Y al final del partido lloré, sí, sin vergüenza. ¿Por qué tenía que ocultar mis lágrimas si era lo que sentía? Bilardo lo mandó a Goycochea para que me cubriera, para que no me vieran llorar, ¡¿por qué?! Me dio mucha tristeza que la gente no las entendiera, que las siguiera silbando cuando mi imagen aparecía en la pantalla gigante. ¿Qué pretendían? ¿Pisarme en el suelo, patearme? Ya me habían ganado, ya estaba. Pero no me sorprendió tampoco: así me trataron siempre en Roma y en Milán. Después, no lo quise saludar a Havelange porque me sentía robado y sentía que él tenía algo que ver con eso. Y no quise festejar tampoco el segundo puesto porque, para mí, no servía para nada.
Sabía, estaba convencido, que mi vida cambiaría después de todo aquello. Debía volver a Italia, necesitaba hacerlo para buscar una revancha y para demostrar quién era, pero nunca imaginé que iba a vivir todo lo que viví a partir del Mundial '90.
Fueron meses terribles, que incluyeron mi separación de Guillermo Cóppola, encima. Volví a Buenos Aires en octubre y firmé todos los papeles. Mi nuevo representante pasaba a ser otro hombre del grupo, Juan Marcos Franchi. Entonces, además de esa noticia, di otra: "Sí, no voy a jugar más en la Selección, es una decisión tomada y pensada. Me duele en el alma, dejo la capitanía de un equipo que amo, pero me obligaron a esto. Me mintieron, me dejaron mal parado. Resulta que vino Joáo Havelange a la Argentina y lo recibieron como al mejor, como si no hubiera pasado nada. Pero, ¿se olvidaron todos ya del Mundial? ¿Se olvidaron de la gente que nos recibió en la Argentina gritándonos 'Héroes' y que habíamos sido robados? ¡Por favor! Me parece que se les escapó la tortuga... Encima, Julio Grondona le mandó una carta al presidente de la Roma, Viola, agradeciéndole el trato recibido y qué sé yo. O sea que yo, Ruggeri, Giusti, Brown, somos boludos, idiotas, ni registraron lo mal que nos trataron allá. Aparte, Grondona es vicepresidente de la FIFA, nos robaron la final y no fue capaz de mover un dedo... No, con todo el dolor del alma, porque amo ser capitán de la Selección Argentina, la dejo". Eso lo dije el jueves 11 de octubre de 1990 y me salió del corazón.
Pero, la verdad, con un dolor tremendo. Por eso empezaron unas idas y vueltas terribles para mí y, creo, para la gente. Pero peor para mí. Porque muchos decían —y dicen, todavía—:
Uy, mirá a este incoherente de mierda.
Y yo puedo ser incoherente, sí, pero pasa que digo lo que siento... Y en cuestiones como éstas, con el Seleccionado de por medio, había mucho sentimiento en juego. Por eso en aquella Navidad declaré que yo no quería perder la capitanía del Seleccionado por nada del mundo, y menos de quince días después repetí que, para mí, la Selección era sólo un recuerdo hermoso. Así estaba, iba y venía, hasta que llegó una semana decisiva, terrible para mi carrera y para mi vida.
Todo empezó el martes 12 de marzo de 1991. El Coco Basile, nuevo entrenador del Seleccionado en el lugar de Bilardo, se había portado como un señor en toda esta historia. Siempre decía, públicamente: "La camiseta número diez es de él, lo está esperando, pero yo quiero darle tiempo, es un hombre con muchas presiones". Lo llamó a mi representante, a Marcos, para tener una reunión en Ezeiza y allí, en el nuevo centro de concentración que se había armado para los Seleccionados nacionales —algo por lo que habíamos peleado durante tantos años—, se dio el encuentro. Marcos me contó lo que le dijo Basile y para mí fueron palabras mágicas, las que yo quería escuchar:
Me gustaría encontrarme con Diego, charlar con él... Pero antes que nada y sobre todas las cosas, estar junto con él como ser humano, ayudarlo en este momento que está viviendo.
