerrilidad de algunas de sus sentencias. Y no sólo sorprenderlo sino enfurecerlo.

—¿Ordena usted algo más, señor?

—Nada más. Y recuerde, es un caso de robo y hay que llevarlo… —Lo interrumpió el sonido del teléfono. Irritado por la estridente llamada, Patta agarró el aparato y gritó—: ¿No le he dicho que no me pase…? —Brunetti esperaba verle colgar violentamente, pero Patta encajó el auricular en el oído con evidente conmoción.

—Sí, sí, naturalmente que estoy —dijo—. Pásemela.

Patta irguió el tronco y se alisó el pelo con una mano, como si creyera que su comunicante podía verlo a través de la línea telefónica. Sonrió y volvió a sonreír mientras esperaba oír la voz anunciada. Brunetti oyó el murmullo lejano de una voz masculina, a la que Patta respondió:

—Buenos días. Sí, señor, muy bien, gracias, ¿y usted?

Hasta Brunetti llegó una respuesta indistinta. Vio que Patta alargaba la mano hacia el bolígrafo que tenía a un lado de la mesa, olvidando la Mont-Blanc Meisterstück que llevaba en el bolsillo. Agarró un papel y se lo puso delante.

—Sí, señor, sí. Sí, ya me han informado. Precisamente ahora estaba hablando del caso.

Hizo una pausa mientras el hilo conducía a su oído nuevas palabras que Brunetti percibía como un rumor lejano.

—Sí, señor. Desde luego. Terrible, me ha afectado vivamente.

De nuevo, pausa, esperando que la otra voz dijera algo más. Sus ojos fueron instintivamente a Brunetti y al instante desviaron la mirada.

—Sí, señor. Uno de mis hombres ya ha hablado con ella. —Hubo una brusca erupción de palabras al otro extremo del hilo—. No, señor, claro que no. Se trata de alguien que la conoce personalmente. Le he dicho taxativamente que no la importune, sólo que se interese por su estado y hable con los médicos. Desde luego, lo comprendo. Sí, señor.

Patta hacía oscilar el bolígrafo entre el índice y el mayor, golpeando la mesa rítmicamente mientras escuchaba.

—Desde luego, por supuesto. Asignaré cuantos hombres sean necesarios. Todos conocemos lo generosa que ha sido con la ciudad.

Lanzó otra mirada fugaz a Brunetti y luego, al reparar en el balanceo del bolígrafo, se obligó a dejarlo encima de la mesa.

Se quedó escuchando largamente, con la mirada fija en el bolígrafo. Una o dos veces, trató de decir algo, pero la voz lejana le cortó. Finalmente, asiendo el teléfono con una mano rígida, consiguió decir:

—Lo antes posible. Le informaré personalmente. Sí, señor. Desde luego. Sí. —La voz del otro extremo cortó sin darle tiempo a despedirse.

Patta colgó suavemente y miró a Brunetti.

—Supongo que ya habrá adivinado que era el alcalde. No sé cómo se habrá enterado de esto. —Su tono indicaba claramente que sospechaba que Brunetti había llamado al despacho del alcalde y dejado un mensaje anónimo.

—Al parecer, la
dottoressa
—empezó, pronunciando la palabra como si cuestionara la calidad de la instrucción de Harvard y de Yale, las universidades por las que la
dottoressa
Lynch se había graduado— es amiga suya y —agregó, marcando una pausa significativa— una benefactora de la ciudad. Así pues, el alcalde quiere que este asunto se investigue y resuelva lo antes posible.

Brunetti, sabiendo lo peligroso que sería hacer sugerencia alguna en este momento, guardó silencio. Miró el papel de encima de la mesa y luego a la cara de su superior.

—¿En qué está trabajando ahora? —preguntó Patta, lo cual, dedujo Brunetti, significaba que iba a encomendarle la investigación.

—En nada que no pueda esperar.

—Pues quiero que se encargue de esto.

—Sí, señor —dijo Brunetti, confiando en que su superior no le sugiriera medidas concretas.

Demasiado tarde.

—Vaya al apartamento. Vea lo que puede averiguar. Hable con los vecinos.

—Sí, señor —dijo Brunetti, poniéndose en pie, en un intento de atajar las recomendaciones.

—Y manténgame al corriente, Brunetti.

—Sí, señor.

—Quiero que esto se resuelva rápidamente, Brunetti. Es amiga del alcalde. —Y Brunetti sabía que los amigos del alcalde eran amigos de Patta.

5

De vuelta a su despacho, Brunetti llamó al piso de abajo y pidió a Vianello que subiera. A los pocos minutos, el sargento entró, se sentó pesadamente en la silla que estaba frente a la mesa de Brunetti, sacó la libretita del bolsillo y miró interrogativamente a su jefe.

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