32 colmillos (9 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: 32 colmillos
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—Me marcho de aquí ahora mismo —le vociferó—. No intente detenerme.

—Entiendo tu necesidad de marcharte —le dijo ella—. No te culpo. Sólo… ten. Toma esto. —Le dio una hoja de papel—. Éste es el material que necesito.

Él contempló la hoja durante un largo momento, como si sus ojos pudieran prenderle fuego. Al final, se lo arrebató.

—Tiene mucha cara, Caxton. Aprovecharse de esta manera de la deuda que tengo con usted… no está bien.

Ella movió la cabeza.

—En ningún momento he tenido la intención de obligarte a hacer nada. Pensaba honradamente que querrías venganza. Si no es así, vale. Pero, por favor, necesito tu ayuda. Te necesito para que compres todo eso y lo traigas aquí. No puedo ir a buscarlo yo. —Cruzó los brazos y los apoyó sobre el marco inferior de la ventanilla, para acercar su rostro al de él—. Si te salvé la vida, Simon, fue porque tenía acceso a toda clase de juguetitos. Incluidas balas recubiertas con teflón y armas de alta potencia. Ahora mismo no tengo nada de eso. Tengo un par de pistolas y fusiles de caza que he podido conseguir. Si Malvern se presentara esta noche, sinceramente, no sé si podría detenerla. Tráeme el material de esa lista, y tal vez pueda tener una oportunidad, ¿vale?

—Lo que usted diga —contestó él, y pulsó el botón del elevalunas. Ella tuvo que retirar los brazos con rapidez para evitar que quedaran atrapados.

Un momento más tarde, se había marchado y bajaba por el camino de la cresta en medio de una nube de polvo. Caxton lo observó marchar hasta que ya no vio las luces del automóvil.

Luego regresó al porche para sentarse junto a sus armas, desde donde podía observar toda la falda de la cresta. Y esperar.

Urie Polder pasó por allí un poco más tarde, con un termo de café. A veces se sentaba un rato con ella, no tanto por deseo de vigilar como por la brisa fresca que soplaba sobre la cresta al anochecer. En la mayoría de las ocasiones no hablaban, ya que ambos se sentían más cómodos con el silencio. Esta vez, sin embargo, él preguntó:

—¿Piensas que el muchacho volverá?

Caxton se encogió de hombros.

—Tal vez. Puede que no importe. Podría servir a mis propósitos igual de bien si estuviera por ahí fuera, en el mundo.

Si eso le causó confusión a Polder, no lo demostró.

Caxton bostezó. Cogió el café y se sirvió otra taza. Iba a ser una noche larga.

—Le hemos dado un susto de todos los demonios. Y lo comentará… Ah, no, no creo que vaya a ir a la policía. En el fondo es un chico demasiado bueno para volverse contra mí de esa manera. Pero empezará a hablar con alguien. Con cualquiera que quiera escucharle. Le contará todo lo referente a la loca secta de brujetos que vive aquí, y a lo obsesionados que están con eso de matar vampiros.

—Hum —dijo Polder.

—Antes o después, esa información llegará a oídos de Malvern. Alguien se lo contará a alguien que dirá algo donde pueda oírlo alguien más. Malvern presta atención a ese tipo de cosas. No tardará mucho en saber mis planes.

—¿Y eso es lo que tú quieres? ¿Qué ella se entere de todo lo que estás preparando?

Caxton se permitió una sonrisa.

—Es exactamente lo que quiero. Ella no puede permitir que eso suceda. No puede permitir que toda una generación de cazavampiros sea criada y formada con el único propósito de destruirla a ella. Tendrá que actuar para impedirlo. Lo cual significa…

—Lo cual significa que tendrá que venir aquí, hum…

Urie Polder pareció atemorizado ante el pensamiento. Caxton no podía reprochárselo. Si Malvern acudía a La Hondonada, habría muertes, tal vez muchas.

Eso le parecía aceptable a Caxton.

1721

Justinia había aprendido a no sonreír cuando quería que alguien se sintiera tranquilo. Sus dientes tendían a asustar a la gente
.

Pero había tantas maneras sutiles de jugar con ellos…


Por favor, señora, no quiero morir —dijo la niña. Las lágrimas dejaban surcos en la tierra que le ensuciaba las mejillas mientras Justinia le mantenía la cara contra el suelo de la choza. Las llamas que ya consumían el granero situado detrás de la vivienda, y los cuerpos que había dentro, danzaban en cada una de las lágrimas de la niña
.

Era asombroso lo que podía ver un ojo cuando había sido transformado
.

Justinia podía ver la sangre de la niña. Aún no había sido derramada ni una sola gota, pero a través de su fina piel veía cómo corría la sangre por dentro de su diminuto cuerpo. Podía ver el corazón de la niña, que le latía dentro del pecho, como si la piel fuera de cristal
.

El objeto que había dentro de la caja torácica de Justinia, y que ya no era un corazón, tembló por simpatía. Con qué ansia deseaba desgarrar a aquella pequeña criatura y beber de sus venas
.


