32 colmillos (7 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: 32 colmillos
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Nunca había habido muchos de ellos, y en los tiempos de Caxton existían sólo una docena de familias, más o menos, todos ellos con elaborados árboles genealógicos que demostraban que descendían de Giles Corey, o de Dorcas Good, o de Rebecca Nurse, las famosas víctimas de Salem. Su número se veía aumentado por hippies ocasionales o místicos de la New Age, aunque esa gente raras veces se quedaba durante mucho tiempo. En La Hondonada no había conexión a Internet, ni repetidores de telefonía móvil, ni siquiera un periódico local, y los seguidores de la New Age necesitabna sentirse conectados con el ancho mundo.

Aquella noche, cuando salieron a celebrar la cena, Caxton intentó imaginar cómo los vería Simon. Tenía que pensar que acababan de salir de un bucle temporal.

Los hombres vestían como granjeros amish y llevaban luengas barbas por debajo de la barbilla. Las mujeres mantenían sus vestidos negros completamente abotonados, hasta el cuello y los puños, y sus largas faldas barrían el suelo. Los niños vestían ropa más colorida, pero de modo tan recatado como Patience Polder, que era lo más cercano a una gurú a la moda que tenía La Hondonada.

Presentaban un aspecto entre gazmoño y correcto. Salvo cuando no era así.

Mezcladas con los residentes de sobrio atuendo de La Hondonada, había mujeres que se cubrían con chales de seda y se ataban pañuelos alrededor de la cabeza como las pitonisas gitanas. Algunos de sus niños llevaban camiseta y pantalón corto, las prendas de otros habían sido sometidas a un proceso de teñido casero. Había un hombre que se cubría con una larga capa negra con forro encarnado y se pintaba con
kohl
alrededor de los ojos, como un gótico de película de vampiros. Una mujer llevaba tan poca ropa como permitía la ley, pero tenía toda la piel desnuda cubierta con tatuajes cabalísticos.

Con independencia de cómo vistieran, descendieron hacia Simon como una bandada de cornejas sobre un tejón medio descompuesto. En La Hondonada los visitantes eran increíblemente escasos y siempre despertaban mucho interés. Los niños querían sentarse en su regazo o le imploraban que jugara con ellos. Los adultos le formularon un millón de preguntas acerca de su familia, muy pocas de las cuales pudo responder. No sabía que su madre fuera descendiente tanto de Sarah Osborne como de Tituba, la esclava caribeña que supuestamente les había enseñado magia a las muchachas de Salem. También supo allí que Astarte se había hecho teósofa hacia el final de su vida, y estudiado las enseñanzas de Madame Blavatky y Annie Besant. Al parecer, el muchacho no se había dado cuenta de que su padre, Jameson, también había sido un brujeto, aunque de una rama decadente de Carolina del Norte que se había apartado de la vieja senda.

Sin embargo, el interés no se centraba sólo en el linaje de Simon. O al menos no de manera directa. Una de las mujeres lo tomó de un brazo y le sonrió hasta que él la miró.

—Vamos a danzar en el bosque, más tarde, cuando salga la luna. Tú te unirás a nosotros, por supuesto —dijo. Y tras una caída de ojos, añadió—: Es una noche de luna llena, así que iremos vestidos de cielo.

Simon frunció el entrecejo, intentando dilucidar qué estaba diciendo.

—Desnudos, quieres decir. —La boca de él tembló como si estuviera intentando decidirse entre una sonrisa cohibida y una lasciva—. ¿Vais a hacer un ritual Wiccan?

Ella rió de un modo encantador.

—Es lo que uno hace para divertirse cuando no tiene ni el canal de la televisión pública —respondió.

Se lo soltó con una mirada tórrida. Caxton lo apartó de la muchedumbre para asegurarse de que consiguiera un buen asiento en la mesa de la cena.

—No acabo de pillar este rollo —le dijo él—. Esa mujer llevaba puesta tanta ropa que ni siquiera podía verle las muñecas. Pero creo que me estaba tirando los tejos.

Caxton tuvo que reír, a pesar de sí misma.

—¿No has notado la proporción de sexos que hay aquí? —Hizo un gesto para abarcar a los brujetos. Por cada hombre presente en las mesas de la cena, había seis mujeres—. Créeme, estaba tirándote los tejos. Algunas llegan a estar tan desesperadas como para tirármelos a mí.

—Pero la ropa… visten como los amish. Mi madre vestía con decoro, pero se ponía ropa que había sido diseñada en este siglo veinte, no en el diecisiete. —Él negó con la cabeza—. Parecen granjeros, no brujos. O como si todos pertenecieran a una secta… Salvo que… algunos no visten esa ropa tipo amish, y… y… y usted viste como Lara Croft.

—¿Quién? —preguntó Caxton.

—La de la peli
Tomb Raider
.

Caxton bajó la mirada hacia su propia vestimenta. Era verano, así que llevaba una camiseta sin mangas y bermudas militares. Era lo que se ponía siempre.

Simon sacudió la cabeza con perplejidad.

