Muchas gracias les dije y muchas gracias les repito, hoy. Porque me hicieron sentir orgulloso, porque me obligaron a confesar en quién había pensado, cuando estaba allí, rodeado por los estudiantes de una de las universidades más prestigiosas del mundo, los mismos que me habían premiado, me habían entregado una toga y me habían nombrado
Maestro Inspirador de Quienes todavía Sueñan:
en mis hijas... y en mis viejos, que me dieron la educación que pudieron.
Seguramente impulsado por todo eso que vivía, volví a Buenos Aires hecho un avión. Boca había vuelto a ser un equipo de punta, un equipo para ganar el campeonato en serio. Yo ni me había dado cuenta del detalle, pero a un periodista se le ocurrió preguntarme algo, justo en el medio de uno de mis entrenamientos privados en un gimnasio, después de jugar contra Gimnasia en Jujuy y antes del clásico contra San Lorenzo. Claro, era el 20 de octubre de 1995.
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Diego, hace 19 años, un día como hoy, debutaste en primera. ¿Qué se te cruza por la cabeza hoy, con casi dos décadas de fútbol sobre la espalda?
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Lo mismo que en aquellos días, te juro. Las mismas ganas de jugar, de entrar a la cancha, de ganar... Igual.
Era cierto, en serio. Me iba demasiado bien, mejor de lo que yo pensaba. Casi para festejar, jugamos contra San Lorenzo, en la fecha siguiente. Empatamos, pero jugué bien, muy bien. Tuvimos varios encontronazos con el Cabezón Ruggeri y a mí me encantaron, porque me lo pude bancar y porque los dos éramos parecidos y de viejitos todavía dábamos todo. Esa tarde no sólo me aplaudió la hinchada de Boca; la de San Lorenzo, también me ovacionó.
Fue entonces que pasó lo que yo sabía que podía pasar: si me iba mal, saltarían todos los caretas a decir que era un viejo choto, que daba vergüenza, que me tendría que haber retirado; pero me fue bien... y empezaron a inventar. Primero, Fernando Miele, el presidente de San Lorenzo, empezó a llorar, a decir que el campeonato estaba armado para nosotros; le salió Grondona al cruce y lo cortó, pero el tema ya estaba en la calle. Después, algo peor: un periodista insinuó que había un control antidoping positivo en Boca; claro, Caniggia no estaba jugando y todas las miradas se clavaron en mí... Fueron puñales, la verdad. Me derrumbaron, me derrumbaron otra vez. Y volví a encerrarme.
Estaba triste, ¿la verdad?, muy triste. Parecía que cuanto más le daba a la gente, más se querían meter en mi casa... Los periodistas, digo.
"¡Apareció Maradona!",
publicaron, y yo estaba saliendo de la puerta de mi casa, después de una semana difícil, donde me habían acusado injustamente y con un tema que a mí me dolía mucho, me dolía demasiado. Juro por mis hijas, que aquello fue algo muy fuerte, de mala leche, de mal gusto. ¿Les parece exagerado? A mí no, a mí no, porque eran cosas que se repetían y, por más que tuviera la piel curtida, dolían demasiado. Era como confirmar que estaba siempre en el ojo del ciclón, y yo ya no quería vivir dando explicaciones. Quería algo de paz. ¿Era mucho pedir? Uno no es un santo, pero ¿quién lo es? Ese es y ése era el tema: todo el mundo vive hablando de ejemplos, ¡ejemplos las pelotas! En la Argentina, no hay un ejemplo viviente, así que no me rompan los huevos a mí. En aquel momento, como tantas otras veces, pensé en irme a vivir a otro país, pensé en México.
Insisto, yo no me quejaba de la gente en general, sino de algunos tipos en particular, malos tipos, malos periodistas. Me había ido maravillosamente bien hasta con los hinchas de River, con quienes he tenido una lucha de toda la vida por ser de Boca. En la calle, muchos me decían:
Soy de River, pero te llevo en el corazón.
