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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (49 page)

BOOK: Yo mato
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—Ha hecho usted referencia también a unas flores... —lo interrumpió Nicolás.

—Ya, también está eso. Un par de meses después del entierro recibí una carta escrita a máquina. Me la entregaron aquí porque estaba dirigida al guardián del cementerio de Cassis. Dentro había dinero. No un cheque, sino billetes envueltos en la hoja de la carta.

—¿Y qué decía la carta?

—Que el dinero era mi remuneración por el cuidado de la tumba de Daniel Legrand y la madre. Ni una palabra sobre el padre o el ama de llaves. El que escribió la carta me pedía que mantuviera siempre limpias las lápidas y que no faltaran nunca flores frescas. El dinero ha seguido llegando aun después del robo del cuerpo.

—¿Hasta ahora?

—La última la recibí el mes pasado. La próxima debería llegar dentro de poco.

—¿Ha conservado la carta? ¿O alguno de los sobres?

El guardián se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—No creo. De la carta han pasado muchos años. Debería mirar en casa, pero no creo. Los sobres, no sé... quizá todavía tenga alguno. En todo caso, puedo hacerle llegar el que recibiré dentro de poco, si lo recibo.

—Se lo agradecería. Y le agradecería también si no hablara usted con nadie de nuestra conversación.

El guardián hizo un gesto dando a entender que eso se sobrentendía.

—No se preocupe.

Mientras ellos hablaban, una mujer vestida de oscuro, con un pañuelo en la cabeza, subió la escalera con un ramo de flores en la mano. Con pequeños pasos llegó a una tumba de piedra, en la misma fila que las de los Legrand. Se inclinó, acarició con gesto afectuoso el mármol de la lápida y se puso a hablar en voz baja.

—Discúlpame si hoy he llegado tarde, pero he tenido algunos problemas en casa. Ahora iré a buscar agua y luego te explico.

Dejó el ramo sobre la piedra, quitó del florero las flores marchitas y extrajo el recipiente de la tumba. Se alejó para ir a llenarlo. El guardián siguió la mirada de Nicolás y se anticipó a su pregunta. Había pena en su rostro.

—Pobre mujer, ¿verdad? Aquella fue una época muy desafortunada para Cassis. Poco antes de que pasara lo de La Patience, a ella también le ocurrió una desgracia. Fue una banalidad, si es que la muerte de una persona se puede definir así. Un accidente durante una inmersión. El hijo se había sumergido a coger erizos, para vender a los turistas en un tenderete del puerto. Un día no regresó. Encontraron su barca anclada un poco más allá de las
calanques,
abandonada, con su ropa dentro. Cuando el mar devolvió el cuerpo, le hicieron la autopsia y dijeron que había muerto ahogado, probablemente por un malestar repentino durante la inmersión. Después de la muerte del chaval, ella...

El guardián hizo una pausa y giró significativamente contra la len el índice de la mano derecha.

—… perdió la cabeza, junto con el hijo.

Hulot contempló a la mujer, que estaba arrojando a la basura las flores marchitas de la tumba.

Pensó en Céline, su esposa. También a ella le había sucedido lo mismo, después de la muerte de Stéphane. La definición del guardián era perfecta.

«Perdió la cabeza, junto con el hijo.»

Con el corazón encogido, se preguntó si alguien se habría referido alguna vez a ella haciendo girar el índice junto a la sien. La voz del guardián lo devolvió al cementerio.

—Si no me necesita usted para nada más...

—Ah, sí, discúlpeme, ¿señor...?

—Norbert, Luc Norbert.

—Le pido disculpas si he abusado de su tiempo. Imagino que tiene que cerrar.

—No, en verano el cementerio queda abierto hasta tarde. Iré después a cerrar la verja, cuando se haga oscuro.

—Entonces, si no le molesta, querría quedarme unos minutos más.

—Quédese, tranquilo. Si me necesita, me encontrará aquí, o puede preguntarle a alguien del pueblo. Me conocen todos y cualquiera le indicará mi casa. Buenas tardes, ¿señor...?

Hulot comprendió y sonrió. Decidió que el señor Norbert merecía una pequeña recompensa.

—Hulot. Comisario Nicolás Hulot.

El hombre vio confirmada su intuición pero no dejó ver ninguna expresión particular. Solo hizo un pequeño gesto con la cabeza, como si no pudiera ser de otra manera.

—Ya, comisario Hulot. Pues bien, buenas tardes, comisario,

—Buenas tardes a usted, y muchísimas gracias.

El guardián le dio la espalda y se marchó. Nicolás le siguió con la mirada mientras se alejaba. La mujer vestida de oscuro estaba llenando el florero con agua del grifo que había junto a la capilla. Una paloma se posó en el muro. En lo alto, hacia el mar, volaba una gaviota. Mendigos del mar y de la tierra, que se repartían el alimento entre los desperdicios que los humanos, esos pobres seres incapaces de volar, dejaban a su paso.

