Había un escalón previo, sí, otra Copa América que yo buscaba con ansias de revancha, esta vez en Brasil. Otra vez le había prometido con anticipación mi presencia a Bilardo: fue después de aquel 4 a 1 espectacular contra el Milán, casi medio año antes, el 27 de noviembre del '88; se lo dediqué y le aseguré que mi próximo objetivo era ése... Estar allí con lo mejor de lo mejor, con la camiseta del Seleccionado.
Como si fuera un foul del destino, una vez más no pudo ser. En el anteúltimo partido del campeonato italiano '88/'89, contra el Pisa, que ya había descendido, sentí un tirón en el muslo de la pierna derecha, cuando apenas se había jugado un cuarto de hora, y tuve que salir. Fue aquel partido en el que algunos imbéciles me silbaron... Desesperado, lo llamé al doctor Oliva: tenía por delante la final de la Copa Italia, con el Napoli, y el viaje a Brasil, para sumarme al Seleccionado. El músculo me dolía una barbaridad Y Oliva estaba convencido de que era un consecuencia de mi problema crónico en la cintura. Esos me putearon, pero el tordo me dijo que, si hubiera seguido, me mandaba la
cagada
del siglo: ahí si que chau Copa América.
En esos tiempos yo decía, en joda, que me lesionaba tanto porque estaba viejo. Pero la verdad es que tenía una seguidilla de partidos terribles: a esa altura del año, en junio, entre una cosa y otra ya cargaba con 57. Y encima, ya sabía que el pobre Bilardo tenía que volver a bailar con la más fea: recién nos iba a poder juntar a todos en Goiania, tres días antes del debut, contra Chile. Y en mi caso, había jugadores a los que ni siquiera conocía, como el Pepe, José Horacio Basualdo. Eso sí: sentía una satisfacción enorme porque el Narigón había convocado a mi hermano, el Turco, que estaba en el Rayo Vallecano y había sido elegido por los periodistas españoles como el mejor jugador de la segunda división. También, cierta tranquilidad porque Brasil vivía problemas parecidos a los nuestros: lo veía de cerca a Careca y el pobre estaba tan golpeado como yo.
Igual, no veía la hora de estar con todos los muchachos, conocer a los que para mí eran nuevos, como Balbo o Alfaro Moreno, por ejemplo, y tirarme de cabeza a la Copa. Era un sueño. Como volver a Boca y jugar y ganar una Libertadores: la Copa América era un sueño. Además, era importante porque yo estaba convencido de que ahí se iba a definir el equipo que jugaría de arranque en Italia '90. Bilardo me hablaba de Basualdo, de los pibes que pintaban. Y yo confiaba en Caniggia, que ya se había recuperado de la fractura sufrida en Verona y que yo mismo había pronosticado, lamentablemente. Era un pibe y lo maltrataban, adentro y afuera de la cancha: como yo, era un chivo expiatorio, le tiraron por la cabeza que vendía droga, cuando él lo único que vendía, y muy bien, era fútbol. Como yo decía en aquellos tiempos y podría repetir ahora: "¿Por qué es chic que los jugadores de rugby vayan y se pongan en pedo en una disco como New York City? Un futbolista toma una Coca-Cola y ya es un borracho... Entonces, vamos a parar con esto, con Claudio se ensañaron todos y a mí me puso muy loco". ¡Qué loco, justamente, lo dije hace más de diez años y podría repetirlo ahora! Tan incoherente no soy, parece.
