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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (15 page)

BOOK: Yo mato
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Jacques se sonrojó un poco y levantó la mano derecha para disculparse.

—Quería decir que la canción es muy famosa. Se trata de
«samba pa ti»,
de Carlos Santana. Tiene que ser una actuación en directo, puesto que hay público. Y debe de ser un público muy numeroso, como el de un estadio, por la intensidad de la respuesta, aunque a veces las grabaciones en directo se completan posteriormente en el estudio y se añaden aplausos previamente grabados.

Laurent encendió un cigarrillo. El humo voló hacia la ventana y desapareció en la noche. Permaneció suspendido en el aire el ligero olor a azufre de la cerilla.

—¿Eso es todo?

Jacques se ruborizó de nuevo y guardó silencio. Hulot lo sacó del apuro. Lo miró sonriendo.

—Gracias, chaval, eso ya es un excelente comienzo. ¿Alguien puede añadir algo? ¿Esta canción tiene algún significado particular? ¿Se la ha asociado, a lo largo del tiempo, con algún acontecimiento extraño, algún personaje específico, alguna anécdota?

Muchos de los presentes se miraron, intentando ayudarse recíprocamente a recordar.

Frank propuso otro camino.

—¿Alguno de ustedes reconoce esta interpretación? Si se trata, como parece, de una grabación en directo, ¿tienen ustedes idea de dónde se realizó? ¿O en qué disco se encuentra? ¿Jean-Loup?

El locutor estaba sentado en silencio al lado de Laurent, absorto, como si aquella conversación no le concerniera. Todavía parecía turbado por la charla telefónica con la voz desconocida. Alzó la mirada y negó con la cabeza.

—¿Es posible que sea una grabación pirata? —preguntó Morelli.

Barbara hizo un gesto negativo.

—No creo. El sonido es antiguo, tanto técnica como artísticamente. Es una grabación vieja, hecha en analógico, no en digital. Es un disco de vinilo, de 33 revoluciones; se oyen los ruidos de fondo. Pero la calidad es buena. No parece la grabación de un aficionado, teniendo en cuenta las limitaciones técnicas de la época. Yo creo que se trata de un elepé comercial convencional, a menos que sea una vieja maqueta que nunca llegó a convertirse en disco.

—¿Una maqueta? —preguntó Frank, mirando a la joven.

No podía menos que compartir la admiración de Morelli. Barbara tenía un cerebro de primer orden, además de un cuerpo soberbio. Si el inspector quería probar suerte, le convendría ponerse a su altura.

—Una maqueta es una prueba de grabación que se hacía como paso previo a la producción del disco, antes de la era de los CD —aclaró Bikjalo por ella—. En general se hacían pocas copias, en materiales fácilmente deteriorables, que se usaban para controlar la calidad de grabación. Algunas maquetas se han convertido en objetos de culto y son muy buscadas por los coleccionistas. Sin embargo, una de sus características era que, cada vez que se utilizaban, empeoraba la calidad del sonido en progresión geométrica. No, yo no diría que en este caso se trate de una maqueta.

De nuevo se hizo el silencio, como para confirmar que ya se había dicho todo lo que se podía decir.

Hulot se levantó, indicando que la reunión había concluido.

—Señores, es inútil que les recuerde la importancia que el menor indicio puede tener en este caso. Tenemos a un asesino en libertad que de algún modo juega con nosotros proporcionándonos indicios de lo que parece ser su único objetivo: matar de nuevo. Cualquier cosa que se les ocurra, a cualquier hora del día o de la noche, no tengan reparo en llamarnos, a mí, a Frank Ottobre o al inspector Morelli. Antes de marcharse, apunten los números.

Se levantaron todos. Uno a uno salieron de la sala. Los dos técnicos de la policía se fueron primero, como si quisieran evitar el enfrentamiento directo con Hulot. Los otros esperaron para que Morelli les diera una tarjeta con los números de teléfono. El inspector se entretuvo un poco más al dárselos a Barbara, que no pareció molesta por ello. En otra situación, Frank habría considerado que el interés del policía era una falta, pero en aquel momento le pareció una revancha que se tomaba la vida.

Lo dejó pasar.

Se acercó a Cluny, que hablaba en voz baja con Hulot.

Los dos se apartaron ligeramente para hacerlo partícipe de la conversación.

—Quería hacerles notar —dijo el psicopatólogo— que en la llamada hay un indicio importante para evitarnos confusiones o Pérdidas de tiempo...

— ¿Cuál? —preguntó Hulot.

—El sujeto nos ha dado la prueba de que no se trataba de una broma y que es realmente él quien ha asesinado a esos dos pobres desdichados del barco.

Frank asintió con la cabeza.

—«No es mi mano la que lo ha escrito»...

—Exacto. Solo el verdadero asesino podía saber que el mensaje se escribió de forma mecánica y no a mano. No lo he comentado delante de todos porque me parece que es una de las pocas cosas relativas a la investigación que no es de dominio público.