Volvió a mirar las lápidas, como si pudieran hablar, mientras una avalancha de pensamientos le invadía la mente. ¿Qué había sucedido en aquella casa? ¿Quién había robado el cuerpo desfigurado de Daniel Legrand? ¿Qué vinculaba un drama ocurrido hacía diez años con un loco asesino que desfiguraba a sus víctimas del mismo modo?

Se dirigió hacia la salida. Mientras recorría el sendero de cemento pasó ante la tumba del muchacho ahogado más o menos en la misma época. Se detuvo un instante frente a la lápida. Miró la foto. Un joven moreno, de expresión vivaz, sonreía desde un retrato de cerámica en blanco y negro, sin duda retocado para la ocasión. Se agachó para leer el nombre del muerto. Sus ojos se posaron en la inscripción y Nicolás Hulot se quedó sin aliento. Le pareció oír el estruendo de un trueno, y tuvo la impresión de que la inscripción se agigantaba hasta ocupar toda la superficie de la lápida.

En un único, breve y largísimo instante lo entendió todo.

Y supo quién era Ninguno.

Oyó el eco de unos pasos que se acercaban. Pensó que sería la mujer vestida de oscuro que volvía a la tumba de su hijo.

Inmerso en sus pensamientos, atontado por la emoción del descubrimiento, con el corazón retumbándole en los oídos como un timbal de orquesta, no prestó atención al sonido de los pasos que avanzaban a su espalda.

No les prestó atención hasta que oyó la voz.

—Felicidades, comisario. No creía que llegara hasta aquí.

El comisario Nicolás Hulot se dio la vuelta lentamente. Cuando vio la pistola apuntando hacia él, pensó que tal vez, por aquel día, su buena suerte se había agotado.

44

Cuando Frank se despertó, fuera todavía estaba oscuro. Abrió los ojos y por enésima vez se encontró en una cama ajena, en una habitación ajena, en una casa ajena. Pero esta vez todo era distinto. El regreso a la realidad no conducía solo a un nuevo día cargado con los mismos pensamientos que el anterior. Giró la cabeza hacia la izquierda y, a la luz azulada de la lámpara, vio a su lado el cuerpo dormido de Helena. La sábana la cubría solo en parte, y Frank admiró la curva de sus músculos bajo la piel, los hombros torneados, la línea estilizada de los brazos. Se puso de lado y se le acercó como un vagabundo se aproxima con cautela al alimento que le ofrece un desconocido, de modo que antes que nada le llegara el perfume natural de su piel.

Era la segunda noche que pasaban juntos.

La noche anterior habían vuelto a la casa y bajado del coche de Frank casi temerosos, como si abandonar aquel espacio restringido pudiera cambiar algo, como si lo que se había creado en el interior del vehículo fuera a disolverse al contacto con el aire.

Entraron en la casa sin hacer ruido, casi como furtivos, con la extraña sensación de no tener derecho a vivir lo que estaban viviendo.

Frank maldijo aquella sensación enfermiza, y a la persona y el motivo que la habían provocado.

No probaron ni la comida ni el vino prometidos por Helena.

Desde el primer momento, fueron solo ellos dos, y su ropa pronto excesiva, caída en el suelo con la naturalidad de las promesas cumplidas. Había otra hambre y otra sed durante largo tiempo insatisfechas, había un vacío por llenar que solo ahora, mientras trataban de colmarlo, comprendían qué grande era.

Frank apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Las imágenes comenzaron a fluir libremente detrás de sus párpados cerrados.

La puerta.

La escalera.

La cama.

La piel de Helena, única en el mundo, en contacto con la suya, que al fin hablaba un idioma conocido.

Aquellos ojos tan hermosos, velados por una sombra.

La mirada de pronto asustada cuando Frank la estrechó entre sus brazos.

Su voz, un soplo rozando sus labios.

«Te ruego que no me hagas daño», le había pedido.

Frank sintió que los ojos se le humedecían de emoción. En vano buscó ayuda en las palabras. Helena había pedido la misma ayuda y tampoco la había encontrado. El único idioma que hablaron fue el fuego y la dulzura con que se buscaron, con que se reconocieron, necesitados el uno del otro. La poseyó con toda la delicadeza de que era capaz; deseó ser un dios capaz de volver el tiempo atrás y cambiar el curso de las cosas. Y descubrió, mientras se perdía en ella, que podía hacerlo, que ella podía darle la fuerza para convertirse en ese dios, para ella y para sí mismo.

Borró el sufrimiento, si no los recuerdos.

Los recuerdos...

Después de Harriet no había habido ninguna otra mujer. Era como si una parte de él se hubiera echado a un lado y solo quedan activas las funciones vitales primarias, las que le permitían beber, comer, respirar, circular por el mundo como un autómata de carne y hueso. La muerte de Harriet le había enseñado que el amor no podía imponerse. Nadie podía imponerse no volver a ama. Y sobre todo nadie podía imponerse amar todavía. No basta la voluntad, por férrea que fuese; se necesitaba el azar, esa suma de cosas que miles de años de experiencias y charlas y poesía aún no conseguían explicar del todo. Solo servían para confirmar si existencia.

