—No son una secta —dijo ella. Usó la voz que había perfeccionado cuando era poli. Calma, firme, sin chillidos.
—Viven casi como en comuna. Danzan desnudos en el bosque. Es probable que tengan montones de armas de fuego por todo ese lugar. Ay, Dios mío, he bebido sidra con la cena. He bebido la sidra. ¿Qué le han puesto a la sidra? ¿Estoy drogado? ¿Me habéis drogado?
Ella le dio una bofetada.
Sólo una. Bastó para hacerlo callar.
—La sidra era sólo sidra. Ahora, ven conmigo. Voy a enseñarte algo.
Echó a andar otra vez sin detenerse a esperar a que él se recobrara. Él la siguió mientras descendía por el serpenteante sendero hasta un grupo de árboles que crecían en la ladera. Cada árbol estaba rodeado por una cadena, y de cada cadena colgaba lo que parecía un trozo de muselina hecha jirones. Al acercarse ellos, los trozos de tela comenzaron a moverse. No había brisa. Incluso las cigarras habían interrumpido su zumbante canción cuando Caxton dio otro paso hacia los árboles.
El trozo de tela que tenía más cerca se levantó de un modo que casi parecía que alguien estuviera manipulándolo con un hilo invisible. Pero allí no había nadie, ni hilo ninguno. Luego empezó a adquirir la forma de una mano que intentaba coger algo.
Estaba oscuro en lo alto de la cresta. La luna no había salido aún, y las estrellas, aunque abundantes a tanta distancia de las luces de la ciudad, proporcionaban poca iluminación. El trozo de tela sólo era visible debido a que no tenía color. En el mortecino crepúsculo, casi parecía relumbrar con luz propia.
Si no hubiera sabido lo que pasaba, Caxton habría podido creer que se trataba de una ilusión óptica. Daba la impresión de que era algo medio visto por el rabillo del ojo que no puede existir de ninguna manera. Podría haber sido sólo un truco de la luz.
El aire de la noche se hizo más denso, como si se coagulara en torno a la cabeza de Caxton. Se hizo difícil respirar.
«Laura.»
Nadie había pronunciado su nombre. Estaba todo dentro de su cabeza. Y sin embargo, conocía muy bien esa voz. Era la voz del padre de Simon.
«Laura.»
—No —dijo Simon, detrás de ella—. No, papá. ¡No! ¡Estás muerto!
El alarido del joven rompió el hechizo. Caxton tiró de él para hacerle retroceder y alejarle de los árboles. Ella recobró la respiración con una inhalación profunda, y se enjugó el sudor de la frente. Al volverse vio que Simon miraba fijamente los árboles como si…
Bueno, como si hubiera visto un fantasma.
—Teleplasma —explicó ella, aunque él no lo había preguntado—. Es lo que queda cuando un espíritu ha atravesado el velo del mundo de los vivos y…
—Ya nadie lo llama teleplasma —la interrumpió Simon, en voz baja—. Es ectoplasma. O, mejor aún, «residuo psíquico material». —Continuaba con la mirada fija en los árboles. El trozo de teleplasma colgaba flojo y sin vida una vez más—. He oído… él me ha llamado por mi nombre y me ha pedido que… —Simon negó con la cabeza. Alzó los hombros y dio media vuelta para no continuar de cara al teleplasma—. Fantasmas. —Sacudió la cabeza otra vez—. No son espíritus, ¿sabe?
Caxton alzó una ceja y esperó a que él continuara.
—La última teoría es que no son personas muertas. No son humanos en lo más mínimo. Se trata de una especie de organismo parasitario que se alimenta de energía psíquica humana. Son animales sin inteligencia que han desarrollado una manera de alimentarse telepáticamente de nuestros miedos. —Cerró los ojos y se pasó una mano por la cara, cubierta de sudor—. Dios. Esa voz… era igual que la de mi padre.
Caxton movió afirmativamente la cabeza. Recordaba lo intranquilo que se mostraba cerca de los brujetos, pero sabía que eso no era debido a que no tuviera experiencia con lo sobrenatural.
—Correcto. Has estudiado teratología en la universidad. El estudio de los monstruos.
—¿Y qué tiene eso que ver con nada?
Caxton no le dio una respuesta directa.
—Un fantasma no puede hacerte daño, no de verdad. Puedes alejarte de él en cualquier momento. Pero resulta más difícil de lo que debería, ¿no? Quieres creer lo que está diciendo… La persona a la que pertenece esa voz está muerta, tú lo sabes, pero quieres oír otra vez esa voz… Una parte primitiva de ti quiere creer que es real, que la persona ha vuelto. —Se encogió de hombros—. Los vampiros son aún más susceptibles a eso que nosotros. Un vampiro que pasara cerca de estos árboles se vería absorbido. Atrapado. Con suerte, durante el suficiente tiempo como para que yo pueda atacar por sorpresa. Urie Polder y yo tenemos trampas como ésta por toda la cresta. Y también tenemos otras defensas. —Lo condujo lejos de la línea de los árboles, hasta un lugar en que se había clavado en el suelo un poste de madera. En lo alto del poste habían colocado un cráneo de pájaro, con un complicado signo hex pintado con pinceladas muy finas entre las cuencas oculares.