Incoherente pudo haber sido, sí, soñar con la Copa América cuando sabía, sinceramente, que no estaba ni para asomarme a la cancha. Me agarró a contramano, tanto que llegué a sentirme ridículo estando ahí. Tenía razones, ¿eh?: aquello de armar el grupo para la Copa del Mundo, el reencuentro y el encuentro con todos los muchachos, no fallarle al Narigón, que era un verdadero hijo de puta a la hora de presionar, pero hijo de puta en el sentido en que lo digo yo, como un elogio. Me las rebuscaba, sobre todo gracias a la magia del doctor Oliva, que me había despedido de Europa casi en muletas, pero entre la cintura y los tirones, no daba más. Estaba lejos de mi nivel, y como dije en pleno torneo: "No como vidrio, no estoy... ni voy a estar". Por un lado, eso me daba cierta tranquilidad: si finalmente ganábamos la Copa, no iba a decir que era por mí, le iban a dar al equipo el elogio que se merecía. A mí me daba bronca cuando se decía que el Mundial se había ganado por mí, cuando todo el grupo había trabajado como loco, adentro y afuera de la cancha.
No la ganamos, claro, pero no fue culpa mía ni de los muchachos. Arrancamos bien, le ganamos 1 a 0 a Chile, el 2 de julio, con un gol de Caniggia. Después, fuimos una lágrima contra Ecuador, Bilardo nos quería matar y con
razón:
nos habló durante dos horas, no volaba ni una mosca... Dábamos pena.
Nos ilusionamos un poquito cuando le ganamos a Uruguay, el 8 de julio. Pero fue sólo eso, una ilusión. La realidad nos pegó bien duro: nos bailó Brasil, aunque si se metía el pelotazo que les mandé desde la mitad de la cancha y rebotó en el travesaño la historia pudo haber cambiado; nos bailó Uruguay, que se tomó su buena revancha, y chau Copa América. Para mí, lamentablemente, para siempre.
Al final, dije lo que sentía, que un tercer puesto para un campeón del mundo era poca cosa, nada. También que nos faltaron tiempo, estado físico y suerte. Fundamentalmente, suerte, porque si entraba aquel tiro que pegó en el travesaño, la historia podría haber cambiado... Insólitamente, en la intimidad, cuando todo terminó, volví a sentir algo parecido a lo de la Copa América anterior, en la Argentina. No la habíamos ganado, la imagen que había quedado era mala... pero otra vez se había armado un grupo. Otra vez estábamos los odiados, los desplazados, los elegidos de Carlos Bilardo, unidos contra todo. Así pensábamos afrontar Italia '90.
Italia '90
Éramos carne de cañón, éramos carne de cañón
porque habíamos sacado a Italia.
Podía presentirlo, por todo lo que había sucedido en el '89, pero nunca imaginé que mi vida futbolística pasaría por todo lo que pasó en Italia durante 1990.
No había sido fácil mi regreso a Nápoles, después de la Copa América de Brasil y de mis vacaciones, prolongadas por una rebeldía anunciada. No había sido fácil: yo les había pedido que me vendieran, para cambiar de vida, y no lo habían hecho. Cuando hablo de cambiar de vida, quiero decir que necesitaba un respiro: un fútbol que no me exigiera tanto, una ciudad que no me agobiara. Yo siempre hablaba de una villa, de una villa... No me refería a Fiorito, claro, sino a una casa de esas con parque, con pileta, que en Nápoles no podía conseguir y en otros clubes de otros países, sí. No era tan difícil de entender, me parece, y los que no lo entendían, bueno, que le devuelvan la cara al perro.
No me quedaba otra que ponerme en marcha y, una vez más, sacaba fuerzas desde donde no tenía y también de la bronca —que sí tenía— para empezar de nuevo. A mi manera... Primero, tomándome mi tiempo, esos últimos meses del '89. Después, sí, lanzándome con todo, como si lo hiciera desde un tobogán, con esa fuerza, pero al revés, para arriba. Con Fernando Signorini al lado y un ritmo de entrenamiento que me permitió dos cosas: primero, conseguir el segundo
scudetto
con el Napoli; segundo, llegar a Italia '90 en unas condiciones físicas que no tenía ni siquiera en México '86, con cuatro años menos. Obvio, ahora tenía cuatro años más y eso no era nada malo, sobre todo si la suma daba 29, ni viejo ni joven: experto.