¿Quieres vivir? —preguntó Justinia. Por lo general, su voz sonaba como un gruñido casi ininteligible, ya que las palabras eran desgarradas al pasar entre sus dientes cruelmente afilados. Sin embargo, había aprendido a forzar la voz para que tuviera un sonido suave y amable
.


Quiero volver a ver a mi hermano, y a mis padres —chilló la niña
.

Por lo general, cuando la cacería llegaba a ese punto, los niños no eran capaces de hacer nada más que gritar
.

No se le escapaba que ella había tenido la misma edad que esa niña. Que tenían muchísimo en común. De hecho, le encantaba la broma contenida en eso
.


Pero si los verás, mi querida. En el Cielo
.

Con eso bastó. La expresión de la cara de la niña cambió. Ése era el momento delicioso que Justinia había buscado, el momento en que la presa comprendía el orden natural de las cosas. Que iba a morir. Que iba a dolerle una enormidad. Y que nadie, nadie en absoluto, iría a salvarla
.


Nooooo —gimoteó—. Noooooo. —Igual que una vaca. Igual que la cabeza de ganado en que se había convertido. Un animal para servir de alimento
.

Justinia rió… y sonrió para enseñar sus enormes dientes
.

«Basta
.
»

La palabra apareció dentro de la cabeza de Justinia como si se la hubieran escrito en la parte posterior del cráneo con letras de fuego. Ella dio un respingo, y soltó a la niña, que aún tuvo la presencia de ánimo necesaria para levantarse de un salto y correr hacia la puerta
.

Allí la esperaba Vincombe
.


Maldito seas —gruñó Justinia—. Me has seguido
.

Vincombe no le hizo caso y se agachó para atrapar a la niña y mirarla profundamente a los ojos
.


Ya ha pasado, niña —dijo—. Soy tu padre. Estoy perfectamente bien. Ya estás a salvo. Créeme
.

Justinia observó cómo la niña quedaba laxa en brazos de Vincombe. Y suspiró con un poco de placer cuando él le retorció la cabeza hasta romperle el cuello
.


Estamos destinados a ser cazadores, no demonios —dijo. Luego le arrojó el cuerpo a Justinia—. Bebe. Luego ven a buscarme fuera. Es hora de que hablemos
.

Justinia no desperdició ni una sola gota. En esa época se le estaba haciendo difícil ocultar sus asesinatos. Las autoridades locales sabían que pasaba algo: se habían encontrado demasiados cuerpos en el río, exangües y mutilados. Habían estado haciendo preguntas. Justinia se había visto obligada a huir de Manchester, la ciudad de su despertar, y cazar en las más oscuras noches de la campiña
.

Cuando hubo acabado, salió a la luz del granero incendiado. Vincombe la aguardaba dentro de las llamas, que no le hacían ningún daño. Ella se acercó, y se encontró con que la piel se le arrugaba al aproximarse demasiado. El fuego no podía matarla, eso lo sabía de pasadas experiencias, pero sí causarle un dolor increíble
.

Sin embargo, él permanecía sin más dentro de las lenguas de fuego y la miraba fijamente
.


¿Cómo lo haces ? —preguntó ella, casi con tono de exigencia
.

Él se negó a responder a la pregunta
.


No le temías a la muerte. Yo pensé que tal vez, por fin, alguien entendía mi obra —le dijo—. Que me habían dado a alguien para que me ayudara. Un nuevo ángel de la muerte para que aliviara mi carga
.

Ella gruñó
.

Se encontraban sólo en raras ocasiones Justinia no sabía dónde dormía él durante el día. Si alguna vez lo descubría, encontraría la manera de destruirlo. No era su padre. Para ella no era nada más que un competidor
.

Pero ahora… ahora que lo veía de pie dentro de las llamas que no lo quemaban… se preguntó si tal vez no tendría algo más que darle
.


Te burlas de ellos —dijo, y en su voz había una tristeza que ella nunca entendería—. Haces que te tengan miedo antes de hacer lo que hay que hacer. Ése no es el juego
.

Justinia cerró su único ojo y vio las cartas cayendo hacia la mesa. Cartas afortunadas, cartas desfavorables. Ases y doses, diamantes y picas, ¿Cómo podía no entenderlo? Toda la vida era un juego. Una apuesta contra la muerte. Y la muerte siempre ganaba
.


Puedes justificar tus acciones como te plazca —dijo ella—. Este poder nos ha sido dado para que lo usemos a placer
.


Dios me otorgó el derecho de arrebatar vidas, vidas que están preparadas. Vidas que han perdido su sentido, las vidas de los hombres que han olvidado su alma, aunque su cuerpo aún sea fuerte y…


¿Dios? —exclamó Justinia—. ¿Tú crees que Dios nos ha hecho así?

Entonces, él salió de las llamas a tal velocidad y con tanta fuerza que ella no tuvo tiempo de defenderse. La sujetó por la cintura con unos brazos que parecían barras de hierro, la giró y le empujó la cara hacia las llamas
.