Eso era algo que a mí me emocionaba mucho, pero todo lo demás me jodia, sobre todo, porque el balance que yo hacía en ese momento era positivo al máximo: después de un año y medio largo parado, mi intención había sido volver más o menos bien.
Pero volví demostrando que si no me sacaban del Mundial éramos campeones otra vez, de taquito.
Viví intensamente todo, cada entrenamiento, cada partido, y logré lo que quería yo: batir todos los records de recaudación. No hubo un partido donde no se haya reventado la cancha. Ese era mi objetivo y ya estaba cumplido. Después, quedaba ver si podíamos coronarlo con el campeonato, me iba a jugar la vida por eso. Pero también toda aquella historia me sirvió para confirmar que en la Argentina existe la corrupción, dentro y fuera de la cancha. Y que no íbamos a ser nosotros quienes pudiéramos voltearla.
Había —y debe haber, todavía— técnicos que les pedían plata a los jugadores para ponerlos. A mí me contó Insúa, Rubén Insúa, que no fue a un equipo, una vez, porque el técnico le pidió plata y él no le quiso dar. "¿Y por qué no lo haces público?", le pregunté.
Por el sistema,
me contestó. ¡Pero carajo, ¿de qué sistema hablamos?! A mí me pasaron algo así, por arribita, pero no se animaron: si me llegaban a ofrecer dos con cincuenta, ¿sabes cómo los mandaba al frente?
Y también estaba el tema de los arbitros, terrible. Había una presión muy fuerte de los clubes hacia ellos, se equivocaban y todo el mundo pensaba mal de ellos. Decían eso de que todo estaba arreglado para nosotros, ¡arreglado las pelotas! Si nosotros ganábamos todos los partidos 1 a 0 y colgados del travesaño. A nosotros no nos daban penales cantados y a Vélez, que era nuestro rival, jamás le cobraban un penal en contra. ¿Qué iba a decir, yo? ¿Que ahora estaba todo arreglado para ellos? Un disparate, un disparate que hacía que los arbitros no supieran jamás dónde estaban parados. Por eso me pasó a mí lo que me pasó con aquella famosa historia de la cuarta amarilla.
Resulta que se acercaba el clásico contra River y yo tenía tres amonestaciones. Con una más, quedaba afuera. Por poco no llaman a elecciones para saber si yo me tenía que hacer amonestar en un partido contra Banfield, en la cancha de Independiente, para poder llegar limpio al clásico. ¡Un disparate! ¿Y si pegaba una patada y me expulsaban directamente? Pero, bueno, así estaban la cosas... y en el entretiempo, se me aparece el referí, Hugo Cordero,y me preguntó:
Diego, ¿quiere que lo amoneste?
Yo lo quería matar: "¿¡Qué!?", le grité. "¡Amonésteme si me tiene que amonestar, y déjese de joder, que ya bastantes quilombos tengo como para que me meta en otro!" La cosa que el tipo fue y me sacó la amarilla, nomás. Me dejó en pelotas, como si yo hubiera arreglado todo.
Eso me salvó de que mi carrera se cortara ahí mismo. Porque, la verdad, estaba viviendo situaciones difíciles y feas, comparables a las que había vivido cuando me fui del Sevilla y cuando me fui de Newell's. Porque a mí me encantaba —y me encanta— jugar al fútbol, sí, pero si el fútbol hacía llorar a mis hijas, yo mandaba a la concha de su madre al fútbol. Aunque yo estuviera agradecido por todo lo que me dio, que es todo lo que tengo: para mí, era más importante que Dalmita y Gianinnita sonrieran, que hacer sonreír a treinta millones de argentinos... No hay comparación.
En aquel momento, me quedaban dos años de contrato todavía, y soñaba con llegar a jugar la Copa Libertadores en el segundo. Pero para eso teníamos que ganar un campeonato local, y yo estaba más deprimido que enojado. Eso no era bueno, porque la bronca siempre había sido la mejor motivación para mí. Racing nos goleó 6 a 4 y nos bajó de la punta y Mauricio Macri ganó las elecciones, era el nuevo presidente de Boca y se tenían que ir de la conducción Alegre y Heller.