Quizás por eso, porque no era uno más, me animé a llamarles la atención a todos por algo que había pasado en el sorteo del Mundial. No era que quisiera buscar roña, pero yo quería que me explicaran y que también les explicaran a todos lo que había pasado. Resulta que antes del sorteo habían dicho que, para evitar que Colombia y Uruguay cayeran en las zonas de la Argentina y de Brasil, que eran cabezas de serie, el primer europeo le tocaba a la Argentina y el primer sudamericano a Italia, ¿está claro? Bueno, la cosa es que salió Checoslovaquia y, en vez de caer con nosotros, terminó con los tanos. Y a nosotros nos enchufaron a la Unión Soviética. Pedí que me explicaran, nada más, y se armó un quilombo gigantesco... Eso lo dije antes del último amistoso del '89, que jugamos el 21 de diciembre contra Italia, en Cagliari. Empatamos 0 a 0, pero no fue lo más importante del viaje. Ni siquiera lo fueron mis declaraciones explosivas... Lo que más me sacudió —a mí y a todos los que fuimos del grupo, que se volvía a reunir después de la Copa América de Brasil— fue una visita que organizó el tordo Madero a un hospital (el Regional Microsisténico), donde había internados cuarenta pibitos enfermos de cáncer y leucemia. "Dios mío, qué chiquitos que somos ante tanto dolor", fue lo único que se me ocurrió decir.
La cosa es que en el arranque de aquel '90 inolvidable por muchas cosas, me invitaron, como tantas otras veces, a un programa de televisión. Al conductor se le ocurrió decirme: "Diego, faltan 106 días para el Mundial". Y yo le contesté: "¿106 días? Cuando falten 90, empezamos...".
La verdad es que a tres meses y tres días de la inauguración de la Copa del Mundo yo me arrastraba por culpa de mi problema en la cintura, al punto de que llegué a decir, después de un entrenamiento en Soccavo, el sábado 3 de marzo: "Sí, puedo correr, las infiltraciones en la cadera me hicieron bien; pero puedo correr como lo haría mi papá y en esas condiciones perjudicaría al equipo".
Me refería al Napoli, por supuesto. No jugué durante dos fechas y después, sí, arranqué con todo. A partir del domingo 11, cuando estuve contra el Lecce, no paré más, no paré más... Por culpa de las lesiones que no me dejaban entrenar, tenía de seis a ocho kilos por encima de mi peso ideal. Entonces empecé una dieta que me envió el doctor Herni Chenot, desde Merano. En pocos días, bajé entre cuatro y cinco kilos. Viajé a Roma para ver al profesor Antonio Dal Monte, director del Instituto de Ciencia Deportiva del CONI, que ya me había atendido antes de México '86 y que también había trabajado con el ciclista italiano Francesco Moser, que batió el record de velocidad en México. Durante un día entero me hizo todos los tests imaginables, usé todas sus máquinas, que eran espectaculares, y recién a la noche me subí a mi Mercedes Benz plateado y me volví a Nápoles, cansadísimo pero contento... A partir de ese momento, todos los lunes repetía el viaje.
En medio de esa preparación, jugué tres amistosos: contra Austria, contra Suiza y contra Israel, un clásico nuestro antes de cada Mundial: empatamos los dos primeros (1 a 1) y ganamos el segundo (2 a 1). El encuentro con los israelíes ya era nuestra cábala: había sido el último amistoso antes del Mundial que habíamos ganado y debía ser el último antes del que queríamos ganar.
De ese viaje tengo un recuerdo imborrable, más allá del fútbol y de las broncas: visité el Muro de los Lamentos, me arrodillé como uno más ante esa pared, pero terriblemente impresionado por los soldados armados que había alrededor... Terriblemente impresionado: no podía entender que en un lugar como ese se respirara tanto odio. Y, sí, también ahí me pidieron autógrafos: los firmé todos, con una kipá en la cabeza, que no me quedaba nada mal.
