La llamaron a una cabina.
Hermia descolgó el auricular y dijo:
—¿Oiga?
—¿Quién es? — preguntó Arne.
Hermia se había olvidado de su voz. Era suave y cálida, y sonaba como si pudiera echarse a reír en cualquier momento. Arne hablaba el danés de quien ha recibido una buena educación, con una dicción precisa que había aprendido en el ejército y una sombra de acento de Jutlandia que era un vestigio de su infancia.
Ya había planeado su primera frase. Hermia tenía intención de emplear los nombres cariñosos que se daban el uno al otro, con la esperanza de que aquello advertiría a Arne de la necesidad de hablar discretamente.
Pero por un instante fue incapaz de hablar.
—¿Oiga? — dijo él—. ¿Hay alguien ahí?
Hermia tragó saliva y encontró su voz.
—Hola, Cepillo de Dientes, aquí tu Gata Negra.
Lo llamaba Cepillo de Dientes porque eso era lo que le hacía sentir su bigote cuando la besaba. El apodo de ella provenía del color de sus cabellos.
Esta vez le tocó el tumo a él de enmudecer. Hubo un silencio.
—¿Cómo estás? — preguntó Hermia.
—Bien, bien —dijo Arne pasados unos instantes—. Dios mío, ¿realmente eres tú?
—Sí.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. — De pronto Hermia se sintió incapaz de seguir hablando de tonterías, y le preguntó abruptamente—: ¿Todavía me quieres?
Él no respondió inmediatamente y eso hizo que Hermia pensara que sus sentimientos habían cambiado. Arne no se lo diría directamente, pensó; encontraría alguna excusa, y diría que necesitaban volver a repensar su relación después de todo aquel tiempo, pero ella sabría…
—Te quiero —dijo él.
—¿De veras me quieres?
—Más que nunca. Te he echado terriblemente de menos.
Hermia cerró los ojos. Sintiéndose un poco mareada, se apoyó en la pared.
—No sabes cómo me alegro de que todavía estés viva —dijo él—. Estar hablando contigo hace que me sienta muy feliz.
—Yo también te quiero —dijo ella.
—¿Qué pasa? ¿Cómo estás? ¿Desde dónde llamas?
Hermia hizo un esfuerzo para dominarse.
—No estoy muy lejos.
Él se dio cuenta de la cautela con que se expresaba y respondió en un tono similar.
—De acuerdo, entiendo.
Hermia ya tenía preparada la próxima parte.
—¿Te acuerdas del castillo?
En Dinamarca había muchos castillos, pero uno era especial para ellos.
—¿Te refieres a las ruinas? ¿Cómo iba a poder olvidarlas?
—¿Podrías reunirte conmigo allí?
—¿Y cómo vas a poder llegar a…? Olvídalo. ¿Lo dices en serio?
—Sí.
—Queda muy lejos.
—Es realmente muy importante. Yo iría mucho más lejos para verte. Sólo estoy intentando pensar en cómo hacerlo. Pediría un permiso, pero si se trata de algún problema entonces me escaparé de la base y…
—No hagas eso. — Hermia no quería que la policía militar empezara a buscarlo—. ¿Cuándo tienes tu próximo día libre?
—El sábado.
La operadora entró en la línea para decirles que les quedaban diez segundos.
—Estaré allí el sábado…, espero —se apresuró a decir Hermia—. Si no puedes ir, volveré allí cada día durante todo el tiempo que pueda.
—Yo haré lo mismo.
—Ten cuidado. Te quiero.
—Y yo a ti…
La línea se cortó.
Hermia mantuvo el auricular apretado contra su oreja, como si de esa manera pudiese retener un poquito más a Arne. Entonces la operadora le preguntó si quería hacer otra llamada, y ella dijo que no y colgó.
Pagó en el mostrador y luego salió del locutorio, sintiéndose mareada de felicidad. Se detuvo en el vestíbulo de la estación, debajo del gran techo curvo, con personas que pasaban apresuradamente junto a ella en todas direcciones. Arne todavía la amaba. Dentro de dos días lo vería. Alguien chocó con ella, y Hermia salió de la multitud para entrar en un café donde se dejó caer encima de un asiento. Dos días.