Fue un golpe muy duro, demasiado. Me dejó groggy y ya no me recuperé, no me recuperé. No llegué para jugar el último partido, contra Estudiantes, donde teníamos una mínima posibilidad de conseguir el título y todo terminó.
Se empezó a hablar del reemplazante de Marzolini, que al final del campeonato se iba, y a la hora de tirar nombres, yo tuve mi primer choque con Macri: "Si viene Bilardo, yo me voy", le dije. Y me dispuse a dar la cara ante quienes de verdad debía darla: los hinchas. El martes 16 de diciembre, encima de noche, entré a La Bombonera más fría y silenciosa que recuerde de toda mi campaña en Boca. Yo estaba recaliente, había dicho que ése iba a ser mi último partido. Levanté la vista y los brazos, como siempre, mirando a la popular nuestra y me encontré con un montón de escalones amarillos vacíos, ¡espantoso!, y pude leer dos banderas. Una decía: GRACIAS POR EL CAMPEONATO. Y la otra.- ¡HASTA CUÁNDO! BASTA DE JUGAR CON LA HINCHADA, BASTA DE CAMARILLA. BASTA DE LLENARSE LOS BOLSILLOS SIN GANAR CAMPEONATOS. Me sentí como el orto, sentí que esta vez era yo el que le había tomado la leche al gato, que les había fallado a ellos, a los que habían llenado La Bombonera todos los domingos para ver a Maradona, a El Diego. Cuando terminó el partido, un tristísimo 2 a 2, los cinco mil pobres cristos que se lo habían bancado, se pusieron a gritar:
¡El Diego no se va / El Diego no se va!
Y resolví, ahí mismo, que iba a seguir en Boca, con Bilardo o sin Bilardo. Por la gente, otra vez. Llegué al vestuario, lo llamé a Cóppola y le dije: "Anda y arregla todo".
Yo mientras tanto, me había decidido a poner otras cosas en su lugar: en enero de 1996 le di el puntapié inicial a la campaña "Sol sin Drogas" y confesé mi adicción a la cocaína. Lo único que voy a decir es lo siguiente: lo hice por los chicos, sobre todas las cosas. Dije aquello de "fui, soy y seré drogadicto" para confirmarle a la gente, por si no lo sabía, que en nuestro país había —y hay— mucha droga. Y, contra lo que la mayoría piensa, a la vuelta de la esquina... La droga existe en todos lados y yo no quería —ni quiero— que la agarren los pibes. Tengo dos hijas, ¿no?, y me pareció que era muy bueno decir todo esto; fue una obligación de padre y una obligación conmigo mismo. Porque yo no fui, no soy ni seré un hipócrita. Y con eso me dejé al descubierto. Lástima que no sirvió para nada: es demasiado grande el negocio de la droga como para que Maradona lo detenga. Que quede claro: los poderosos no quieren que se detenga y hoy, en ese tema, no soy más que una cortina de humo, una vía de escape, una distracción. Y punto con esto.
Por aquellos tiempos, entonces, tenía la cabeza partida en dos: por una lado, la campaña, que me llevaba un montón de tiempo y de viajes; por el otro, el regreso al trabajo con Boca y mi reencuentro con Bilardo. Yo fui clarito, para empezar: con el Narigón íbamos a andar fenómeno, porque yo tiré las cartas sobre la mesa y todos entendieron las reglas del juego. Pero también tenía que haber quedado claro que yo había aceptado a Bilardo como técnico sólo por la hinchada. Una vez más, como con Marzolini, había cedido por la gente. Eso sí: le pedí a la hinchada que estuviera atenta, porque yo no era de fierro y si saltaba algo, chau... Cuando yo decía saltar algo, decía: "No me saques de la cancha si me hiciste entrar infiltrado", como lo que había pasado en el Sevilla. Pero Bilardo estaba bien, ¡más loco que nunca, pero bien!