Si algo malo sentía, era una sensación interna: yo todavía no me sentía a punto, aunque seguía dándole duro al plan de Dal Monte y de Chenot. Pero lo peor era que no sentía bien al equipo, que nos faltaba algo... Para mí, nos faltaba un definidor y estaba convencido de que era Ramón Díaz. Pero no estaba en mis manos decidirlo. ¡Si Bilardo ni siquiera lo quería poner a Caniggia, que era mi pollo! Aunque en ese caso, sí, le di un ultimátum al Narigón: si lo sacaba a Caniggia, yo no jugaba en Italia '90.
Y otra cosa, todavía más grave, había pasado: Bilardo, al fin, lo había dejado afuera a Valdano. Entonces me descargué con todo: "Estoy triste porque lo de Jorge me llega en un momento muy especial, en el que estaba saliendo de un montón de cosas y procuraba alcanzar una serie de objetivos que me había propuesto y que solamente conocían Valdano, mi señora y muy poca gente más.
"Esto que hace Bilardo lo acepto, pero no lo comparto... Tuvo muchas oportunidades para decirle que se fuera de la Selección, pero de una mejor manera. Pudo hacerlo cuando se lesionó del tendón en Suiza, por ejemplo. Hasta le podía haber dicho que lo sacaba por viejo y que nosotros nos habíamos equivocado al pedirle que volviera al fútbol.
"No quiero contradecir a nadie, pero yo conocía a la perfección el estado físico de Jorge. Eso no lo pueden discutir ni Bilardo, ni Madero, ni el profesor Echevarría. Yo lo llevé a la clínica del doctor Dal Monte en Roma, donde pasó todos los controles del mundo ¿Que podía correr algún riesgo? ¿Y quién no? Nosotros arriesgamos siempre. Si me dicen que Valdano estaba un poco más predispuesto que otros por su larga inactividad, puede ser. Pero de haber estado mal no se hubiera recuperado desde Suiza hasta el día que lo dejaron afuera, en la forma que lo hizo. En la práctica del día anterior corrió más que todo el mundo; más que Sensini y Basualdo, lo que ya es mucho decir.
"Para mí no es un problema físico el motivo de la desafectación, sino que Carlos encontró otras variantes tácticas y eligió el peor momento para excluirlo. Con esta decisión no sólo mató a un jugador de fútbol, sino a una persona que le hacía muy bien al grupo. Y además, mató a otra persona que soy yo, por mi amistad con Valdano y porque junto con él, el Tata Brown y Giusti éramos los que manteníamos al grupo. Ahora, si me quedo solo, no sé qué podré hacer.
"Las pasé muy mal cuando me enteré de la decisión. Hasta estuve a punto de pedirle permiso para volverme a Nápoles... Por eso decidí hacer venir a mi señora con las nenas y mi suegra, para que me acompañen.
"Esto sirve para que los argentinos que dicen que yo traigo a mis amigos a la Selección se den cuenta de que mienten. Valdano es mi amigo... Yo fui y le dije que volviera, Carlos fue y lo sacó de la casa y hoy lo excluye.
"No hablé con Carlos ¿Para qué? Hubiera sido discutir sin sentido ¿Qué podía pasar? Si lo hacía volver iban a decir que yo lo había impuesto y la verdad es que yo jamás impuse nada. Además hubiera significado minimizar el valor de Valdano. Y eso sería imperdonable... Esto me hizo tan mal que no sé si voy a volver a ser el de siempre".
Eso lo dije de un tirón cuando volvíamos desde Tel Aviv a Roma, a instalarnos de una vez por todas en el centro de entrenamiento de la Roma, en Trigoria. Esa sería nuestra casa en el mes siguiente y, como en México, yo pretendía que lo fuera hasta el final, hasta la final. En mi habitación, que tenía un balcón lleno de flores que daba a las canchas de entrenamiento, yo tenía música siempre al mango: eran tiempos de la lambada, y mi amigo Antonio Careca me había regalado un cassette espectacular.