32 colmillos (2 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: 32 colmillos
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Y en la profesión de Clara, todo dependía de poder demostrar las cosas.

Suspiró al apartar a un lado una pila de Donettes para mirar detrás en busca de fibras. Nada. Miró detrás de los pastelitos de chocolate. Nada. Las caracolas de canela se burlaron de ella. Cogió un paquete y lo rasgó, para luego meterse en la boca una y comérsela. Había continuado trabajando durante la hora de comer, y tenía el nivel de energía lo bastante bajo como para que estuviera justificado interrumpir el régimen. Mientras masticaba el bollito, dejó caer la lupa de joyero del ojo y la atrapó con la mano libre, para luego metérsela en el bolsillo. Soltó el envoltorio vacío, que cayó al suelo, ante ella, y luego se masajeó ambos ojos con los pulgares. Presionó con la fuerza suficiente como para que, ante los ojos cerrados, estallaran destellos de luz. Parpadeó para librarse de la imagen residual, y luego tendió una mano hacia un pastelito de frutas.

Una sombra cayó sobre su brazo. Sólo por un momento, y luego desapareció.

—¿Hola? Ésta es una escena del crimen precintada —gritó, pensando que uno de los polis debía haber entrado para ver qué tal le iba—. Necesito mantener la integridad del espacio, así que…

La puerta del lavabo de la tienda estaba abierta, aunque no se veían más que sombras. Clara tenía la absoluta certeza de que antes estaba cerrada.

Clara apoyó una mano sobre cada muslo y empezó a impulsarse hacia arriba para ponerse de pie. Todas las articulaciones de las piernas protestaron. Estaba segura de que quienquiera que estuviese en la tienda con ella oiría crujir sus rodillas por encima de la música del hilo musical.

—¿Hola? —volvió a llamar. No hubo respuesta.

La mayoría de los especialistas forenses no llevaban armas de fuego. Por lo general, no tenían permiso para hacerlo y, en cualquier caso, jamás se acercaban a una escena del crimen hasta que los polis uniformados hubieran despejado la zona y la hubieran precintado. No necesitaban armas. Pero a Clara, una profesora muy paranoica le había enseñado a asegurarse siempre. Bajó la mano hacia la pistolera, sólo con la intención de soltar la correa de seguridad.

Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, un zapato apareció de la nada y se estrelló contra su mandíbula. La cabeza de Clara salió disparada hacia un lado, sus pies perdieron contacto con el suelo, y se desplomó.

2

Clara cayó encima de un expositor de revistas, y desparramó los semanarios satinados por el suelo. El atacante le dio un puñetazo en un riñón y ella cayó como un peso muerto.

Ni siquiera había podido echarle un buen vistazo todavía.

Si ella hubiese sido alguien más fuerte, más rápido… si fuera Laura, pensó, ya tendría a aquel tipo en el suelo, esposado. Pero Clara no era una poli de película de acción. Nunca había querido serlo. Había querido ser una fotógrafa artística. Había querido ser famosa por sus exquisitos desnudos, o por sus naturalezas muertas, de una expresividad tal vez un punto patética.

Entrar en la policía había sido sólo una manera de pagar el alquiler.

Un puño se le estrelló contra una sien y estuvo a punto de desmayarse. Ante sus ojos danzaron puntos de luz, y se le entumecieron las manos. Las manos… había estado tendiendo las manos hacia… hacia…

Eso era. Tenía una pistola. Consiguió desabrochar la correa en el momento en que el atacante le pisaba un hombro. Sacó la pistola de la funda y disparó a ciegas hacia donde pensaba que podría estar el agresor.

Y… le acertó. Sintió que le caían sobre la cara fragmentos de carne, como tiras arrancadas de un pedazo de pollo. La carne estaba extrañamente fría. Había esperado que estuviese empapada de sangre, pero no lo estaba. No tenía tiempo para preguntarse por qué ni para sentir repugnancia, aunque sabía que al final vomitaría.

El atacante chilló, un lamento agudo que no se esperaba. Por el dolor tremendo que sentía, había esperado que el atacante fuese un tipo enorme, de más de dos metros de altura, un armario. Pero su voz se parecía más a la de una marioneta demoníaca.

Espera… no… no podía ser…

El agresor no se quedó para que pudiera echarle una buena mirada. Atravesó la tienda a toda velocidad, rebotó contra un expositor de libros de bolsillo que había junto a la caja, y salió por las puertas para perderse en la noche.

Clara parpadeó, intentando aclararse la vista. Se sentía como si se le hubiera desprendido una retina de un golpe.

En lo alto, el hilo musical se arrancó con otra canción pop.

Tenía que ir tras él. Tenía que darle alcance. Era lo que habría hecho Laura. Era lo que se suponía que debía hacer un poli. Bueno. Técnicamente, ella no era poli, sino especialista forense. Pero, técnicamente, se suponía que los polis ya deberían haber peinado la escena para asegurarse de que no hubiera ningún loco trastornado por las drogas escondido en el lavabo de la tienda. Clara se puso trabajosamente de pie. Le dolía todo. Resbaló sobre las satinadas revistas y casi se abrió la cabeza contra el suelo. Pero se levantó. Se puso de pie y miró al exterior, a través de las ventanas de la parte delantera de la tienda, con la esperanza de ver un rastro de sangre. Algo que pudiera seguir.

