Read Yo mato Online

Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (16 page)

BOOK: Yo mato
2.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La madre lo contemplaba con una devoción que aquel éxito había reavivado. Un instante, apenas un instante en que el mundo parecía haberse acordado de su hijo y le había dado un reconocimiento que hasta entonces le había negado.

Se echó a llorar. El comisario apoyó una mano en su hombro.

—Gracias, señora. Su hijo ha estado grandioso. Ahora los llevarán a su casa en uno de nuestros coches. ¿Mañana trabaja usted?

La mujer alzó la cara cubierta de lágrimas, sonreía, cohibida por aquel instante de debilidad.

—Sí, trabajo de sirvienta para una familia de italianos que viven aquí, en Montecarlo.

El comisario le sonrió a su vez.

—Déle el nombre de esa familia al señor de la chaqueta marrón, el inspector Morelli. Trataremos de conseguirle unos días de vacaciones pagadas para compensarla por la molestia de esta noche. Así podrá estar un poco con su hijo, si quiere...

El comisario se volvió hacia Pierrot.

—En cuanto a ti, chaval, ¿te gustaría pasar un día en un coche de la policía, hablar por radio con la central y ser un policía honorario?

Quizá Pierrot no supiera qué era un policía honorario, pero ante la idea de pasear en un coche patrulla sus ojos se iluminaron-

—¿Me daréis también las esposas? ¿Y podré hacer sonar la sirena?

—Claro, cuanto quieras. Y tendrás un bonito par de esposas brillantes solo para ti, siempre que nos prometas que antes de arrestar a alguien nos pedirás permiso.

Hulot hizo una señal a un agente para que se encargara de llevar a su casa a Pierrot y a su madre. Mientras salían, oyó que el muchacho decía a la mujer:

—Ahora que soy «policía en horario», arrestaré a la hija de la señora Narbonne, que siempre se burla de mí; la pondré en prisión y...

Nunca supieron el destino que esperaba a la pobre hija de la señora Narbonne, porque dejaron de oír la voz de Pierrot cuando los tres llegaron al final del pasillo.

Frank, apoyado en la mesa, miraba pensativo la cubierta del disco que el muchacho había sacado del archivo.

—Carlos Santana. Lotus. Grabación en directo hecha en Japón en 1975...

Morelli cogió la tapa en sus manos y la observó atentamente, girándola en los dos sentidos.

—¿Por qué este hombre nos ha hecho oír una canción extraída de un disco grabado en Japón hace casi treinta años? ¿Qué nos quiere decir?

Por la ventana, Hulot miraba el coche que se alejaba con Pierrot y su madre. Se dio la vuelta y consultó la hora. Las cuatro y media.

—No lo sé, pero debemos tratar de comprenderlo lo antes posible.

Hizo una pausa que expresaba el pensamiento de todos. Si no es ya demasiado tarde...

16

Alien Yoshida firmó el cheque y se lo entregó al encargado del
catering
.

Para la fiesta en su casa había hecho viajar expresamente de París parte del personal de su restaurante preferido, Le Pré Catelan, en el Bois de Boulogne. Le había costado un ojo de la cara, pero había valido la pena. Todavía conservaba en la boca el sabor refinado de la sopa de ranas y pistachos que formaba parte del menú extraordinario de aquella noche.

—Gracias, Pierre. Todo ha estado soberbio, como de costumbre. Como verá, he añadido al importe del cheque una propina para ustedes.

—Gracias a usted, señor Yoshida. Generoso como siempre. No se moleste en acompañarme; conozco el camino. Buenas noches.

—Buenas noches, amigo mío.

Pierre hizo una ligera inclinación, que Yoshida devolvió. El hombre se fue caminando en silencio y desapareció por la puerta de madera oscura. El dueño de la casa esperó hasta oír el ruido del coche que se ponía en marcha; cogió de la mesa un mando a distancia y lo apuntó hacia un panel de madera que cubría la pared de su izquierda. El panel se abrió silenciosamente y aparecieron una serie de pantallas conectadas a otras tantas cámaras de circuito cerrado emplazadas en distintos puntos de la casa. Vio el coche de Pierre salir por el portón de entrada y a los hombres de seguridad cerrarlo a sus espaldas.

Estaba solo.

Atravesó el gran salón en el que se veían por todas partes los restos de la fiesta. Como de costumbre, el personal encargado del catering había retirado todo lo que les pertenecía y se había marchado con discreción. Al día siguiente llegaría la servidumbre para terminar el trabajo. A Alien Yoshida no le gustaba tener gente en su casa. Las personas a su servicio llegaban por la mañana y se iban por la noche. En caso de necesidad, solicitaba a alguna de ellas que se quedara, o bien recurría a una empresa externa. Prefería ser el único dueño de sus noches, sin temor a que orejas y ojos indiscretos llegaran por casualidad a saber algo que quería guardar exclusivamente para él.

