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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (31 page)

BOOK: Yo mato
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El sabe que esa noche será suya.

En la claridad incierta de la estancia, a la luz danzante de una vela, confusa entre los encajes y puntillas de la enorme cama con dosel la verá emerger de las sedas que la cubren como el cáliz de un capullo de rosa.

Son los derechos del rey.

Pero ahora todo eso no cuenta. Ahora bailan y son hermosos Y lo serán todavía más cuando...

« ¿Estás ahí, Vibo?»

La voz llega dulce, como siempre, ansiosa como solo esa voz sabe ser. Su sueño, la imagen que se ha creado con los ojos cerrados se pierde, se apaga.

Es el regreso a la realidad, la presencia del otro, la preocupación, la responsabilidad. Ha sido solo un instante de pausa, desvanecido como unos copos de nieve primaveral. No hay lugar para los sueños; nunca lo ha habido, nunca lo habrá. En otro tiempo podían soñar, cuando vivían en aquella gran casa entre las colinas, cuando lograban escabullirse lejos de los cuidados obsesivos de aquel hombre que los quería ya adultos, cuando ellos solo deseaban ser niños. Cuando deseaban correr, no marchar. Pero, también en aquel tiempo, había una voz capaz de romper cualquier encanto que su imaginación hubiera logrado crear.

—Sí, estoy aquí, Paso.

« ¿Qué haces? No te oía.»

—Solo estaba reflexionando...

El hombre deja que la música continúe. Que sea el último apéndice de sus pobres espejismos. Ya no bailará con una mujer hermosa. Se levanta y va a la otra habitación, donde un cuerpo sin vida yace en el ataúd de cristal.

Pulsa el interruptor de la luz. Un reflejo se enciende en la arista del cofre transparente. Se apaga cuando él avanza y cambia la perspectiva. Se enciende otro, pero es solo y siempre lo mismo. Pobres, pequeños espejismos. Ya sabe qué encontrará. Otra ilusión rota, otro espejo mágico hecho pedazos, a sus pies.

Se acerca al cuerpo desnudo tendido en el interior, desliza la mirada por los miembros resecos que tienen el color del pergamino viejo, lentamente, de los pies hasta la cabeza cubierta por es cara que hasta hace poco pertenecía a otro hombre.

Se le oprime el corazón.

Nada es para siempre. La máscara ya presenta las primeras señales de deterioro. El pelo está seco y opaco. La piel, manchada y rugada. Dentro de poco, a pesar de sus cuidados, será igual a la del rostro que oculta. Contempla ese cuerpo con ternura infinita con los ojos delicados del afecto imborrable.

Entristecido, aprieta las mandíbulas con la furia de la rebelión.

No es verdad que el destino es ineluctable. No es verdad que solo se puede ser espectador de la alternancia del tiempo y los acontecimientos. Él puede cambiar, él debe cambiar esa injusticia eterna, él puede reparar las cosas equivocadas que el destino distribuye a manos llenas en ese nido de serpientes que es la vida humana. Al azar, sin mirar, sin preocuparse si lo que sucede destroza una existencia o la arroja para siempre a la oscuridad.

Oscuridad significa sombra. Sombra significa noche. Y noche significa que la caza debe continuar.

El hombre sonríe. ¡Pobres perros estúpidos! Ladridos y dientes al descubierto para esconder su miedo. Ojos nictálopes para hurgar en la oscuridad, la sombra, la noche, para descubrir de dónde llegará la presa que se ha transformado en cazador.

Él es uno y ninguno. Él es el rey.

El rey no tiene preguntas, solo respuestas. El rey no tiene curiosidad, solo certezas.

La curiosidad se la deja a los demás, a todos los que se preguntan, a todos los que de algún modo la tienen en los ojos, en los gestos, en el jadeo, en el ansia de vida que a veces es tan denso que se puede respirar. La vida tiene un olor tan complejo, y sin embargo es tan fácil de reconocer...

El olor de la vida está en los tranvías del verano, llenos de gente con demasiadas axilas y demasiadas manos. Está en el olor a comida y meados de gato, que en ciertos callejones ahoga. Está en el agudo olor a herrumbre y sal que devora el metal, en el olor a desinfectante y en la nube áspera de la pólvora.

También, y sobre todo, en el presagio de la disolución, hay las preguntas eternas: « ¿cuándo?» y « ¿dónde?».

Cuando será el último soplo de aliento, retenido con un gruñido animal, con los dientes apretados para no dejarlo salir, porque después no habrá otro, nunca más. Cuándo, a qué hora del día o de che, fijado en un reloj ya sin cuerda, será ese último segundo y no otro, que dejará el resto del tiempo al mundo, que prosigue en otros giros y otras carreras. Dónde, en qué cama, asiento de coche, ascensor, playa, sillón, en qué habitación de hotel el corazón sentirá ese dolor agudo, la espera interminable, curiosa e inútil del siguiente latido, después de ese intervalo que parece cada vez más largo, y todavía más largo, infinito. A veces todo es tan rápido que ese último sobresalto es la calma al fin, pero no la respuesta, porque durante ese relámpago deslumbrante no hay tiempo de entenderla, a veces ni siquiera de sentirla.