—¿No les importa que usted se vista así? ¿Ni que… ella vaya como va? —Con un gesto de la cabeza señaló a la mujer tatuada, que llevaba la más minúscula camiseta sin tirantes que Caxton había visto jamás. La mujer tatuada, que Caxton sabía que se llamaba Glynnis y era estudiante de la Cábala, se volvió a mirar a Simon con ojos de pantera.

Caxton asintió al comprender lo que sucedía.

—Tú piensas que la mayoría de ellos visten con recato —dijo ella.

—Eh… sí —asintió Simon.

—No. Visten con humildad. Hay una diferencia. El recato es cuando una mujer viste de una manera determinada porque teme que la lujuria se apodere de los hombres si ven lo que tiene. La humildad significa pensar que a nadie le interesa ver lo que uno tiene.

—Vale —dijo Simon. Estaba teniendo problemas para no quedarse mirando cómo la mujer tatuada arqueaba la espalda.

—Ése es el principio, en cualquier caso. Significa que aquí cada uno puede vestir como le dé la gana, y a nadie le importa. ¿Tienes hambre? Es hora de cenar.

10

Alrededor de la mitad de los brujetos eran vegetarianos, algunos de ellos estrictos, otros de los que sólo evitan comer carne. El resto parecía deleitarse cargando su plato de papel con pollo o costillas de cerdo. El maíz silvestre no se podía comer directamente de la mazorca —no se parecía en nada al maíz dulce que Caxton había comido desde niña—, pero hacía unas palomitas excelentes con las que al cabo de poco llenaban enormes cubos que repartían por todas las mesas. Había hogazas de pan recién hecho, con levadura y sin leudar, y jarras de crema de leche para las bayas frescas. Caxton contó al menos siete variedades distintas de ensalada de patatas —el tradicional acompañamiento de los inmigrantes alemanes—, ensalada de col con y sin pasas, pan de maíz untado con miel o melaza, galletitas de suero de leche, judías en salsa de tomate, ensalada de judías, guiso de judías y sopa de judías y cebada. Todo esto, además de pollo frito, costillas de cerdo en salsa barbacoa,
pierogis
, buñuelos y chucrut.

—No es precisamente la comida más saludable que haya visto —señaló Simon.

—Al menos es toda ecológica —replicó Caxton—. Esto es comida de granjero. Se supone que debe aportarte calorías suficientes para trabajar todo el día en los campos. —Se sirvió verduras en un plato, y un único trozo de pollo frito, por las proteínas, y se apartó de la mesa—. Te dejaré para que disfrutes de la cena —le dijo a Simon.

Pareció que él iba a protestar por el hecho de que lo dejara a solas, pero dos mujeres fueron a sentarse a ambos lados de él y se pusieron a formularle tantas preguntas que no pudo marcharse.

Caxton nunca se sentaba con los demás durante las cenas de la luna llena. No era su costumbre. Sería demasiado fácil dejarse absorber por las vehementes discusiones en que se trababan los brujetos, debates interminables sobre la manera adecuada de cosechar las raíces de mandrágora, o sobre lo que decía a propósito de la nigromancia un determinado pasaje de la Biblia. Luego venían los chismorreos y riñas de costumbre sobre quién estaba durmiendo con quién, y quién no estaba cumpliendo con la parte de trabajo que le correspondía en La Hondonada.

Era la cháchara de una comunidad trabajadora, y Caxton no se lo reprochaba. Pero también constituía una distracción, y ella las arrancaba de su vida siempre que las encontraba.

Así pues, en lugar de sentarse a la mesa se marchó a paso lento hacia la hoguera donde Urie Polder estaba cocinando una docena de peces. No necesitaba espátula ninguna, pues daba vuelta los pescados con los dedos de madera. Al parecer, no sentían el calor.

—Parece un buen tipo, hum —dijo Urie cuando ella se acercó.

Caxton mordió el muslo de pollo y no dijo nada. Desvió la mirada hacia una mesa cubierta de empanadas dulces y pasteles
bundt
, de esos agujereados en el centro, y más allá de ésta, hacia las sombras cada vez más densas de fuera de la plaza. El sol ya casi se había ocultado.

Allí estaban algunos de los niños más pequeños de La Hondonada, los que aún eran incapaces de estar sentados durante toda la cena sin montar una pataleta. Perseguían cosas que Caxton no podía ver. Hadas y elfos, o al menos ilusiones de hadas y elfos que sus madres habían conjurado para ellos. Intentaban pillar a las imaginarias criaturas con sus deditos gordinflones, y reían cuando sus manos se cerraban sobre la nada. Estos duendecillos mágicos los mantenían lo bastante cerca de la plaza como para que Caxton pudiera vigilarles.

Caxton acabó su comida y tiró el plato a la basura. Mientras se limpiaba las manos en las bermudas, anunció:

—Voy a echar otro vistazo al cordón.

—¿No te fías de que yo te haya dicho que está bien? —preguntó Urie, con aspecto algo dolido.

—Ya sabes que no es eso.

—Si mi Vesta aún estuviera aquí, hum, podría decirte algo sobre intentar disfrutar de lo que tienes antes de perderlo.