Para mí, que por aquellos tiempos estaba agobiado por juicios varios, por agravios permanentes de los italianos, aquello fue como una mano en la espalda, como un abrazo. Y le prometió una respuesta a la altura de él; si es que podía, porque el Coco mide como dos metros...
El domingo 17, con el Napoli, recibimos al Barí en el San Paolo: un partido más en un campeonato en el que veníamos peleando desde más abajo. Ganamos 1 a 0, con gol de Zolita, Gianfranco Zola. El era mi reemplazante, habitualmente, y aquel domingo jugamos juntos... Ni nos imaginábamos, ni nosotros dos ni nadie, que sería una de las últimas oportunidades. Me tocó el control antidoping y... la vendetta se cumplió. La venganza estaba escrita y al fin llegó. Yo le llamo el doping de Antonio Matarrese.
Gracias a Dios, hoy estamos al borde de descubrir a los farsantes, a los que nunca patearon una pelota y siempre engañaron a la gente. Porque el laboratorio donde se hicieron los análisis está bajo sospecha, y no precisamente por mi caso. Por mi caso, los italianos no lo hubieran investigado jamás... Ese doping era la venganza, la vendetta contra mí, porque la Argentina había eliminado a Italia y ellos habían perdido muchos millones.
Después de aquel partido en Nápoles, Matarrese, que era presidente de la Federcalcio y es un dirigente nacido en Barí, no me miró con bronca, ni con amargura; me miró como miran los mafiosos... Y yo pensé, en ese mismo momento: "Qué difícil va a ser seguir viviendo acá".
Solamente los ignorantes eran capaces de denunciar que yo sacaba ventajas con lo que tomaba. Si yo me dañaba, era a nivel personal, y eso no me servía para hacer goles o tirar caños. Pero por suerte, el Barba (Dios) está ahí arriba, mirando todo, y empujó a alguien a decir la verdad, a alguien que trabajaba en aquel laboratorio, para que se sepa que detrás de todo esto hay una mano negra... Mi abogado en Italia está llevando adelante una causa y ya se sabrá la verdad.
Mientras tanto, aquel domingo 24 de marzo de 1991, sin saberlo todavía que lo era, jugué mi último partido en el Napoli: en Genova, perdimos 4 a 1 con la Sampdoria, que sería el campeón... Yo hice el único gol, de penal. El gol más triste de mi vida.
Mi regreso, al Seleccionado se postergaba, entonces. Me perdía regresar contra Brasil, pero el destino también me tendría preparada una sorpresa en cuanto a eso. El reencuentro sería de la mano del Coco Basile, una vez más, pero sólo ¡dos años y medio después! La Federcalcio me había tirado por la cabeza con quince meses de suspensión, quince meses duros e inolvidables, en los que pensé de todo. De todo, menos que volvería como volví.
Estados Unidos '94
Insisto, hoy: me cortaron las piernas.
La verdad, la única verdad del Mundial '94, es que se equivoca Daniel Cerrini pero lo asumo yo, ésa es la única verdad... Nadie me había prometido nada, como se dijo por ahí, que la FIFA me había dejado el camino libre para hacer lo que quisiera y después me engañaron con el control antidoping, ¡no, eso es una mentira enorme!
Lo único que le pedí a Grondona, después, cuando todo pasó, fue que tuvieran en cuenta de que no había intentado sacar ventajas, que me dejaran seguir, que me dejaran terminar mi último Mundial. Que hicieran lo mismo que habían hecho con el español Calderé en México, por favor se lo pedí... No hubo forma: me dieron un año y medio por la cabeza, un año y medio por tomar —sin saberlo— efedrina, lo mismo que toman los beisbolistas, los basquetbolistas, los jugadores de fútbol americano en Estados Unidos, justo ahí donde estábamos... Y lo peor es que yo ni me había enterado de que usé efedrina: yo jugué con mi alma, con mi corazón. Todo el mundo futbolístico sabía que para correr no hacía falta la efedrina, ¡todo el mundo!
Yo llegué al Mundial limpio como nunca, como nunca... Porque sabía que era la última oportunidad de decirle a mis hijas: "Soy un jugador de fútbol, y si ustedes no me vieron, me van a ver acá". Por eso, por eso y no por otra cosa, no por alguna gilada que se dijo por ahí, grité el gol contra Grecia como lo grité. ¡No necesitaba droga para tomarme revancha y para gritarle al mundo mi felicidad! Y por eso lloré, y voy a seguir llorando: porque éramos campeones mundiales y nos quitaron el sueño.