El hombre sabe qué es lo que debe hacer. Ya lo ha hecho y lo hará de nuevo, todas las veces que sea necesario.

Hay tantas máscaras allí fuera, llevadas por personas que no merecen ni esa ni otra apariencia.

« ¿Qué pasa, Vibo? ¿Por qué me miras así? ¿Hay algún problema?»

El hombre lo tranquiliza; su boca sonríe, sus ojos chispean, su voz protege.

—No, Paso, absolutamente nada. Te miro y veo que estás guapísimo. Y pronto lo estarás más todavía.

« ¿En serio? No me digas que...»

El hombre suaviza con una tierna reserva sus intenciones.

—Calla. Está prohibido hablar. Secreto de los secretos, ¿recuerdas?

«Ah, ¿es un secreto de los secretos? Entonces solo se puede hablar bajo la luna llena...»

El hombre sonríe al evocar sus juegos de niños. En los pocos momentos en que no aparecía aquel hombre a estropearles la fantasía con el único juego que les permitía.

—Ya, Paso. Y la luna llena vendrá pronto. Muy pronto...

El hombre se da la vuelta y se dirige a la puerta. En la otra habitación, la música ha terminado. Ahora hay un silencio que parece la natural continuación de esa música.

« ¿Adonde vas, Vibo?»

—Regreso enseguida, Paso.

Se vuelve para mirar con una sonrisa el cuerpo tendido en ataúd de cristal.

—Antes debo hacer una llamada.

30

Estaban todos sentados en la sede de Radio Montecarlo, a la espera, como cada noche. La evolución del caso había provocado tal revuelo que se había triplicado el número de personas que habitualmente se hallaban en el edificio a esa hora.

Se les había sumado el inspector Gottet, con un par de hombres que habían instalado una red de ordenadores mucho más potentes que los que había en la radio. Con él había llegado también un joven de unos veinticinco años, de aire despierto, pelo corto, castaño con mechas rubias, y un
piercing
en el lado derecho de la nariz. Trabajaba con muchos disquetes y CD-ROM y movía los dedos a tanta velocidad sobre el teclado que a Frank, de pie detrás de él, le costaba seguirlo.

El joven se llamaba Alain Toulouse, pero en el mundo de los piratas informáticos le conocían con el seudónimo de «Pico». Cuando le presentaron a Frank, esbozó una sonrisita de listo y los ojos le brillaron con malicia.

—Del FBI, ¿eh? —dijo—. Entré ahí, una vez. No, más de una vez diría. Antes era fácil; ahora se ha vuelto mucho más complicado ¿Sabes si también a ellos los asesoran piratas?

Frank no supo responder, pero al joven ya no le interesaba la respuesta. Ya había vuelto a su trabajo.

Ahora tecleaba a la velocidad de la luz, al tiempo que explicaba qué iba haciendo.

—Antes que nada, instalaré un
firewall
para proteger el sistema. Si alguien intenta entrar, me daré cuenta. Por lo general solo se busca impedir el acceso a los ataques externos, pero en este caso se trata de descubrir el ataque sin que el intruso se dé cuenta. He insertado un programa creado por mí, que nos permitirá enganchar la señal y seguir hacia atrás el recorrido que ha hecho. También podría ser un «caballo de Troya»...

—¿Qué significa «caballo de Troya»? —preguntó Frank.

—Es una forma de denominar a una comunicación enmascarada, que viaja escondida por otra, como algunos virus. Para ello estoy insertando también una defensa en esa parte, pues no querría que la señal que interceptemos, cuando la interceptemos...

Hizo una pausa para desenvolver un caramelo y ponérselo en la boca. Frank observó que Pico no tenía la menor duda de que podría interceptar la llamada; debía de tener mucha confianza. Por otra parte, esa actitud formaba parte de la filosofía de los piratas informáticos. Audacia e ironía, que los llevaba a ejecutar hazañas no exactamente criminales, sino que pretendían demostrar a sus víctimas su capacidad de burlar cualquier vigilancia, cualquier muro de protección. Por sus intenciones, personificaban una especie de modernos Robin Hood con ratón y teclado en lugar de arco y flechas.

Pico reanudó su exposición mientras masticaba vigorosamente el caramelo que se le pegaba a los dientes y al paladar.

—No querría que se introdujera un virus que se liberara cuando se intercepte la señal. Si pasara eso, perderíamos la señal y también la posibilidad de seguirla, junto con nuestro ordenador, por supuesto. Un virus así puede fundir el disco duro. Si este tío es capaz de hacer algo por el estilo, quiere decir que es endiabladamente inteligente y el virus no sería precisamente inofensivo...

Bikjalo, que hasta ese momento había guardado silencio, sentado a un escritorio colocado detrás de los ordenadores, hizo una pregunta:

—¿Crees que algún colega tuyo podría jugarnos una broma durante la operación?