Pero encontró a su atacante de pie allí fuera, mirándola. Se encontraba junto a los surtidores de gasolina, iluminado por los focos de la tienda con tanta claridad como si fuera de día. Llevaba una sudadera de color amarillo con una capucha que le ocultaba la cara, y se cubría con una mano una herida que tenía en un brazo, seguramente donde ella le había disparado.

No había sangre en la manga. Maldición. Con que sólo pudiera verle la cara, lo sabría con seguridad. La cara… o tal vez la carencia de ella.

Cuando la vio, el tipo soltó otro chillido y echó a correr.

—¡Cobarde! —le gritó ella. Dudaba que la hubiera oído a través del cristal.

Clara salió por la puerta de la tienda y lo persiguió.

1712


Caballeros —dijo Justinia, sonriendo al establecer contacto ocular con cada uno de los tres jugadores—, el juego será el
whist
. Debe observarse un estricto silencio. —Sostenía las cartas cerca del escote para mantener la atención de ellos apartada de sus manos mientras repartía. Trece cartas para cada jugador, y la última para determinar los triunfos. Esta vez eran los corazones. El solitario as, rojo como una mancha de sangre, cayó en el centro de la mesa y la partida comenzó
.

Por encima de sus cabezas, en la habitación de arriba que Justinia compartía con su madre, una cama comenzó a rechinar. El hombre que se encontraba frente a Justinia, su pareja de juego, rió, pero ella agitó un dedo para imponerle silencio. En un mundo tan inmundo y lleno de pecado como ése, el silencioso ritmo de la partida era sagrado para Justinia. Algo limpio que podía llamar suyo
.

Lo cual no quería decir que no hiciera trampas con las cartas
.

Para la viuda y la hija de Malvern no había sido fácil mantenerse fuera del asilo de los pobres. Al no contar con un hombre para mantenerlas, habían tenido que recurrir a ocupaciones poco tradicionales para pagar el alquiler y llevar comida a la mesa. Muy pronto habían aprendido que el mundo no era justo, y que no había ninguna razón por la que ellas debieran ser justas con el mundo
.

La pareja de Justinia jugó la jota de corazones, iba fuerte. El hombre que se encontraba a la derecha de él echó el nueve. Justinia jugó la reina y guardó el rey porque sabía que el compañero del hojalatero no podía superarla. Ella había dado la impresión de barajar los naipes, cuando, de hecho, sólo los estaba ordenando para conocer la mano de todos. En otras palabras, la baraja estaba amañada, aunque de una manera tan cuidadosa y aparentemente casual que se habría necesitado un auténtico maestro del juego para darse cuenta del engaño
.

A la avanzada edad de diecisiete años, ya había aprendido que era mucho mejor ser listo que tener suerte
.

Se llevó las cartas de esa jugada y de las dos siguientes, pero dejó que el hojalatero y su pareja se llevaran lo suficiente para no levantar sospechas. El hojalatero frunció el ceño, pero justo entonces bajó su madre por la escalera, vestida con poco más que un camisón. Parecía cansada, pero le hizo un gesto al hojalatero para que la siguiera al piso superior
.

Comenzó otra partida con jugadores nuevos. Otra risotada cuando el techo empezó a crujir. El momento en que se produjo el ruido estaba cuidadosamente calculado para que atrajera la atención y la apartara de Justinia en el momento en que estaba barajando. Ella y su madre habían perfeccionando mucho aquel ardid
.

Al final de la noche, ella había obtenido siete chelines, y mamá había ganado otro tanto en el piso superior. Cuando recogió las cartas para guardarlas y se levantó para apagar las velas, encontró al hojalatero esperándola junto a la puerta
.


Ya he catado a la doña, y ahora quiero probar a la niña —dijo con una sonrisa impúdica que dejaba ver huecos en su dentadura
.

Ella fingió sentirse escandalizada, y casi le dio con la puerta en las narices, pero él le mostró un par de chelines y ella dejó que sus ojos se abrieran más
.


¿Tan poco ofreces? —preguntó, con tono de exigencia—. Todas las chicas poseen una cosa que pueden vender sólo una vez. Y deben pedir un precio adecuado
.

La sonrisa del hojalatero no cambió, pero cerró un ojo con expresión dubitativa. Sin embargo, dobló la oferta. Tras un poco más de persuasión, Justinia abrió la puerta y lo hizo entrar otra vez
.

Aunque la verdad era que no llevaba la cuenta, aquélla era la enésima vez que vendía su virginidad. Se tumbó de espaldas en la cama y fingió sentir dolor, mientras en su cabeza los naipes giraban y caían sobre la mesa, los dibujos de los palos muy negros y rojos
.