—Eso sí que es peculiar —dijo Simon.
—Hay un poste como éste cada quince metros, en un amplio perímetro alrededor del valle. Si no sabes que están ahí, lo más probable es que no los veas. Pero si en cualquier momento cruzara el perímetro algo antinatural, como un vampiro o un medio muerto, estas cosas empezarían a chillar. Se trata de un antiguo hechizo para vampiros. Lo que ellos llaman «oración». Lo usaron conmigo una vez, y te garantizo que no es un sonido que quieras volver a oír.
—¿Magia? —preguntó Simon—. Es una chorrada.
—Es muy real.
Él negó con la cabeza.
—Seguro. Pero no es fiable. Demasiado fácil de contrarrestar. Cualquier vampiro que merezca el nombre de tal convertirá el cráneo en polvo con sólo agitar una mano. Y si tengo razón al pensar que sé tras de qué vampiro va usted…
—Sólo queda uno —puntualizó Caxton.
Simon se inclinó hacia delante para estudiar con más detalle el cráneo de pájaro.
—Justinia Malvern es una maestra en hechizos. No caerá en esto.
—Tal vez no. Pero sus medio muertos sí. Y es demasiado lista para venir aquí sin refuerzos.
—¿De verdad piensa que va a venir a por usted? —Simon se quedó mirándola en la oscuridad durante unos instantes—. En realidad… cuenta con que lo hará.
—Ella siempre ha sentido cierta fascinación por mí —le dijo Caxton—. Le gusta practicar jueguecillos sádicos con la gente. Tu padre lo aprendió… —Vio que él se tensaba, así que cedió un poco—. Bueno, yo misma lo aprendí por la vía dura. Quiere convertirme en una vampira, igual que ella. O al menos matarme en el intento. —Caxton suspiró—. Supongo que cuando tienes trescientos años de edad y pasas la mayor parte del tiempo encerrada en un ataúd, te buscas los placeres donde puedes. Tengo la esperanza de que eso bastará para atraerla. Hasta donde pueda dispararle. Pero ése es el problema. No cuento con ello. Porque sé que es demasiado inteligente.
Sangre caliente por todas partes. Grandes chorretones de sangre, como si le hubieran vaciado encima una ponchera llena. Tan maravillosamente tibia… Resultaba difícil no hacer caso del horrible chapoteo, del insoportable dolor, pero… rojo… todo era rojo… y luego negro
.
Oyó cómo su corazón dejaba de latir. Oyó el silencio perfecto
.
Y luego… Y luego… ¡Fue increíble!
Su corazón no comenzó a latir otra vez, no, pero sufrió convulsiones. Se contrajo con un gruñido atronador. Un hambre desesperada
.
Abrió… su ojo. El otro no estaba en su sitio. La sensación se parecía a la que causa el agujero que queda al extraer una muela. Ella entendió que era lo correcto, aunque no logró recordar con exactitud por qué
.
Alzó la mirada hacia el techo. De la escayola aún colgaban salpicones de sangre. Se formó una gota —esto lo vio con una claridad exquisita— y luego cayó
.
Su cuerpo se movió a una velocidad increíble. Su cabeza se desvió hacia un lado y su boca —¿por qué tenía una sensación tan rara en la boca?— se abrió al máximo. La gota le cayó en el centro exacto de la lengua
.
Entonces, se volvió loca durante un tiempo
.
No recuperaría del todo sus facultades mentales hasta pasados otros sesenta y cinco años
.
Simon parecía confundido.
—A la mayoría de los vampiros sé cómo controlarlos. Te haces un corte en un dedo, les lanzas una gota de sangre hacia ellos, y es como el frenesí de los tiburones. Dejan de pensar en nada que no sea el buen sabor que tendrá tu sangre. Eso los vuelve estúpidos, los convierte en simples depredadores sedientos de sangre. He matado a muchísimos vampiros así. Pero Malvern es más lista que el resto. No sé cómo lo hace, pero ha encontrado una manera de dominar su instinto. Cuando la conocí, tu padre intentó ese mismo truco con ella, pero Malvern logró alejarse sin más. La última vez que la vi tuvo la oportunidad de matarme. Tuvo la oportunidad de hacerme lo que le diera la gana. En cambio, intentó convencerme de que yo la había matado. Resistió su impulso natural de matarme para poder falsificar su propia muerte… y funcionó. Ahora mismo, la policía piensa que está muerta.
—Es que está muerta —insistió Simon—. Quiero decir que todo el mundo piensa que está muerta. Todos menos usted y Urie Polder.
Caxton sonrió sin alegría.
—Eso es exactamente lo que ella quiere. Nos estábamos acercando demasiado a ella… yo casi la elimino en un par de ocasiones. Sabe lo peligrosa que soy. Sin embargo, hay un truco al que puede recurrir, y que me eliminará por completo del cuadro.
—¿Ah, sí? ¿Tiene una manera de matarla?