En realidad, esta historia mía en el Mundial de los Estados Unidos, que termina como termina, había empezado para mí mucho antes.
En febrero nos reencontramos, al fin, con el Coco Basile. El me había convocado un mes antes, el 13 de enero, y por supuesto, me tuve que pelear con el presidente de turno para que me dejaran viajar: en este caso era Luis Cuervas, del Sevilla, que de golpe se había puesto en no sé qué, en importante, el cabeza de termo. Yo la corté muy fácil: "Lo que este hombre quiere hacer es joder", le dije que le devolviera la cara al perro, y me subí al avión. Se venían dos partidos amistosos, pero por algo: primero, contra Brasil, para festejar el centenario de la AFA; después, contra Dinamarca, por la Copa Artemio Franchi, que enfrenta al campeón de América y al campeón de Europa. Yo había visto de afuera la del '91, que se jugó en Chile, por la sanción. Lo digo: pocas cosas son tan dolorosas como ésas, uno se siente preso; otra cosa es que te elijan o no, pero no poder ni siquiera estar en carrera, no se compara con nada.
La cosa es que yo llegué a Buenos Aires, fui por primera vez en mi vida al nuevo complejo de concentración de la AFA, en Ezeiza, y se armó un revuelo bárbaro. Se suponía que yo tenía que dar un montón de explicaciones. Fui muy concretito, para que no quedaran dudas: "Primero y principal quiero agradecerle a Basile por la convocatoria. Es la vuelta a mi casa. Aunque estuve dos años y medio sin vestir la celeste y blanca siempre me sentí jugador de la Selección. Sé que me quedan pocos años de fútbol y no desaprovecharé esta oportunidad".
La cosa es que había muchos temas... espinosos, dando vueltas por ahí. Por ejemplo, la capitanía. Ya habíamos tenido un par de cruces con el Cabezón Ruggeri, así que le pasé la pelota a él y dije que, cuando nos encontráramos, que él decidiera qué hacer... A mí, la verdad, lo que me fascinaba era volver a ponerme la diez después del maldito partido contra Alemania en Roma, dos años y medio atrás, y me ilusionaba jugar con esos monstruitos que empezaban a explotar, Caniggia y Batistuta adelante mío, Simeone atrás. Ese equipo llevaba ya 22 partidos invicto, desde que el Coco había asumido, y la gente lo quería, lo seguía. Para mí, después de tantos sufrimientos con Bilardo, era una experiencia totalmente nueva. Quena salir a ganar, a ganar todo, hasta los entrenamientos.
Lo que me gané, y eso es uno de los más grandes orgullos de mi vida como futbolista, es el reconocimiento de la AFA, que me eligió como el mejor futbolista argentino de todos los tiempos. Estaba fascinado, ¿cómo no? Pero al mismo tiempo me daba vergüenza dejar atrás a nombres como Moreno, Di Stéfano, Pedernera, Kempes, Bochini. Que sé yo, lo deseaba tanto y al mismo tiempo me daba tanta vergüenza... Después, muchos años después, en el 2000, me eligieron el deportista del siglo en la Argentina, algo enorme también... Difícil comparar una cosa con otra, mejor decir gracias, gracias por hacer felices a los míos, más que a mí, y nada más.
Al día siguiente, por fin, llegó el momento de salir a la cancha.
Aquel jueves 18 de febrero de 1993, con la cinta de capitán que Ruggeri me había devuelto, volví a pisar el césped del Monumental repleto, con la camiseta del Seleccionado. Empatamos 1 a 1, al fin, la rompieron Simeone y Mancuso, que hizo el gol, y yo terminé pegándole una patada al aire, al final, porque noté que a la gente —y a mí— nos faltaba algo... No sé, no habíamos dado todo.
