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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (36 page)

BOOK: Yo mato
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—Y si mientras tanto quieres llamar a papaíto, eres libre de hacerlo.

Se dio la vuelta, abrió la puerta y dejó al muchacho sollozando. En el rellano, mientras esperaba el ascensor, lamentó no haber tenido tiempo para pedirle explicaciones sobre un detalle. Había esperado a quedarse a solas con él para preguntárselo, pero después habían llegado las llamadas de Nicolás.

Lo haría después, con calma. Quería que le aclarara quién era el individuo que estaba hablando con él y Malva Reinhart cuando los habían encontrado frente a Jimmy'z, el que se había alejado al verlos llegar. Frank quería saber de qué hablaba Roby Stricker con el capitán Ryan Mosse, del ejército de Estados Unidos.

33

El viaje hasta la casa de Gregor Yatzimin fue breve y largo al mismo tiempo.

Frank iba en el asiento del acompañante, con la mirada fija delante y escuchaba lo que le contaba Nicolás Hulot. Su rostro era una máscara de rabia silenciosa.

—Supongo que ya sabes quién es Gregor Yatzimin...

El silencio de Frank fue una afirmación.

—Vive... Vivía aquí, en Montecarlo, y dirigía la Compañía de Ballet. En los últimos tiempos había tenido problemas con la vista.

Frank le interrumpió de pronto, como si no le hubiera oído.

—En el mismo momento en que oí su nombre me di cuenta de hasta qué punto hemos sido estúpidos. Debimos imaginar que ese hijo puta complicaría sus mensajes. El primer indicio,
Un
hombre y una mujer,
resultó relativamente fácil, porque era el primero. El muy desgraciado tenía que darnos una clave de lectura. «
Samba para ti»
era bastante más complejo. Así que era obvio que el tercero sería todavía más difícil. Además, él mismo nos lo anunció.

A Hulot le costaba seguirlo.

—¿En qué sentido lo anunció?

—El
loop,
Nicolás. El
loop
que gira, gira, gira. El perro que se muerde la cola. Lo ha hecho adrede.

—¿Adrede para qué?

—Nos dio un indicio que podía ser mal entendido, pues tenía una doble interpretación. Nos ha hecho perseguir nuestra propia sombra. Sabía que llegaríamos a Roby Stricker, por el nombre ingles del locutor, por las discotecas No Nukes... Y, mientras destinamos todas las fuerzas policiales a proteger a ese energúmeno, lo dejamos completamente libre de matar a su verdadera víctima...

Hulot terminó por él.

—Gregor Yatzimin, el bailarín ruso que se estaba quedando ciego por la radiación a la que se expuso en Chernobil, después del accidente de la central nuclear en 1986. «Dance» no hacía referencia a la música de discoteca, sino a la danza. Y «Nuclear Sun», al núcleo radiactivo de Chernobil.

—Exacto. ¡Qué imbéciles hemos sido! Tendríamos que habernos dado cuenta de que no podía ser tan simple. Y ahora cargamos con otro muerto en la conciencia.

Frank pegó un puñetazo contra el salpicadero.

—¡Maldito cabrón hijo de puta!

Hulot comprendía muy bien su estado de ánimo, pues era también el suyo. También él habría querido gritar y golpear con los puños contra la pared. O sobre el rostro de ese asesino, hasta convertirlo en la misma máscara de sangre de sus víctimas. Tanto Frank como Hulot eran dos policías con gran experiencia, en absoluto estúpidos. Sin embargo, tenían la sensación de que su adversario los dominaba y los movía a su antojo como peones sobre un tablero.

Pero los policías responsables, al igual que los médicos, no piensan nunca en las vidas que han logrado salvar. Solo tienen en la mente las que han perdido. No prestan atención a los elogios o a las acusaciones de la prensa, los superiores o la sociedad. Es un discurso personal, un discurso que todos, cuando se miran al espejo cada mañana, reanudan en el mismo punto en que lo interrumpieron la noche anterior.

El coche se detuvo ante un elegante edificio de la avenida Princesse Grace, poco después del Jardin Japoneis. La escena era la aconstumbrada, la que habían visto demasiadas veces en esos últimos tiempos y que no habrían querido ver también esa noche. El furgón de la brigada científica y del médico forense ya estaban aparcados delante de la casa. El portón estaba vigilado por un par de agentes de uniforme. Ya habían llegado unos periodistas. En breve llegarían todos los demás. Hulot y Frank bajaron del coche y se dirigieron hacia Morelli, que los esperaba ante la entrada. Su cara era la pieza que faltaba en aquella imagen de frustración general.

—Cuéntanos, Morelli —dijo Hulot mientras entraban junto en el edificio.

Morelli señaló con la mano las puertas del ascensor.

—Como las otras veces. La cabeza desollada, la inscripción «Yo mato...» trazada con sangre. La misma técnica que con los otros, más o menos.

—¿Qué quieres decir con «más o menos»?