—Bastante parecido. Puede esperar hasta que yo me muera de vieja.
Él pareció confundido.
—Lo más inteligente que puede hacer ahora es permanecer oculta —explicó Caxton—. Es inmortal. Siempre y cuando no se muestre en público, la policía acabará por olvidarse de ella. La gente pensará que los vampiros se han extinguido, y dejará de tenerles miedo. Si yo no estoy para recordarles cómo luchar contra los vampiros, no estarán preparados cuando ella resurja. Dentro de veinte años, de cien… para ella es lo mismo. Un parpadeo comparado con la eternidad que puede vivir. Lo ha hecho antes, y siempre ha regresado… antes o después.
Simon pareció horrorizado ante la perspectiva. Perfecto.
—Pero… necesita sangre —señaló Simon.
—No. Quiere sangre, y con desesperación, pero puede vivir eternamente aunque nunca vuelva a beber una sola gota. Es lo bastante fuerte para dominar el ansia, como controlarse durante mucho tiempo. Es lo bastante fuerte para dejar a un lado cualquier satisfacción que pueda obtener de matarme, a cambio de su propia seguridad. Ahora bien, si yo pudiera disponer de mi libertad y contara con recursos ilimitados, tendría la posibilidad de dedicar el resto de mi vida a intentar descubrir dónde se esconde. Podría registrar cada rincón oscuro y mohoso de Pensilvania. Podría pasar años haciendo eso. Pero ya no puedo hacerlo. Si dejo ver mi cara fuera de esta cresta, los federales me detendrán de inmediato. Así que he construido esta elaborada trampa para vampiros… y trazado mis propios planes para el futuro.
—Ah —dijo Simon—. Creo que sé adónde quiere ir a parar con eso y…
Caxton se negó a permitir que desviara la conversación.
—Sé cómo matar vampiros mejor que cualquier otra persona viva. Voy a dedicar el resto de mi vida a enseñar a la gente de La Hondonada cómo se hace. Voy a enseñarle a Patience Polder cada uno de mis trucos. Cuando yo haya muerto, ella se los enseñará a otros. Tal vez a sus propios hijos. Y ellos se los enseñarán a los suyos. El objetivo es que, con independencia del tiempo que Malvern pase oculta, cuando despierte, haya alguien esperando con una pistola apuntada directamente a su corazón.
—Y usted piensa que yo puedo… que esos hijos serán míos y de Patience, y…
—Tú has estudiado los monstruos en la universidad. Eres un científico que lo sabe todo sobre los monstruos. ¿No te das cuenta de que eso te hace perfecto para esto? Si unes tu conocimiento técnico con los dones de Patience, seréis un equipo formidable.
—No cuente conmigo —dijo Simon—. No es eso lo que quiero para mi vida.
—¿No lo es? —preguntó Caxton. Estaba un poco sorprendida.
—Lo último que quiero es volver a tener algo que ver con vampiros —le dijo Simon—. Eso debería resultar bastante obvio.
—Un vampiro mató a toda tu familia —dijo Caxton—. ¿No quieres venganza?
Simon se frotó los ojos.
—Fue mi padre quien mató a toda mi familia. Mi padre mató a mi madre, y a mi hermana, e incluso a mi estúpido tío paleto.
—No —lo contradijo Caxton—. Tu padre se suicidó. Su cuerpo volvió como vampiro e hizo todas esas cosas.
—¡Eso no significa nada! ¿Tiene idea de lo que es perder a todas las personas a las que has querido?
—Sí, la tengo —replicó Caxton.
Él se quedó mirándola.
—He pasado los últimos dos años en psicoterapia. Sólo para poder funcionar —dijo Simon. Y luego giró sobre sus talones y se encaminó de vuelta a la casa. Tal vez tenía la intención de pasar el resto de la noche dentro del automóvil antes que continuar con aquella conversación.
Caxton se quedó de pie sobre la oscura cresta, y se preguntó qué error había cometido.
Al fin, Simon logró que el motor de su coche se encendiera. En La Hondonada había bastantes mecánicos aficionados —en la Pensilvania rural la gente sabía cuidar de su propio automóvil—, pero él rechazó cualquier tipo de ayuda. Se limitó a sentarse ante el volante, con la ventanilla subida a pesar del calor, y girar una y otra vez la llave mientras el motor gruñía y petardeaba.
Caxton se quedó de pie junto a la puerta del conductor y esperó, pensando que él acabaría por cambiar de opinión y volvería a la casa para pasar la noche. Cuando hubo pasado una hora, ella reconoció que había heredado la testarudez de su padre. Sabía que no servía de nada darse de cabezazos con un Arkeley, pero era una mujer paciente.
No obstante, cuando ella se cansó de esperar, se llevó la mano a la espalda e hizo una señal con una mano. Urie Polder se acercó a la parte posterior del coche y pateó la tierra para deshacer el complicado entramado de espinas que había colocado detrás del vehículo cuando Simon no lo veía.
El motor se encendió al siguiente intento. El sonido indicaba que estaba bien.
Caxton se puso a dar golpecitos en la ventanilla de Simon hasta que éste bajó el cristal.