Encima, al otro día, salió a la calle una de las tantas estupideces que se generaban alrededor mío. En este caso era ¡la Diegodependencia! ¿¡Qué carajo era la Diegodependencia!? Que el equipo había alterado su juego por mí, que me necesitaba demasiado, que me buscaban mucho... Pero, ¿¡qué carajo querían!? Que hubiera nacido en Río de Janeiro o en Berlín, así no tenían este... problema. ¡Por favor! Eran cosas que me sacaban de quicio.
Me volví a Sevilla para jugar contra el Logroñés y encontré un clima denso, pesado. Todo me hacía acordar a mis tiempos de viajes Nápoles-Buenos Aires para jugar allá, para jugar acá, con el club una vez, con la Selección otra. Con 32 pirulos, de más está decir que mi prioridad a esa altura era el Seleccionado. Así que salí a la cancha, perdimos con el Logroñés y me preparé para volver a la Argentina... Ahí sí que los dirigentes no querían saber nada. Nos anunciaron al Cholo y a mí que, si volvíamos a viajar, nos iban a sancionar. Y Bilardo, que era el técnico, no sabía dónde meterse. Sólo se animó a decirme: "Estás para noventa minutos, no más". El 27 de febrero, cuando terminó el partido contra Dinamarca, en Mar del Plata, después de los noventa, el alargue y los penales, yo festejaba con la Copa Artemio Franchi en la mano y nadie entendía lo que yo quería decir: "¡El Narigón se equivocó, el Narigón se equivocó!", cantaba. Habíamos ganado por penales, otra vez había escuchado al Vasco Goycochea decirme:
Quédate tranquilo, que atajo dos,
como en Italia '90, yo metí el mío y festejamos, ¡cómo festejamos!
Para mí, no era una Copa más. Por eso declaré: "Saco una cosa en limpio de todo esto: con 32 años, todavía puedo jugar tres partidos en diez días. Coco me da libertad para moverme por toda la cancha y por todo el frente de ataque. Me siento cómodo lanzando pelotazos a Caniggia y Batistuta, es divertido ver cómo corren y se cruzan. Me encanta poner pelotitas ahí, para que definan. Yo siempre creí en mí: lo que pasa es que en el fútbol hay que demostrar algo todos los días; superé un buen examen y voy a seguir, no me quedo con estos dos partidos, nada más".
¡Cómo iba a imaginar yo que, por mucho tiempo, serían esos dos partidos, nada más! Debí de habérmelo imaginado cuando volví a Sevilla y el quilombo era infernal: nos sancionaron, nos hicieron firmar un papel donde decía que le pedíamos disculpas al club y... ya todo cambió. Me lesioné, me pelié, de todo. El Coco me puso igual en la lista de buena fe para la Copa América, pero él y yo sabíamos que, si llegaba, era por un milagro... Los andaluces me volvían loco. La cosa se fue degenerando, empiojando, hasta estallar en mi pelea con Bilardo. Eso fue el domingo 13 de junio y ahí mismo se acabó mi historia con el Sevilla.
Cinco días después la Selección debutaba contra Bolivia, en Guayaquil, por la Copa América. Sin mí, por supuesto. La ganaron y, como era lógico, el mismo grupo tuvo continuidad en las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos '94. Yo había vuelto a la Argentina, seguía todos los partidos, pero más los de Uruguay. Igual, como amante de la Selección que era, opinaba. Fue entonces que dije aquello que armó tanto quilombo: "Basile se emborrachó con dos Copas América, defraudó a una persona que dio la vida por el Seleccionado y él es el que mejor lo sabe... Si me llama, no voy ni a palos". Eso lo dije, recaliente, el martes 3 de agosto, dos días después del triunfo argentino contra Perú, en Lima, justo cuando arrancaron las eliminatorias. Yo no tenía problemas con el Coco Basile, ¿eh? El creía en su bloque, en el que le había dado una punta de partidos invicto, y se la jugó por ellos... Lo que a mí me jodia, era que sentía que me habían usado con aquellos dos partidos, contra Brasil y contra Dinamarca. La vuelta de Maradona, toda esa historia, y después no volvieron a salir al balcón. Se le escapó la tortuga al Coco, en aquellos días, tuvo que reconocerlo. Por ahí parecía caprichoso lo mío, pero resulta que cuando me meten a la Selección en el medio... me pongo loco.