—Exacto. Gracias, doctor Cluny. Buen trabajo.

—De nada. Hay algunos análisis que debo hacer. Lenguaje, tensión vocal, sintaxis y cosas así. Continuaré estudiándolo hasta que surja algo. Hágame llegar una copia de la cinta.

—La tendrá. Buenas noches.

El psicopatólogo salió de la sala.

—¿Y ahora? —preguntó Bikjalo.

—Ustedes ya han hecho lo que podían —respondió Frank—. Ahora nos toca a nosotros.

Jean-Loup parecía trastornado. Sin duda habría preferido prescindir de aquella experiencia que había vivido. Quizá lo sucedido no era tan excitante como había imaginado.

«La muerte nunca es excitante; la muerte es sangre y moscas», pensó Frank.

—Has estado muy bien, Jean-Loup. Yo no lo hubiera hecho mejor. La costumbre no sirve de nada. Cuando hay que vérselas con un asesino,siempre es la primera vez. Ahora ve a tu casa y trata de no pensar en ello...

«Yo mato...»

Todos sabían que aquella noche no habría lugar para el sueño. No mientras alguien salía de su casa en busca de un pretexto para desahogar su ferocidad y de otra presa para aliviar su locura. Los susurros que sonaban en su cabeza se volvían gritos que podían mezclarse con los alaridos de una nueva víctima.

Jean-Loup bajó los hombros, derrotado.

—Gracias. Sí, creo que iré a casa.

Se despidió y salió, cargado con un fardo lo bastante pesado para inclinar espaldas más robustas. En el fondo era solo un hombre poco más que un joven, que emitía música y palabras por la radio-

Hulot se dirigió hacia la puerta.

—Bien, vámonos nosotros también. Aquí ya no podemos hacer nada, por el momento.

—Os acompaño. Yo también salgo. Voy a casa, aunque creo que esta noche será difícil dormir... —dijo Bikjalo al tiempo que cedía el paso a Frank.

Cuando llegaron a la puerta, oyeron que alguien marcaba desde fuera el código de la cerradura. La puerta se abrió y apareció Laurent. Parecía muy agitado.

—Menos mal que todavía estáis aquí —dijo—. Se me ha ocurrido una idea. ¡Ya sé quién puede ayudarnos!

—¿Con qué? —preguntó Hulot.

—Con la música. Sé quién puede ayudarnos a identificarla.

—¿Quién?

—¡Pierrot!

A Bikjalo se le iluminó el rostro.

—¡Claro, Rain Boy!

Hulot y Frank se miraron.

—¿Rain Boy?

—Es un joven que viene a la emisora a echar una mano y se ocupa del archivo —explicó el director—. Tiene veintidós años, pero el cerebro de un niño. Es el protegido de Jean-Loup, y el chaval se desvive por él; se arrojaría al fuego si él se lo pidiera. Lo llamamos Rain Boy porque es como el personaje de Dustin Hoffinan en la película
Rain Man.
Tiene limitaciones notables, pero cuando se trata de música es un verdadero ordenador. Es su único don, pero es fenomenal.

Frank miró la hora.

—¿Dónde vive ese tal Pierrot?

—No lo sé con exactitud. Su apellido es Corbette y vive con su madre en las afueras de Mentón, me parece. El marido era un cabrón que los abandonó en cuanto supo que el hijo era deficiente. ¿Alguien tiene la dirección o el número de teléfono?

Laurent se dirigió deprisa al ordenador del escritorio de Raquel.

—Responde el contestador automático, tanto en el número de la casa como en el móvil de la madre.

El comisario Hulot miró el reloj.

—Lo lamento por la señora Corbette y su hijo, pero creo que esta noche tendrán un despertador fuera de programa...

15

La madre de Pierrot era una mujer gris con un vestido gris.

Sentada en una silla de la sala de reuniones, miraba con ojos aturdidos a los hombres que rodeaban a su hijo. La habían despertado en plena noche, y se había asustado mucho cuando por el intercomunicador le habían dicho que era la policía. Luego le pidieron que despertara a Pierrot, los hicieron vestir deprisa y los metieron en un coche que partió a una velocidad que les dio miedo.

Habían dejado atrás el edificio de apartamentos donde vivían. A la mujer le preocupaban los vecinos; menos mal que a esa hora de la noche nadie los había visto salir en un coche patrulla, como dos delincuentes. Su vida era ya bastante triste, cargada de habladurías y murmullos a su paso, como para añadirle otros.

El comisario, que era el más viejo del grupo y tenía cara de buena persona, la tranquilizó: no tenía nada que temer; necesitaban a su hijo para algo muy importante. Ahora que se encontraban allí, ella se preguntaba para qué podría servir la ayuda de alguien como Pierrot, el hijo al que ella quería como si fuera un genio pero que la gente consideraba a duras penas un idiota.

