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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (35 page)

BOOK: Yo mato
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—¿Roby Stricker? —preguntó Nicolás.

El los miró sin entender.

—Si —respondió con voz no del todo segura.

—Soy el comisario Hulot, de la Süreté Publique, y él es Frank Ottobre, del FBI. Tenemos que hablaros. ¿Podéis acompañarnos, Por favor?

Pareció incómodo al enterarse de quiénes eran. Más tarde Frank comprendió por qué; se hizo el distraído cuando vio que el joven se desembarazaba de un pequeño sobre de cocaína. Stricker indicó con la mano a la joven que se hallaba a su lado, que los miraba sorprendida. Hablaban en francés, y ella no entendió una sola palabra.

—¿Los dos, o solamente yo?... Ella es Malva Reinhart y...

—No estás arrestado, si es eso lo que te preocupa —intervino Frank, en italiano—. Pero te conviene venir con nosotros, por tu propio interés. Tenemos razones para creer que corres un grave peligro, y quizá también tu amiga.

Poco después, en el coche, le pusieron al corriente de todo. Stricker palideció como un muerto y Frank pensó que, si hubiera estado de pie, se le habrían aflojado las piernas. A continuación lo tradujo al inglés para que se enterara Reinhart, que también perdió las palabras y el color. Una joven y sensual actriz de nuestros días transportada de golpe al mundo del cine mudo en blanco y negro.

Llegaron al piso de Stricker, en La Condamine, cerca de la central, y no pudieron evitar quedarse estupefactos por la audacia de aquel loco homicida. Si su objetivo era en verdad Stricker, había un siniestro y sarcástico desafío en esa elección, ya que se proponía matar a alguien que vivía a un centenar de metros de la sede de la policía.

Frank se quedó con el joven y la muchacha, mientras Nicolás, después de haber inspeccionado el piso, iba a dar órdenes a Morelli y a sus hombres, apostados alrededor del edificio y formando una red de seguridad imposible de atravesar.

Antes de irse, Hulot llamó a Frank a la entrada, para darle un walkie-talkie y pedirle que llevara la pistola. Sin hablar, Frank se abrió la chaqueta para mostrarle la Glock colgada a la cintura. Al rozar el metal frío del arma sintió un leve estremecimiento.

Ahora, Frank dio un paso hacia el centro de la habitación y respondió con paciencia a las protestas de Stricker.

—Antes que nada, tratamos de garantizar tu seguridad. Aunque no la veas, casi toda la policía del principado está apostada en los alrededores. En segundo lugar, no queremos usarte de cebo; solo te pedimos que colabores porque eso podría ayudarnos a atrapar al hombre que buscamos. Te garantizo que no corres riesgo alguno. Vives en Montecarlo, y sabes qué está sucediendo de un tiempo a esta parte, ¿verdad?

Roby se volvió hacia él sin cambiar de posición, de espaldas a la ventana.

—No pensarás que tengo miedo, ¿verdad? Simplemente no me gusta esta situación. Me parece todo tan... ¡tan exagerado!

—Me alegra que no tengas miedo, pero no por eso debes subestimar a la persona a la que nos enfrentamos. Así que aléjate de esa ventana.

Stricker intentó mantenerse impasible pero volvió al sillón fingiendo la frialdad de un consumado aventurero. En realidad su nerviosismo se notaba a simple vista.

Frank le conocía desde hacía menos de una hora, y no le faltaban ganas de marcharse y dejarlo librado a su destino. Stricker encarnaba tan fielmente el estereotipo del hijo de papá que, en otras circunstancias, Frank hubiera creído que allí había una cámara oculta.

Roberto Stricker, «Roby» para la prensa del mundo del espectáculo, era italiano, pero tenía un apellido alemán que podía pasar también por inglés. De poco más de treinta años, era lo que suele definirse como un muchacho guapo. Alto, atlético, bonito pelo, bonita cara, bonito gilipollas. Era hijo de un multimillonario, propietario, entre muchas otras cosas, de una cadena de discotecas en Italia, Francia y España, llamadas No Nukes, que tenían por logo un sol sonriente. De ahí la asociación que había hecho Barbara con «Nuclear Sun», la pieza de música dance que el asesino les había hecho escuchar durante la última emisión, y con Roland Brant, seudónimo inglés del italianísimo locutor Rolando Bragante. Roby Stricker vivía en Montecarlo haciendo lo que su naturaleza y el dinero del padre le permitían: nada de nada. Los periódicos sensacionalistas abundaban en notas sobre sus hazañas amorosas y sus vacaciones, ya fuera esquiando en Saint Moritz con la top model del momento o jugando al tenis en Marbella con Bjorn Borg. Con toda probabilidad el padre le daba dinero suficiente para mantenerlo apartado de los negocios familiares; debía contabilizar aquellas sumas como «mal menor».

Stricker cogió otra vez el vaso, pero volvió a apoyarlo cuando vio que el hielo se había deshecho del todo.

—¿Qué queréis que haga?

—En realidad, en estos casos no hay mucho que hacer. Solo hay que tomar las medidas adecuadas y esperar.