—Que esta vez la víctima no ha sido acuchillada. El asesino la ha matado con un disparo de pistola antes de...

—¿Un disparo de pistola? —Lo interrumpió Frank, incrédulo—. Un disparo en plena noche hace mucho ruido. Alguien habrá oído algo.

—Nada. Nadie ha oído nada.

Llegó el ascensor, silencioso como solo pueden serlo los ascensores de lujo. Las puertas se abrieron sin ningún ruido. Subieron.

—Ultimo piso —indicó Morelli a Hulot, que mantenía el dedo suspendido delante del tablero de botones.

—¿Quién ha descubierto el cuerpo?

—El secretario de Yatzimin. Secretario y confidente. Y también su amante, me parece. Había salido con un grupo de amigos de la víctima, unos bailarines de Londres. Yatzimin no quiso salir. Quería quedarse solo.

Llegaron al piso y las puertas del ascensor se deslizaron sobre las guías bien engrasadas. La puerta del piso estaba abierta de par en par, y todas las luces estaban encendidas. Dentro, la habitual actividad de la escena de un crimen. Los de la brigada científica se ocupaban de lo suyo mientras los hombres de Hulot lo inspeccionaban todo meticulosamente.

—Por aquí.

Morelli los guió por el piso decorado con lujo y cierto
glamour
. Llegaron a la puerta de una alcoba, justo cuando salía el medico forense. Hulot vio con alivio que no era Lassalle, sino Coudin. Su presencia significaba que las altas esferas estaban lo bastante preocupadas como para haber llamado al número uno. Sin duda habría un sinfín de llamadas entre bastidores.

—Buenos días, comisario Hulot.

Nicolás se acordó de la hora que era.

—Es verdad, tiene usted razón, doctor. Buen día. Pero tengo la sospecha de que no lo será, al menos para mí. ¿Qué puede decirme?

—Nada sensacional. En lo concerniente a una primera observación, se entiende. En cuanto a la tipología del homicidio, ya es otro cantar. Si quiere echar un vistazo, mientras tanto...

Siguieron a Frank, que ya había entrado en la habitación. Una vez más, el espectáculo que había ante sus ojos los dejó de piedra. Ya lo habían visto, con otros detalles y en otras circunstancias, pero costaba habituarse a algo como aquello.

Gregor Yatzimin estaba tendido en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho, en la posición habitual en que se coloca a los muertos. De no haber sido por la cabeza horrendamente mutilada, habría parecido un cadáver preparado por un empresario de pompas fúnebres a la espera de ser enterrado. En la pared, sarcástico como siempre, el mensaje escrito con furor y sangre.

«Yo mato...»

Todos guardaron silencio ante la muerte. Ante esa muerte. Un nuevo homicidio sin motivo, sin explicación, salvo en el cerebro enfermo del que lo había cometido. La cólera se convertía en una hoja incandescente, no menos afilada que la del asesino, que hurgaba en llagas dolorosas.

La voz del inspector Morelli los sacó del trance en que habían caído, subyugados por el hechizo hipnótico del mal en estado puro.

—Hay algo distinto...

—¿Qué?

—No es más que una sensación, pero aquí no se percibe el delirio de los otros homicidios. No hay sangre por todas partes, no hay furia. Incluso la posición del cadáver... Casi parece que sintiera… respeto por la víctima.

—¿Quieres decir que este loco es capaz de sentir piedad?

—No lo sé. Tal vez he dicho una estupidez, pero es lo que he pensado al entrar aquí.

Frank apoyó una mano en el hombro de Morelli.

—Tienes razón. La escena es distinta de las de los otros crírnenes. No creo que hayas dicho una estupidez. Y aunque así fuera solo sería una más entre las muchas que hemos dicho y hecho esta noche.

Echaron una última ojeada al cuerpo de Gregor Yatzimin, el etéreo bailarín, el
cygnus olor,
como le había apodado la crítica de todo el mundo. Incluso en aquella posición y horrendamente desfigurado transmitía una sensación de gracia, como si ni siquiera la muerte pudiera alterar su talento.

Los tres siguieron a Coudin fuera de la habitación.

—¿Y bien? —preguntó Hulot, sin muchas esperanzas.

El médico forense se encogió de hombros.

—Nada revelador, aparte de la cara desollada, tal vez con un instrumento muy afilado, como un bisturí. El examen de las heridas se efectuará en un lugar más apropiado, aunque puedo decir, a primera vista, que el trabajo se ha hecho con gran pericia.

—Sí. Nuestro amigo ya tiene cierta práctica.

—La causa de la muerte ha sido un disparo de arma de fuego, a corta distancia. De momento solo puedo conjeturar que era un arma de gran calibre, como una 9 mm. La bala ha ido directamente al corazón, y la muerte ha sido casi instantánea. Por la temperatura del cuerpo, diría que ha sucedido hace unas dos horas.

—Justo cuando nosotros estábamos perdiendo el tiempo con ese cabrón de Stricker —gruñó Frank a media voz.