Miró ansiosa a Robert Bikjalo, el director de Radio Montecarlo el que permitía que su hijo trabajara allí, en un lugar seguro, y se ocupara de lo que más amaba en el mundo: la música. ¿Qué tenía que ver la policía? Rogó que la ingenuidad de Pierrot no le hubiera hecho cometer alguna tontería. No habría soportado que le quitaran a su hijo... La idea de quedarse sola, sin él, y de que él se hallara en alguna parte sin ella, la aterrorizaba. Sintió que los dedos fríos de la ansiedad le cogían y le apretaban el estómago. Con tal que...

Bikjalo le dirigió una sonrisa tranquilizadora, intentando confirmarle que todo estaba bien.

La mujer se volvió y observó al hombre más joven, de rostro duro y barba crecida, que hablaba francés con un ligero acento extranjero; se había puesto en cuclillas para estar a la altura de la cara de Pierrot, que estaba sentado en una silla. El hijo le miraba con curiosidad y escuchaba lo que le decía.

—Disculpa por haberte despertado a estas horas, Pierrot, pero necesitamos tu ayuda para una cosa importante. Una cosa que solo tú puedes hacer...

La mujer se relajó. La cara de ese hombre infundía temor, pero su voz era tranquilizadora y amable. Pierrot le escuchaba sin miedo, y hasta parecía orgulloso de aquella aventura nocturna fuera de programa, del viaje en coche patrulla y de verse convertido de pronto en el centro de atención.

La madre experimentó una profunda sensación de ternura y protección por ese extraño hijo que vivía en un mundo propio, hecho de música y pensamientos puros. Donde también las «palabras sucias», como las llamaba él, tenían el sentido ingenuo de un juego de niños.

El hombre más joven continuó con su voz mesurada:

—Ahora te haremos oír una canción, una música. Escúchala atentamente. Fíjate si la reconoces y si puedes decirnos qué es o en qué disco está. ¿De acuerdo?

Pierrot guardó silencio. Después asintió de modo casi imperceptible.

El hombre se levantó y pulsó una tecla de la grabadora que estaba a su espalda. Las notas de una guitarra invadieron la sala. La mujer observó la cara de su hijo, tensa por la concentración, mientras escuchaba, absorto, el sonido que salía de los altavoces. Pocos segundos después la música terminó. El hombre volvió a ponerse en cuclillas junto a Pierrot.

—¿Quieres volver a oírla?

Siempre en silencio, el muchacho hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—¿La reconoces?

Pierrot volvió los ojos hacia Bikjalo, como si para él fuera el único referente.

—Está —dijo en voz baja.

El director se acercó.

—¿Quieres decir que la tenemos?

De nuevo Pierrot hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como para dar mayor peso a sus palabras.

—Sí, está, en el salón...

—¿Qué salón? —preguntó Hulot.

—El salón es el archivo. Está abajo, en el semisótano. Es el lugar donde trabaja Pierrot. Allí hay miles de discos y CD y él los conoce todos, uno por uno.

—Si sabes en qué lugar del salón está, ¿quieres ir a buscárnosla? —preguntó Frank con suavidad. El muchacho les estaba brindando un servicio impagable y no quería asustarlo.

Pierrot volvió a mirar al director, pidiéndole permiso.

—Ve, Pierrot. Tráenosla, por favor.

Pierrot se levantó de la silla y atravesó la sala con su cómico andar balanceante. Desapareció por la puerta seguido por los ojos ansiosos y maravillados de la madre.

El comisario Hulot se acercó a la mujer.

—Señora, me disculpo otra vez por la forma grosera en que la hemos despertado y traído aquí. Espero que no se hayan asustado mucho. No puede imaginar lo útil que podría sernos su hijo esta noche. Le agradecemos muchísimo haberle permitido ayudarnos.

La mujer, orgullosa de su hijo, se cerró con gesto cohibido el cuello del sencillo vestido que se había puesto apresuradamente sobre el camisón.

Poco después Pierrot volvió, tan silenciosamente como se había ido. Llevaba bajo el brazo la cubierta un poco gastada de un disco de 33 revoluciones. Llegó ante ellos y la apoyó en la mesa. Retiro del interior el disco de vinilo, con un cuidado reverente, para no tocar los surcos.

—Es este. Aquí está —dijo Pierrot.

—¿Quieres dejárnoslo escuchar, por favor? —preguntó al joven, con la misma voz atenta.

El muchacho se acercó al equipo y lo manipuló como un experto. Pulsó un par de teclas, levantó la tapa del tocadiscos y puso el disco en la bandeja. Empujó la tecla de inicio. El plato comenzó a girar. Pierrot cogió delicadamente el cabezal de la aguja y lo apoyó en el disco.

Del aparato salieron las mismas notas que un desconocido les había hecho oír hacía solo un rato, como un desafío sarcástico a que intentaran detener sus pasos aquella noche.

Hubo un momento de entusiasmo general. Todos, de algún modo, encontraron la forma de elogiar el pequeño triunfo personal de Pierrot, que los miraba con una amplia sonrisa dibujada en su cara inocente.

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