—Pero ¿por qué ese loco furioso me ha escogido a mí? ¿Pensáis que puede ser alguien que conozco?

«Si ha decidido matarte, no me sorprendería que te conociera Y hasta lo felicitaría, ¡pedazo de inútil!»

En homenaje a Stricker, Frank pensó estas cosas en italiano. Se sentó en un sillón.

—Es probable. Para serte franco, aparte de lo que sabe todo el mundo, incluido tú, no tenemos ninguna información sobre este asesino, salvo sus criterios de elección de las víctimas y lo que les hace después de haberlas matado...

Siguiendo su pensamiento, Frank había hablado de nuevo en italiano, subrayando levemente la crudeza de la palabra «asesino» con el único fin de asustar a Roby Stricker. No creyó oportuno traducir sus palabras al inglés y asustar todavía más a la muchacha, que, del miedo, se estaba mordiendo una uña hasta casi hacerse sangre. Aunque...

«Dime con quién andas y te diré quién eres.»

Si esos dos estaban juntos, por algo sería. Como Nicolás y Céline Hulot. Como Nathan Parker y Ryan Mosse. Como Bikjalo y Jean-Loup Verdier.

Por amor. Por odio. Por interés.

En el caso de Roby Stricker y Malva Reinhart, quizá se tratara de una banal y visceral atracción entre cáscaras vacías.

El walkie-talkie que Frank llevaba a la cintura vibró. ¡Qué extraño! Por prudencia, habían decidido silenciar la radio. Ninguna precaución parecía excesiva, en vista del hombre al que se enfrentaban. Un sujeto capaz de manipular con tanta pericia la telefonía y las comunicaciones seguramente podía introducirse en cualquier frecuencia de radio de la policía. Se levantó del sillón y fue a la entrada del piso antes de sacar el aparato de la cintura y acercárselo la boca. No quería que aquellos dos oyeran su conversación.

—Frank Ottobre.

—Frank, soy Nicolás. Quizá lo hemos atrapado.

Frank se sintió como si hubieran disparado un cañonazo cerca de sus oídos.

—¿Dónde?

—Aquí abajo, en el cuarto de las calderas. Uno de mis hombres ha sorprendido a un sospechoso que se escabullía por la escalera que va al subterráneo y lo ha detenido. Todavía están ahí. Voy para allá.

—Llego enseguida.

Volvió a la otra habitación como un rayo.

—Quedaos aquí y no os mováis. No abráis a nadie excepto a mí.

Los dejó solos, llenos de estupor y de miedo. Abrió y volvió a cerrar en un solo movimiento la puerta de entrada. El ascensor no estaba en la planta. No tenía tiempo de esperar que llegara. Se dirigió a la escalera y bajó los escalones de dos en dos.

Llegó al vestíbulo en el instante en que Hulot y Morelli entraban en el edificio. Un agente de uniforme vigilaba la puerta del subterráneo.

Bajaron a la débil luz de una serie de lamparillas empotradas en la pared y protegidas por una rejilla. Frank pensó que todos los edificios de Montecarlo tenían las mismas características: muy cuidados en las fachadas, miserables en los detalles menos visibles. Hacía calor allí abajo, y olía a basura.

El agente los precedió. Detrás de un recodo del pasillo encontraron a un agente que montaba guardia junto a un hombre sentado en el suelo, apoyado en la pared, levemente inclinado, con las manos tras la espalda. El policía llevaba un par de gafas infrarrojas para visión nocturna.

—¿Todo en orden, Thierry?

—Sí, comisario, yo...

—¡Oh, no, santo cielo!

El grito de Frank interrumpió las palabras del policía.

El hombre sentado en el suelo era el periodista pelirrojo que había visto frente a la central de policía cuando se había descubierto el cadáver de Yoshida, y luego ante la casa de Jean-Loup Verdi.

—Es un periodista, maldita sea.

El reportero aprovechó la ocasión para hacerse oír.

—Pues claro que soy periodista. Rene Coletti, de
France Soir
¡Es lo que le he repetido a este cabeza dura desde hace diez minutos! Si me hubiera permitido mostrarle mi carnet, habríamos evitado toda esta gilipollez.

Hulot, furioso, se agachó frente a Coletti. Frank temió que fuera a golpearlo. Si lo hubiera hecho, lo habría entendido y lo habría defendido ante los tribunales de los hombres y de Dios.

—Si te hubieras quedado en tu lugar esto no te habría sucedido, imbécil. Por si te interesa saberlo, en estos momentos estás en serios problemas.

—Ah, ¿sí? ¿Qué delito he cometido?

—De momento, obstaculizar una investigación policial. Después, con más calma, encontraremos alguna otra cosa. ¡Como sino bastara con que nos rompamos el lomo para dar caza a ese asesino, encima tenemos que tropezar todo el tiempo con reporteros entrometidos como tú!

Hulot se levantó e hizo una seña a los agentes.

—Sáquenlo y llévenselo.

Los dos policías ayudaron a Coletti a levantarse. Refunfuñando amenazas de represalias periodísticas, el reportero se puso en pie. Tenía un rasguño en la frente, donde se había golpeado contra la pared. El objetivo de su cámara fotográfica, que llevaba en bandolera, cayó al suelo.