3

Correr le provocaba dolor. Clara sentía la mandíbula como si le flotara, suelta, dentro de la cabeza, y cada vez que se estrellaba contra el resto de su cráneo, una ola de agudo dolor le bajaba por el cuello. A pesar de eso, se concentró en la velocidad mientras su atacante cruzaba la calle a la carrera y se metía en un campo desierto que había al otro lado. Cuando Clara lo siguió, hierbas secas y polvorientas le rozaron las perneras de los pantalones. La vegetación estaba teñida de gris por la luz de la luna creciente. El campo estaba a oscuras, y habría podido perder a su presa de no haber sido por las zumbantes lámparas de sodio, de color anaranjado, de la autopista cercana. La sudadera amarilla que él llevaba era una mancha de luz apenas más pálida en la oscuridad, y ella se concentró en correr tras ella, sus piernas moviéndose a toda velocidad por aquel terreno desigual.

Ante ella se extendía una cerca mohosa. Él saltó por encima apoyándose en el brazo sano, y apenas se detuvo para mirar y ver que ella continuaba tras él. Cuando Clara llegó a la valla, trepó y cayó con las piernas flexionadas en las sombras del otro lado. Él habría podido estar esperándola para tenderle una emboscada, y lo que ella más quería era evitar otra paliza.

No vio ni rastro de él. Tampoco oyó alejarse sus pasos. Tenía que estar cerca.

Al otro lado de la valla se extendía el terreno trasero de un almacén de recambios de automóvil. El chasis de un coche carcomido por el óxido parecía hundido entre las muchas malas hierbas que crecían en las grietas del hormigón rajado. Contra la pared posterior del almacén había un par de gigantescos contenedores que dejaban entre sí una zona de sombras en la que podía ocultarse cualquier cosa. Clara apuntó con el arma al vacío que mediaba entre los contenedores, e intentó controlar la respiración. No podía oír nada por encima de los potentes latidos de su propio corazón.

Lo único inteligente que se podía hacer en un caso como ése era volver atrás, hasta la gasolinera, y rendirse. Darle a la policía local la mejor descripción que pudiera, y dejar que ellos persiguieran a aquel bastardo. Pero Clara sabía que las probabilidades de que lo encontraran eran muy escasas. No le había visto la cara, y ni siquiera sabía si era blanco, negro o asiático. Puede que hubiera dejado huellas dactilares por toda la tienda, pero las huellas sólo resultaban útiles para identificar a personas fichadas, e incluso en esos casos se podía tardar semanas en encontrar una coincidencia.

Si estaba en lo cierto respecto a la identidad del atacante, tendría menos de una semana para atraparlo e interrogarlo. Y había muchísimas preguntas que quería que le contestara.

Llevaba una linterna pequeña al cinturón. La sacó como pudo de la funda con la mano izquierda —con la derecha continuaba empuñando la pistola—, la encendió, pero la mantuvo al lado, apuntando hacia abajo. No quería delatar su posición a menos que fuera necesario. Avanzó con las piernas flexionadas hasta el lateral para tener un mejor ángulo de visión, y luego levantó bruscamente la linterna, de modo que el haz de luz disipara las sombras que mediaban entre los dos contenedores. Dos ojos reflejaron la luz como diminutos láseres, y ella soltó una exclamación ahogada de sorpresa. No había esperado que aquello diera resultado…

… y no lo había dado. Los ojos pertenecían a un gato silvestre que la miraba fijamente como si se preguntara por qué le había interrumpido la cena.

—Lo siento —susurró ella. Y luego volvió a dar un salto cuando la puerta del coche carcomido por el óxido que tenía detrás se abrió de golpe, y la sudadera amarilla salió corriendo de él para meterse en el callejón que había al otro lado del almacén.

Clara maldijo y se irguió de un salto para echar a correr otra vez. Giró a toda velocidad al llegar a la esquina, con la pistola sujeta ante sí y lejos del cuerpo, el cañón apuntando al suelo como le habían enseñado. Se metió la linterna en un bolsillo cuando, al dirigirse a la parte delantera del almacén, vio a su atacante de pie ante el bordillo, mirando hacia un lado y luego hacia el otro, como si tuviera intención de cruzar la calle.

Salvo por el hecho de que la calle era una autopista de cuatro carriles, y cada pocos segundos un coche pasaba a cien kilómetros por hora.

—Alto ahí —gritó Clara, con su mejor voz de poli.

El tipo de la sudadera amarilla se volvió a mirarla, con la cara aún oculta por las sombras. Luego salió corriendo directamente hacia el tráfico.

Clara se lanzó adelante, pero toda su formación social evitó que entrara en la calzada. Llegó hasta el bordillo, y se encontró con que oscilaba adelante y atrás como si se encontrara en el tejado de un edificio y mirase hacia abajo desde veinte pisos de altura. Veía a su atacante corriendo, atravesando un carril, luego el siguiente, mientras los cláxones parecían desgañitarse y los faros delanteros trazaban franjas brillantes en su campo visual.

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