El lío, ahora, venía por otro lado: con Mauricio Macri jamás tuve buena relación, jamás, por el hecho de que él decía que éramos obreros y lo nuestro era lo mismo, lo mismo, que vender autos. Yo lo cacé al vuelo enseguida, por eso le dije de entrada: "Conmigo te equivocaste, pibe". El jamás en su puta vida estuvo en un vestuario, a no ser que su padre le haya regalado alguno. Por eso él no era nadie para venir a decirme:
Los premios se los vamos a pagar así o asá, ustedes con Alegre y Heller se llenaron de plata y no ganaron un campeonato.
¡Y a él qué carajo le importaba! Lo que pasa es que Macri tiene menos calle que Venecia. Y el primer encontronazo fue, justamente, por los premios.
Yo ya había arreglado que me sumaba a la pretemporada después y estaba en Punta del Este. Me llamó un periodista amigo, para ver cómo andaba, y me contó que en Ezeiza, donde estaba trabajando Boca, en el viejo y querido Centro de Empleados de Comercio donde habíamos empezado con la Selección de Bilardo, había un lío bárbaro por el tema de los premios. Ya Macri había andado diciendo pelotudeces, como:
Al que le gusta bien y si no también.
O, peor:
Bajamos la persiana y listo.
No dudé ni un segundo: alquilé un avión privado en El Jagüel y salí volando. Una hora y media después estaba ahí, con los muchachos, arreglando todo. Y lo arreglamos. Nos sentamos con los dirigentes, me acuerdo que estaba Pedro Pompilio, y les dijimos lo que nosotros pensábamos. Escucharon al Mono Navarro Montoya, a Mac Allister y, sobre todas las cosas, a mí: yo era el representante del plantel, el capitán. Les pedí respeto, les pedí que se ganaran al jugador. Les aconsejé que hicieran las cosas de tal manera que pudiéramos confiar en ellos.
Pero no estaba todo tan claro. Arranqué jugando los torneos de verano, contra Racing, contra Independiente, y después teníamos que ir a Mendoza, para jugar contra River, a fines de enero del
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Yo tenía un compromiso de la campaña "Sol sin Drogas" en Cosquín y le había avisado a Bilardo que, en una de ésas, no podía llegar, que fuera preparando un posible reemplazante. El la tenía más clara que nadie, me había dicho:
Yo tengo que solucionar el equipo cuando vos no estás, le tengo que encontrar la vuelta... Y se la voy a encontrar.
A mí, en realidad, en aquel momento me jodian otras cosas, que no tenían nada que ver con el tiempo: por un lado, me había pegado un latigazo atrás, en el muslo derecho, que me tenía a maltraer; y por el otro, lo de los premios seguía en veremos y yo sentía que los dirigentes, a mí, me mentían. Sí, que me mentían, y entonces me rayé: no me bancaba que me forrearan. Los refuerzos no llegaban nunca y Mauricio Macri, que para mí era Pajarito en la intimidad y Silvio Berlusconi en los sueños, se convirtió, de repente, en el Cartonero Báez. Eso era, el Cartonero Báez, el ciruja que se hizo famoso porque salió como testigo en el juicio de Monzón, cuando lo condenaron por asesinato.
Después de aquello de Mendoza, le expliqué por qué no había estado y me puse a disposición de él, como correspondía. Estábamos los dos al aire, haciendo una nota por la radio, y el periodista me preguntó...
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¿Por qué los hinchas no se enteraron tempranito de que no ibas a jugar?
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Eso de tempranito me parece una boludez. Dije que no iba a estar en los partidos del verano y sin embargo estuve contra Independiente y Racing. Acá los nombres no tienen que importar, tiene que importar la camiseta, si no, con todo respeto, jugarían Argentinos, All Boys, Ferro. Acá juegan los grandes del fútbol argentino.
Y ahí se metió Macri, al aire: que no pequemos de humildad, que esto, que lo otro, que qué te costaba avisarle a la gente, que si estabas lesionado lo podías haber dicho...