Frank cogió a Hulot por un brazo.

—Nicolás, yo vuelvo arriba.

—Ve, yo me ocuparé de este idiota, i

Frank desanduvo el camino. Sentía que la desilusión le trituraba el estómago como una piedra de molino. Comprendía la rabia de Hulot. El trabajo de todo el equipo, la espera en la radio, el esfuerzo por descifrar el mensaje, el despliegue de hombres, la vigilancia, todo se había echado a perder por ese imbécil periodista con su cámara fotográfica. Por su culpa, ellos habían revelado su presencia. Si de veras el asesino se proponía atacar a Roby Stricker debía de haber cambiado de idea. Lo único bueno era que evitado una nueva muerte, aunque al mismo tiempo habían perdido la posibilidad de atraparlo.

Cuando la puerta del ascensor se abrió en la quinta planta, Frank bajó y golpeó a la puerta de Stricker.

—¿Quién es?

—Soy yo, Frank.

La puerta se abrió. Cuando entró, Frank pensó que Roby Stricker tendría que pasar bastante tiempo en la playa o bajo una lámpara de rayos para hacer desaparecer la palidez de su rostro. El aspecto de Malva Reinhart no era mucho mejor. Estaba sentada en el sillón y sus ojos parecían más grandes y más violeta que de costumbre.

—¿Qué ha sucedido?

—Nada. Nada de que preocuparse.

—¿Habéis arrestado a alguien?

—Sí, pero no era la persona que buscamos.

En ese momento el walkie-talkie volvió a zumbar. Frank se lo quitó de la cintura. Después de haber corrido al bajar la escalera, se sorprendió de encontrarlo todavía allí.

—Sí.

Le llegó la voz de Hulot, una voz que no le gustó nada.

—Frank, habla Nicolás. Tengo una mala noticia que darte.

—¿Muy mala?

—De lo peor. Ninguno nos ha engañado, Frank. Totalmente. Su objetivo no era Roby Stricker.

Frank sintió que se acercaba un mal momento para todos ellos. Acaban de descubrir el cadáver de Gregor Yatzimin, el bailarín. En las mismas condiciones que los otros tres.

—¡Hostia!

—Te espero en el edificio.

—Llego enseguida

Frank apretó con fuerza el walkie-talkie y por un instante tuvo la tentación de arrojarlo contra la pared. Sentía la ira como si tuviera un bloque de granito en el estómago.

Stricker se le acercó, tan nervioso que no percibió cuan trastorno estaba.

—¿Qué sucede?

—Debo irme.

El muchacho lo miró desconcertado.

—¿De nuevo? ¿Y nosotros?

—Vosotros ya no corréis ningún peligro. No eras tú el objetivo

—¿Cómo? ¿No era yo?

Aliviado, Stricker se apoyó en la pared.

—No. Acaban de descubrir otra víctima.

La certeza de haber eludido el peligro hizo que el joven pasara de la emoción a la indignación.

—¿Quieres decirme que nos habéis puesto al borde de un infarto solo para decirnos ahora que os habéis equivocado? ¿Qué mientras vosotros estabais aquí el asesino se tomaba tranquilamente su tiempo para matar a otro? ¡Menudos policías! Cuando se entere mi padre hará un...

Frank escuchó en silencio el principio del estallido de cólera.

Pese a todo, las palabras de Stricker eran parcialmente ciertas. Sí, el asesino les había tomado el pelo una vez más. Como a unos imbéciles. Pero al menos ese hombre que acababa de burlarlos corría riesgos, salía de su casa y libraba su batalla, por atroz que fuera.

A Frank le resultaba aún más insoportable que los ridiculizara ese inepto de Stricker, después del esfuerzo que habían hecho todos por salvar su discutible existencia. El hielo que Frank tenía dentro, de golpe se volvió vapor y estalló con toda su fuerza. Cogió al joven por los testículos y apretó con violencia.

—Escúchame, calzonazos...

Stricker palideció mortalmente y se pegó al muro, ladeando la cabeza para evitar la mirada llameante de Frank.

—Si no cierras esa bocaza, te haré ver tus dientes sin necesidad de espejo.

Dio un violento estrujón a los cojones de Stricker, que hizo una mueca de dolor, y continuó con el mismo tono sibilante:

—Si de mí hubiera dependido, con gusto te habría dejado en manos de ese carnicero. Ya que el destino ha querido salvarte, más te vale ser prudente y no tentar al diablo.

Lo soltó. La cara de Stricker empezó a volver lentamente a su coloración normal. Frank vio que tenía los ojos brillantes.

—Ahora me voy. Como te he dicho, tengo cosas más importantes que hacer. Líbrate de esa furcia y espérame aquí; tú y yo todavía tenemos cosas que hablar, a solas. Debes aclararme un par de detalles sobre tus contactos en Montecarlo...

Frank se apartó, y Stricker se deslizó contra la pared hasta quedar sentado en el suelo. Se cogió la cabeza entre las manos y se echó a llorar.

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