Salió al jardín por las enormes cristaleras abiertas a la noche. Fuera, un inteligente juego de luces creaba efectos de sombra entre plantas de tallo alto, matas y macizos de flores, mérito de un diseñador de jardines que él había hecho venir de Finlandia. Se desató la pajarita del elegante esmoquin de Armani y se desabotonó la camisa blanca. Se quitó los zapatos de charol sin desatarlos. Se inclinó y se quitó también los calcetines de seda, que dejó detrás de sí. Le encantaba sentir los pies descalzos sobre la hierba húmeda. Se dirigió hacia la piscina iluminada, que de día daba la sensación de terminar directamente en el mar y que en aquel momento parecía una enorme aguamarina engastada en la oscuridad de la noche.

Se recostó en una tumbona de teca al borde de la piscina, extendió las piernas y miró a su alrededor. Se veían pocas luces en el mar, bajo la luna menguante. Ante él, más allá del promontorio a contraluz, se adivinaba el resplandor de Montecarlo, de donde habían llegado la mayor parte de los invitados a la velada.

A su izquierda, estaba la casa.

Se volvió para mirarla. Amaba esa casa y se consideraba un privilegiado por tenerla. Admiró las líneas de estilo retro, la elegancia de la construcción unida a un rigor funcional fruto del genio de un arquitecto que la había proyectado para la «divina» de la época, Greta Garbo. Cuando la había adquirido, después de haber permanecido cerrada durante años, la había hecho reformar por otro arquitecto genial: Frank Gehry, el responsable del proyecto del Museo Guggenheim de Bilbao.

Le había dado carta blanca; la única exigencia fue que mantuviera intacto el espíritu de la casa. El resultado había sido espectacular: un gran refinamiento sumado a la tecnología más avanzada. Aquella residencia dejaba a todo el mundo con la boca abierta, tal como le había pasado a él la primera vez que entró. Había pagado sin chistar una cifra con una cantidad de ceros que parecía infinita.

Se apoyó en el respaldo de la tumbona y movió la cabeza para desentumecer las articulaciones de la nuca. Introdujo una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cajita de oro. Abrió la tapa y vertió en el dorso de la mano una pizca de polvo blanco. Acercó la mano a la nariz, aspiró la cocaína directamente y se pasó dos dedos por la nariz para quitar los restos de polvo.

Todo lo que le rodeaba era una demostración de éxito y poderío. Sin embargo, Alien Yoshida no se hacía ilusiones. Recordaba todavía muy bien a su padre, que se rompía la espalda descargando de los vagones refrigerados las cajas de pescado fresco que llegaban de la costa, para después cargarlas en su camioneta y abastecer a los restaurantes japoneses de la ciudad. Recordaba cuando volvía a casa después del trabajo, precedido por un olor a pescado que, aunque se lavara, no lograba quitarse de las manos. Recordaba la deteriorada casa familiar, en aquel barrio igualmente deteriorado de Nueva York, en la que siempre había que arreglar el techo y la instalación sanitaria. Todavía conservaba en los oídos el borboteo de los viejos tubos cada vez que se abría un grifo, todavía veía el agua herrumbrosa que salía por ellos. Había que esperar un par de minutos antes de que se volviera transparente y pudiera lavarse.

Él había crecido allí; era hijo de un japonés y una estadounidense, a caballo entre las dos culturas,
gaijin
para la mentalidad estrecha de la comunidad japonesa y medio amarillo para los estadounidenses blancos. Para todos los demás, negros, puertorriqueños, italianos, era un chaval mestizo como tantos otros que andaban por las calles de la ciudad.

Sintió la sacudida de lucidez de la cocaína, que empezaba a hacerle efecto. Se pasó una mano por el pelo tupido y sedoso.

Hacía tiempo que no se hacía ilusiones. Nunca se las había hecho. Toda aquella gente que había estado allí esa noche ni siquiera le habría mirado si él no se hubiera convertido en lo que era ahora si no tuviera los miles de millones de dólares que poseía. Probablemente a ninguno de ellos le importaba saber si era en realidad un genio o no. Lo que les interesaba era que su genio le había hecho ganar una fortuna que le colocaba entre los diez hombres más ricos del mundo.

El resto contaba poco y no le importaba a nadie. Una vez alcanzado el resultado, no servía en absoluto saber cómo se había alcanzado. Para todos ellos, él era el brillante creador de
Sacrifiles
, el sistema operativo que disputaba a Microsoft el mercado mundial de la informática. Yoshida tenía dieciocho años cuando lo había lanzado y había creado Zen Electronics con la financiación de un banco que había creído en el proyecto, después de que él mostrara a un grupo de pasmados inversores la simplicidad operativa de su sistema.

Billy La Ruelle debería estar con él, compartiendo el éxito. Billy La Ruelle, su amigo del alma, estudiante, como él, de la escuela de informática, que un día había llegado a su casa con la idea genial de un sistema operativo revolucionario adaptable a MS-DOS. Ambos trabajaron en el secreto más absoluto durante meses, incluidas las noches, en sus dos ordenadores conectados en red. Desgraciadamente, Billy se cayó del tejado un día que subieron a arreglar la antena del televisor, antes del partido decisivo de desempate entre los 45 y los Lakers. Resbaló por las tejas inclinadas como un patín en el hielo y quedó colgando del canalón. Yoshida se quedó mirándole, inmóvil, sin hacer nada, mientras Billy le rogaba que le ayudara. Su cuerpo estaba suspendido en el vacío y se oía el crujido siniestro de la chapa que poco a poco cedía con el peso. Yoshida veía los nudillos de las manos blancos por el esfuerzo de agarrarse al borde cortante del canalón y, con ello, a la vida.