Frank le lanzó una mirada que el director no vio. Pico hizo girar la silla para mirarlo a la cara, incrédulo ante su abismal ignorancia del mundo telemático.

—Somos piratas informáticos, no delincuentes. Ninguno de nosotros haría nada parecido. Yo estoy aquí porque ese tío no se limita a entrar donde no debiera y firmar «Mierda» para demostrar su paso. Es alguien que mata, es un asesino. Ningún pirata digno de ese nombre haría nunca una cosa semejante.

Frank le apoyó una mano en el hombro, en un gesto de confianza y también de disculpa por las palabras de Bikjalo.

—Desde luego. Continúa. Me parece que en este campo no hay nadie que pueda enseñarte algo.

Se volvió hacia Bikjalo, que se había puesto de pie para colocarse al lado de ellos.

—Aquí no tenemos nada más que hacer. ¿Vamos a ver si ya ha llegado Jean-Loup?

Con gusto le habría pedido que se marchara y les permitiera trabajar tranquilamente. Ya tenían bastantes problemas para añadir uno más. Pero por diplomacia no podía. La atmósfera de colaboración en la radio era perfecta, y no quería estropearla de ninguna manera. Ya había demasiada tensión.

—Buena idea.

El director lanzó una última mirada perpleja al ordenador y a Pico, que ya se había olvidado de ellos y otra vez movía los dedos sobre el teclado, entusiasmado con aquel nuevo desafío. Dejaron el rincón de los ordenadores y llegaron al escritorio de Raquel justo cuando entraban Jean-Loup y Laurent.

Frank observó al locutor. Se le veía un poco mejor que por la mañana, pero seguía habiendo una sombra en sus ojos. Frank conocía esas sombras. Se necesitaría mucha luz y mucho sol, cuando aquel asunto terminara, para disiparlas.

—Hola, muchachos. ¿Estáis listos?

Laurent respondió por los dos:

—Si, el guión está listo. Lo difícil es pensar que la emisión debe seguir adelante de todos modos, que entre las llamadas normales están esas otras. ¿Cómo marchan las cosas por aquí?

La puerta de la entrada se abrió otra vez y la figura de Hulot permaneció un instante encuadrada en el vano como una foto desenfocada. Frank pensó que, desde su llegada a Montecarlo, parecía haber envejecido diez años.

—Ah, estáis aquí. Buenas noches a todos. Frank, ¿puedo hablarte un momento?

Jean-Loup, Laurent y Bikjalo se apartaron un poco para que Frank y el comisario pudieran hablar.

—¿Qué pasa?

Los dos se acercaron a la pared opuesta, junto a los dos paneles de cristal que cubrían el tablero de las conexiones telefónicas, los empalmes con el satélite y las máquinas de conexión ISDN.

—Todo está en su lugar. La unidad de intervención está alerta En la comisaría de policía hay doce hombres en espera que pueden partir como un rayo a donde sea. Las calles están llenas de agentes de paisano: tíos con expresión inocente, hombres que pasean un perro, parejas con cochecitos de bebé y cosas así. Tenemos cubierta toda la ciudad. Si hace falta, pueden actuar en un instante. Eso, suponiendo que la víctima esté aquí, en Montecarlo. Si, en cambio, el señor Ninguno ha decidido ir a buscar a su víctima a quién sabe dónde, hemos alertado a todas las fuerzas de policía de la costa. Ahora solo nos queda ser más astutos que el asesino. Por lo demás, estamos en las manos de Dios.

Frank señaló a dos personas que entraban en aquel momento, acompañadas por Morelli.

—Y en las manos de Pierrot, a quien Dios ha tratado tan mal...

Pierrot y su madre llegaron hasta donde se hallaban ellos y se detuvieron. La mujer apretaba la mano del joven como si fuera su tabla de salvación. Parecía que, en lugar de ofrecer seguridad, la buscara en la figura inocente del hijo, que vivía aquella historia como una ocasión en la que podía participar en algo de lo que en general quedaba excluido.

Era él, solo él, Pierrot, el muchacho despierto, el que conocía la música que contenía el salón. Le había gustado mucho lo que había sucedido la vez anterior, cuando todos los mayores lo observaban con ansiedad, esperando que les dijera si el disco estaba o no estaba, para pedirle que partiera a buscarlo. Le gustaba estar allí todas las noches, en la radio, con Jean-Loup, mirándolo por el crista aguardando al hombre que hablaba con los diablos, en vez de quedarse en su casa y oír solo la voz que salía del estéreo.

Le gustaba aquel juego, aunque comprendía que no era en realidad un juego.

A veces soñaba con eso por la noche. Por primera vez agradecía no tener, en el pequeño piso donde vivían, una alcoba solo para él sino dormir en la cama grande con su madre. Se despertaban y tenían miedo los dos, y no lograban dormirse hasta que por la persiana se filtraba la luz rosa del alba.

Pierrot se soltó de la mano de la madre y corrió hacia Jean-Loup, su ídolo, su mejor amigo. El locutor le desordenó el pelo.

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