Caxton no le hizo caso. Vesta Polder estaba muerta porque Caxton no había sido lo suficientemente rápida como para salvarla. No había estado lo bastante concentrada.

—Enviaremos a los perros después de que anochezca —sugirió Urie.

Caxton asintió. Sí, debían hacerlo. Los vampiros y sus sirvientes medio muertos eran criaturas antinaturales. Cualquier animal más complejo que un gusano lo percibía. Cuando se acercaba un vampiro, las vacas dejaban de dar leche. Los gatos iban a esconderse debajo de las camas. Los perros, por lo general, se ponían a aullar, y no dejaban de hacerlo hasta que el vampiro se alejaba. La Hondonada era el hogar de varias docenas de sabuesos de diversas razas, a todos los cuales dejaban deambular por la noche como una especie de sistema de alarma básico.

—Sólo te pido que me dejes hacer. No me sentiré cómoda hasta haberme asegurado de que la trampa funciona como debe —dijo Caxton.

Urie Polder se encogió de hombros. Tenían aquella discusión tan a menudo que él ya casi nunca intentaba convencerla.

—Pues vale. Adelante. Yo me ocuparé de que el muchacho no se meta en ningún lío, en ninguno que no le hayan preparado las señoras.

Caxton le dio un apretón en el hombro humano, y luego se volvió para adentrarse en la oscuridad, alejarse de la gente de La Hondonada y la seguridad que proporcionaba su número. Pero no fue muy lejos. Antes de llegar siquiera al camino, oyó que alguien daba puñetazos sobre la mesa de la cena para pedir atención. Otros empezaron a hacer otro tanto y al cabo de poco las risas resonaban en La Hondonada.

Se volvió para ver qué había provocado en la gente aquella reacción, y vio a Patience de pie ante la cabecera de la mesa.

La muchacha volvía a estar ruborizada. Se retorcía las manos y no levantaba la mirada para establecer contacto ocular con nadie.

Desde que Caxton conocía a la muchacha, nunca la había visto tan nerviosa. Por lo general, eran los demás quienes se alteraban por lo que ella decía.

—Quiero aprovechar esta oportunidad —dijo la muchacha, meditando cada una de las palabras—, para hacer un anuncio. Soy muy feliz.

Se mordió el labio. En torno a ella, sus discípulas adolescentes se rodeaban a sí mismas con los brazos, emocionadas, o se mordían los nudillos. Sabían lo que iba a decir.

—Soy más feliz, pienso, de lo que lo he sido jamás.

Caxton frunció el ceño mientras volvía atrás, hacia la plaza iluminada por las antorchas. No tenía ni idea de lo que estaba a punto de decir Patience.

—Veréis —continuó la muchacha, a trompicones—… hoy he conocido a alguien. He conocido al hombre que va a ser mi marido.

Ni un alma respiraba en La Hondonada. Incluso los niños que eran demasiado pequeños para entender lo que sucedía debieron percibir que se trataba de algo importante. Todos los ojos estaban fijos en el resplandeciente rostro de Patience, que sonreía como una tonta y soltaba risillas. Luego, por fin, levantó la mirada y estableció contacto ocular con un hombre que se encontraba sentado a la mesa.

Todos los brujetos se volvieron para seguir la dirección de la mirada. Y se encontraron mirando a Simon, que estaba sentado con un tenedor de plástico y un cuenco de ensalada de col. El muchacho entendió las cosas con mucha lentitud, se puso blanco y se le cayó el tenedor de la mano.

—Ay, joder, no —exclamó.

11

Simon se puso en pie de un salto y alzó las manos ante sí, como si esperara que los brujetos lo sujetaran y obligaran a casarse con Patience allí mismo, a punta de escopeta. La gente que estaba sentada en torno a las mesas de la cena comenzó a hablar toda a la vez, para intentar tranquilizarle.

—Pero si es un gran honor…

—… ha estado esperándote durante toda su vida y…

—No servirá de nada luchar, amigo. —Esto lo dijo con una amistosa risa entre dientes—. Lo que ella ha predicho…

El rostro del muchacho se tornó rojo de enfado.

—Sois todos unos jodidos pirados. ¡Pirados! No he venido aquí buscando casarme con una… una… preadolescente, y mucho menos con la escalofriante profetisa de una secta estrafalaria. Voy a traer la policía aquí y ellos os… harán una redada. Harán una redada en este sitio.

Caxton gruñó con irritación y corrió para sujetar a Simon por un brazo. Se lo llevó a remolque de la plaza. No le resultó difícil. Aturrullado como estaba, carecía de fuerza para resistirse.

Se lo llevó por el camino que conducía a lo alto de la cresta, donde él había dejado el coche. Sin embargo, cuando llegaron a la parte delantera de la casa de Urie Polder, ella continuó andando, aunque lo soltó. Era su elección seguirla o no.

—No sé lo que cree que va a conseguir, Caxton —gritó él, que la siguió pisando con fuerza mientras ella se adentraba entre los prados—. No sé qué enfermiza fantasía tiene de que yo me convierta en uno de los seguidores de su secta, pero…

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