Helena era un regalo del destino, un silencioso « ¡oh!» de sorpresa mientras su planeta ya árido y consumido giraba inerte alrededor de un sol que parecía brillar solo para los demás. Era la emoción de descubrir que, entre las piedras y la tierra reseca, brotaba una única y milagrosa brizna de hierba. No era todavía un regreso a la vida, sino una pequeña promesa susurrada a flor de labios, una posibilidad para volver a tener esperanza, que en sí misma no trae felicidad, sino ansiedad.

—¿Duermes?

La voz de Helena lo sorprendió mientras perseguía recuerdos recientes que pendían de su mente como fotos aún húmedas. Se volvió hacia ella y la vio al contraluz cómplice de la lámpara de la mesita de noche. Helena lo observaba con la cabeza en la mano, el codo apoyado en la cama.

—No, no duermo.

Se acercaron, y el cuerpo de Helena se deslizó entre sus brazos con la naturalidad del agua que vuelve a fluir en el cauce de un río después de haber luchado contra un obstáculo que bloqueaba su curso. Frank sintió de nuevo el milagro de la piel de Helena contra la suya. Ella apoyó el rostro en su pecho y lo olió a su vez.

—Eres bueno, Frank Ottobre. Y eres guapo.

—¡Pues claro que soy guapo! Soy la versión real de George Clooney. El problema es que nadie lo nota...

Los labios de Helena sobre los suyos le dieron la certeza de que ella sí lo notaba y pretendía tenerlo en exclusividad. Hicieron de nuevo el amor, con la pereza sensual de los cuerpos todavía un poco adormecidos, arrancados de su reposo por un deseo más mental que físico.

Después se olvidaron del resto del mundo, como solo el amor permite hacerlo.

Al regreso de ese viaje debieron pagar el precio de su evasión. Permanecieron acostados en silencio, mirando en el techo claro las sombras oscuras de otras presencias que parecían flotar en la ambarina del cuarto. Presencias que no era posible disipar simplemente cerrando los ojos.

Frank había pasado el día en la central de policía, siguiendo el desarrollo de las investigaciones y constatando hora tras hora que las pistas que tenían oscilaban entre la nada y el cero absoluto; pero, de todos modos, se esforzaba por mostrarse activo y concentrarse aunque su mente quisiera vagar por otros rumbos.

Pensaba en Nicolás Hulot, que se encargaba de seguir una pista escrita en una hoja, tan endeble que se reflejaba en ella el ansia pintada en sus rostros. Pensaba en Helena, prisionera de un chantaje abominable y de un carcelero igualmente abominable, en la sarcástica e inexpugnable cárcel de aquella casa con puertas y ventanas abiertas de par en par al mundo.

Hacia la noche volvió a subir a Beausoleil y la encontró en el jardín; tuvo la sensación de recompensa de un viajero que al fin ve aparecer la meta de su peregrinación tras una larga y fatigosa travesía por el desierto.

Mientras Frank estaba con Helena, Nathan Parker llamó de París un par de veces. La primera, él se apartó discretamente, pero Helena le retuvo, cogiéndole de un brazo, con un gesto tan imperioso que le sorprendió. La oyó conversar con el padre —en realidad solo respondía con monosílabos—, mientras sus ojos no conseguían esconder un miedo que Frank temía que no perdiera nunca.

Después, el general le pasó con Stuart, y el rostro de Helena se iluminó al hablar con su hijo. Frank se dio cuenta de que, para ella, Stuart había sido una tabla de salvación durante todos aquellos años, un lugar donde refugiarse, un escondite secreto donde escribir cartas para entregar algún día a alguien que no sabía si llegaría alguna vez. También supo que el camino al corazón de Helena pasaba por el corazón de su hijo. No era posible tener a uno sin tener al otro. Se preguntó, mientras un soplo de inquietud se mezclaba con su respiración, si sería capaz de conquistarlo.

La mano de Helena se posó en la cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo, un tramo de piel que sobresalía, rosada, sobre el resto de la epidermis, apenas más bronceada. Helena sintió al tactom de era una piel distinta, una piel que había crecido después, como si formara parte de una coraza que, como todas las corazas, tenía la ventaja de detener los golpes pero que también atenuaba el toque delicado de las caricias.

—¿Duele? —le preguntó mientras, con suavidad, seguía el con torno con los dedos.

—Ya no.

Hubo un instante de silencio, durante el cual Frank pensó que en ese momento Helena no estaba tocando sus cicatrices, sino las de los dos.

«Estamos vivos, Helena, apaleados y enterrados, pero vivos. Y de fuera llega el ruido de alguien que está excavando para sacarnos de aquí. Apresuraos, os lo ruego, apresuraos...»

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