Tú no le temías a la muerte —dijo él—. ¿Tampoco le temes al Infierno?

Ella sintió que se le resecaba la piel de la nariz, sintió cómo se le ponía tensa hasta causarle dolor. Sintió que el mentón le ardía como una tea. Su único ojo comenzó a hervirle dentro de la cuenca
.


Yo te enseñaré —dijo él, con voz ronca y jadeante. Era una voz que ella conocía, la voz de los hombres que habían pagado para yacer con ella. La voz que tenían cuando la llamaban «puta». Cuando anunciaban cómo iban a poseerla, cómo iban a enseñarle cuál era su lugar—. Yo te enseñaré a temer al Infierno
.


Sí —dijo ella, porque sabía qué querían los hombres cuando hablaban con esa voz—. Sí. He sido una niña mala. Enséñame, mi señor
.

«Y ya que estás —pensó—, enséñame cómo permanecer dentro del fuego sin quemarme. Enséñame a hipnotizar a un niño con sólo mirarlo a los ojos. Enséñame todo lo que sabes.»

Cuando él la apartó por fin de las llamas, la piel y la carne de su cabeza habían sido consumidas hasta el cráneo. Su único ojo se había tornado lechoso y opaco, y no veía nada. Le había desaparecido la lengua y no podía hablar
.

Por la mañana, cuando hubiese dormido, estaría curada. Ese cuerpo nuevo podía sanar cualquier herida. Pero aún podía oír. Aún podía oír los secretos que él le susurraba al oído
.

Y se obligó a recordar hasta la última palabra. A fijarlas en su mente, tan eternas e inmutables como si estuvieran escritas. Aquélla fue la noche en que empezó a aprender a hacer hechizos
.

Él la dejó dormir y sanar cuando comenzó a romper el alba. No esperaba verle cuando a la noche siguiente se levantó del ataúd, pero allí estaba. Tenía más cosas que enseñarle, y para entonces ella ya entendía el juego. Si le hacía creer que quería ser una buena angelita de la muerte, que quería ser su protegida, él le enseñaría todo lo que quisiera
.

Al final, incluso comenzó a confiar en ella
.


Es hora de que conozcas a los otros —dijo
.


¿Hay otros? —preguntó ella—. ¿Otros como tú?

Porque sabía que no podía haber ningún otro como ella
.

14

Cuando Clara abrió la puerta de un restaurante de Bridgeville, uno de los suburbios de Pittsburgh, sonó una campanilla. Había estado conduciendo durante cuatro horas para llegar hasta allí, pero no se sentía cansada. Si Glauer tenía lo que afirmaba, habría valido la pena.

Sus ojos estaban entrenados por haber trabajado para la policía durante mucho tiempo, y de inmediato reparó en todos los detalles. El restaurante se hallaba desierto, salvo por la camarera que estaba limpiando un poco de café derramado sobre la barra. Al fondo del comedor, tan lejos como se podía de la zona de aparcamiento, vio a Glauer sentado ante una mesa, encorvado sobre ella. Frente a él había un plato de tortitas a medio comer, además de tres tazas de café vacías. Hacía rato que esperaba.

Tenían que reunirse en secreto como los delincuentes, a pesar de que ambos eran agentes de policía condecorados. Fetlock despreciaba la privacidad personal, y puesto que aún era el jefe de ambos tenía derecho a inmiscuirse en sus vidas tanto como quisiera. De forma rutinaria les intervenía el teléfono, y se mantenía al corriente de adónde iban y de qué se traían entre manos.

Fetlock tenía buenas razones para mostrarse tan paranoico, suponía Clara. A fin de cuentas, sus subordinados estaban conspirando contra él.

Clara se sentó delante de Glauer sin decir una sola palabra. Ejecutaron el viejo ritual de dejar los teléfonos móviles sobre la mesa. Clara sacó la batería del suyo y la dejó al lado del salero y el pimentero. Glauer hizo otro tanto.

Vivían en un mundo repulsivo. Fetlock podía escuchar sus conversaciones a través de los teléfonos aunque los tuvieran apagados y metidos en los bolsillos. Debían tener cuidado.

—Me alegro de verte —dijo Clara, cuando los dos hubieron suspirado y se hubieron relajado un poco.

—¿Te has recuperado bien? ¿Han mejorado las contusiones? —preguntó Glauer.

—Estoy bien —respondió Clara, y le dedicó una cálida sonrisa—. ¿Qué tal van tus investigaciones?

Glauer se encogió de hombros.

—Te refieres a las cosas oficiales, ¿verdad? Estamos acercándonos a un tipo que vende suministros químicos a un laboratorio de metanfetaminas. Técnicamente no hace nada ilegal. Sólo dirige un almacén de suministros científicos al por mayor. Puede que tengamos que tenderle una trampa, enviar un agente encubierto para conseguir que se implique a sí mismo. Es un trabajo largo.

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