Billy se precipitó con un grito, mirándole desesperadamente, con los ojos muy abiertos. Se estrelló con un ruido sordo contra el asfalto del garaje y quedó inmóvil, el cuello doblado en un ángulo antinatural. El pedazo de canalón desprendido voló sarcásticamente y quedó encajado en la canasta de baloncesto fijada al muro del patio donde él y Billy se enfrentaban en las pausas del trabajo.

Mientras la madre de Billy salía de la casa corriendo y gritando, Yoshida fue a la habitación de su amigo, cogió en unos disquetes todo lo que contenía el ordenador y borró el disco duro de manera que no quedara ningún rastro.

Se guardó los disquetes en el bolsillo posterior de los vaqueros y corrió al patio, junto al cuerpo sin vida de Billy.

La madre estaba sentada en el suelo, con la cabeza del hijo sobre las piernas, y le hablaba acariciándole el pelo. Alien Yoshida derramó lágrimas de cocodrilo. Se inclinó y notó la consistencia dura de los disquetes que abultaban el bolsillo. Un vecino llamó a una ambulancia, que llegó enseguida, precedida por un sonido de sirena extrañamente similar al lamento de la madre de Billy. Los hombres bajaron y se llevaron sin prisa el cuerpo de su amigo cubierto por una sábana blanca.

Una vieja historia. Una historia para olvidar. Ahora sus padres vivían en Florida y su padre había logrado al fin quitarse el hedor a pescado de las manos. De todas formas, gracias a los dólares del hijo, ahora todos estaban dispuestos a definirlo como perfume. Yoshida había pagado el tratamiento de desintoxicación alcohólica de la madre de Billy y les había procurado, a ella y a su marido, una casa en un barrio residencial, donde vivían sin problemas gracias al dinero que les hacía llegar cada mes. La madre de su amigo, en una ocasión en que se habían encontrado, le había besado las manos. Aunque él se las lavó, durante mucho tiempo sintió que aquel beso le quemaba la piel.

Se levantó de la tumbona y volvió a la casa. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, sosteniéndola con un dedo. Sintió la humedad de la noche que impregnaba el tejido ligero de la camisa y lo adhería a la piel.

Cortó una gardenia blanca y se la llevó a la nariz. Pese a tenerla anestesiada por la cocaína, consiguió percibir la delicada fragancia.

En el salón, sacó del bolsillo de la chaqueta el mando a distancia. Pulsó un botón y las cristaleras blindadas se cerraron sin ruido, deslizándose sobre rieles perfectamente engrasados. También apagó las luces; solo dejó la claridad suave de algunos apliques.

Ahora estaba solo, al fin. Había llegado el momento de dedicar un poco de tiempo a sí mismo y a su placer. A su placer secreto.

Las modelos, los banqueros, las estrellas de rock, los actores que se apiñaban en sus fiestas no eran más que salpicaduras de color en un muro blanco, rostros y palabras que se olvidaban con el mismo desparpajo con que buscaban hacerse notar. Alien Yoshida era un hombre guapo. Había heredado de su madre estadounidense las proporciones y el físico alto y esbelto de los yanquis, y del padre, el cuerpo delgado y fibroso de los orientales. Su rostro era una mezcla de las dos razas, con una armonía refinada de rasgos, con el encanto arrogante del mestizaje. Su dinero y su aspecto atraían a la gente. Su soledad despertaba curiosidad.

Las mujeres, en especial, exhibían senos, miradas y cuerpos cargados de promesas, muy simples de verificar, en esa búsqueda obsesiva de contratos que era la vida. Rostros tan abiertos y tan fáciles de leer que aun antes de comenzar ya se leía la palabra «fin».

Para Alien Yoshida el sexo era el placer de los estúpidos.

Del salón pasó a un corto pasillo que llevaba a la cocina y al comedor. Se detuvo ante una superficie de caoba. Pulsó un botón a su derecha y la pared se deslizó.

Frente a él, apareció una escalera.

La bajó con cierta impaciencia. Tenía una cinta nueva para ver, un vídeo inédito que le habían entregado el día anterior. Todavía no había tenido tiempo para hacerlo como le gustaba, cómodamente sentado en su salita de proyección con pantalla líquida, saboreando cada instante del rodaje mientras tomaba una copa de champán helado.

BOOK: Yo mato
2.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Ying on Triad by Kent Conwell
The Secret of Skull Mountain by Franklin W. Dixon
Weekends in Carolina by Jennifer Lohmann
Muslim Mafia by Sperry, Paul
Moondrops (Love Letters) by Leone, Sarita
The Journeyman Tailor by Gerald Seymour
Honour of the Line by Brian Darley
Marry in Haste... by Karen Rose Smith