Hulot lo miró para confirmar que había expresado el pensamiento de todos.

—Yo ya he terminado —dijo Coudin—. En lo que a mí concierne, podéis llevaros el cuerpo. Os haré llegar cuanto antes el informe de la autopsia.

Hulot no lo dudaba. Con toda probabilidad las autoridades también habían presionado a Coudin. Y eso no era nada comparado con lo que le esperaba a él.

—Gracias, doctor. Buenos días.

El médico miró al comisario en busca de un rastro de ironía pero solo vio la mirada opaca de un hombre derrotado.

. —También a usted, comisario. Buena suerte.

Los dos sabían cuánto la necesitarían.

Mientras Coudin se marchaba, llegaron los encargados de llevarse el cuerpo. Hulot les hizo una seña con la cabeza y los hombres entraron en la alcoba y desplegaron una bolsa para transportar el cadáver.

—Vayamos a hablar con ese secretario, Morelli.

—Mientras tanto, yo echaré un vistazo por el piso —dijo Frank, absorto.

Hulot siguió a Morelli hasta el final del pasillo, a la derecha de la alcoba. El piso estaba dividido en una zona nocturna y otra diurna. Hulot y Morelli cruzaron unas habitaciones cuyas paredes se hallaban cubiertas con carteles y fotos del desdichado dueño de la casa. El secretario de Gregor Yatzimin estaba sentado en la cocina, en compañía de un agente.

Por los ojos enrojecidos se notaba que había llorado. Era poco más que un muchacho, de cuerpo frágil, con una piel muy clara y el cabello de color arena. En la mesa que tenía delante había una caja de pañuelos de papel y un vaso con un líquido ambarino, tal vez coñac. Cuando los vio entrar se puso de pie.

—Soy el comisario Nicolás Hulot. No se levante, señor...

—Boris Devchenko. Soy el secretario de Gregor. Yo...

Hablaba francés con un fuerte acento eslavo. Mientras volvía a sentarse sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas. Bajó la cabeza y cogió a ciegas un pañuelito.

—Discúlpeme, pero lo que ha sucedido es tan espantoso...

Hulot cogió una silla y se colocó frente a él.

—No tiene por qué disculparse, señor Devchenko. Trate de calmarse. Necesito hacerle unas preguntas.

Devchenko levantó de repente el rostro bañado en lágrimas.

—No he sido yo, señor comisario. Yo estaba fuera, con unos amigos; me han visto todos. Yo quería a Gregor, nunca habría sido capaz de hacer algo... algo como esto.

Hulot sintió una ternura infinita por aquel muchacho. Tenía razón Morelli; sin duda eran amantes. Pero ello no cambiaba en su consideración. El amor es el amor, en cualquier modo que se manifieste. Él mismo había conocido a muchas parejas de homosexuales que vivían historias de amor de una delicadeza de sentimientos difícil de encontrar en otras relaciones más convencionales.

Le sonrió.

—Tranquilícese, Boris. Nadie le está acusando de nada. Solo quería unas aclaraciones que me ayuden a entender qué ha sucedido aquí esta noche.

Boris Devchenko pareció calmarse un poco al ver que nadie lo acusaba.

—Ayer por la tarde llegaron unos amigos de Londres. Debía venir también Roger Darling, el coreógrafo, pero en el último momento lo retuvieron en Inglaterra. Al principio estaba previsto que Gregor bailara interpretando el papel de Billy Elliot, pero después se agravaron muchos sus problemas de vista...

Hulot recordó que había visto esa película en el cine, con Céline.

—Fui a buscarlos al aeropuerto de Niza. Luego vinimos aquí y cenamos en casa. Cociné yo. Después propusimos a Gregor que nos acompañara, pero él no quería. Estaba muy cambiado desde que sus ojos habían empeorado.

Miró al comisario, que con un movimiento de cabeza le confirmó que conocía la historia del bailarín. La exposición a las radiaciones de Chernobil le había causado una degeneración irreversible del nervio óptico que le había llevado a una ceguera total. Su carrera terminó cuando resultó evidente que nunca más lograría moverse sin ayuda sobre un escenario.

—Nosotros salimos y él se quedó solo. Quizá, si también yo me hubiera quedado, todavía estaría vivo.

—No se culpe. No hay nada que hubiera podido hacer en un caso como este.

Hulot no creyó oportuno mencionar que, de haber permanecido en el piso, muy probablemente ahora habría dos cadáveres en vez de uno.

—¿No ha notado usted nada extraño estos días? ¿Alguna persona que han encontrado por casualidad más de una vez, una llama da extraña, algún detalle insólito, algo...?

El propio Devchenko estaba demasiado desesperado para admitir la nota de desesperación en la voz de Hulot.

—No, nada. Pero tenga usted en cuenta que yo me ocupaba de Gregor todo el tiempo. Cuidar a un hombre casi ciego requiere total dedicación.

—¿Tienen personal de servicio?

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