El castillo en ruinas al que ambos se habían referido enigmáticamente era Hammershus, que inducía a muchos turistas a visitar la isla danesa de Bomholm, en el mar Báltico. Ella y Arne habían pasado una semana allí en 1939, fingiendo que eran marido y mujer, y un cálido anochecer de verano habían hecho el amor entre las ruinas. Arne tomaría el transbordador a Copenhague, una travesía de siete u ocho horas, o volaría desde Kastrup, con lo que tardaría una hora. La isla quedaba a unos ciento sesenta kilómetros de la península danesa, pero a solo cuarenta kilómetros de la costa sur de Suecia. Hermia tendría que encontrar alguna embarcación de pesca que la llevara ilegalmente a través de aquella corta extensión de agua.
Pero lo que volvía una y otra vez a su mente no era el peligro que iba a correr ella, sino el que correría Arne. Él iba a encontrarse secretamente con una agente del servicio secreto británico. Hermia le pediría que se convirtiera en un espía.
Si Arne era capturado, el castigo sería la muerte.
Dos días después de su detención, Harald regresó a casa.
Heis le había permitido quedarse en la escuela dos días más para que se presentara al último de sus exámenes. Se le permitiría graduarse, aunque no asistir a la ceremonia, para la cual todavía faltaba una semana. Pero lo importante era que su plaza en la universidad no corría peligro. Estudiaría física bajo la tutela de Niels Bohr…, si llegaba a vivir lo suficiente para ello.
Durante aquellos dos días había sabido, a través de Mads Kirke, que la muerte de Poul no había sido causada por un mero estrellarse de su avión. El ejército se negaba a revelar detalles, diciendo que todavía lo estaban investigando, pero otros pilotos le habían contado a la familia que la policía se encontraba en la base en aquellos momentos y que se habían efectuado disparos. Harald estaba seguro, aunque no podía decirle aquello a Mads, de que a Poul lo habían matado debido a su trabajo en la resistencia.
Aun así, cuando iba a casa le tenía más miedo a su padre que a la policía. Era un viaje tediosamente familiar a través de toda Dinamarca desde Jansborg, en el este, hasta Sande, a poca distancia de la costa oeste. Harald conocía cada pequeña estación de pueblo y cada atracadero que olía a pescado y todo el llano paisaje verde que había entre uno y otro lugar. El trayecto requería el día entero, debido a los múltiples retrasos en los trenes, pero Harald deseó que hubiese durado más.
Pasó todo aquel tiempo imaginándose la ira de su padre. Compuso discursos llenos de indignación con los que pretendía justificarse, que incluso él encontró poco convincentes. Probó con toda una serie de disculpas más o menos humildes, sin poder encontrar una fórmula que fuese sincera pero no abyecta. Se preguntó si debía decirles a sus padres que agradecieran el que su hijo aún estuviese vivo, cuando podía haberse encontrado con el mismo destino que Poul Kirke; pero aquello significaba usar de una forma muy vulgar una muerte heroica.
Cuando llegó a Sande, pospuso un poco más su llegada andando hacia su casa a lo largo de la playa. La marea se había retirado y el mar apenas era visible a un kilómetro y medio de distancia, una angosta tira de azul oscuro salpicada por inconstantes pinceladas de espuma blanca que quedaban atrapadas entre el intenso azul del cielo y la arena de un color marrón oscuro. Unas cuantas personas disfrutaban de la festividad andando por las dunas, y un grupo de muchachos que tendrían doce o trece años estaba jugando al fútbol. Habría sido una alegre escena de no ser por los nuevos búnkers de cemento gris situados a intervalos de un kilómetro a lo largo de la línea de la marea alta, erizados de artillería y ocupados por soldados con cascos de acero.
Harald llegó a la nueva base militar y salió de la playa para seguir el largo rodeo impuesto alrededor de ella, agradeciendo el retraso adicional. Se preguntó si Poul habría conseguido enviar a los británicos su esbozo del equipo de radio. En caso contrario, la policía tenía que haberlo encontrado. ¿Se estarían preguntando quién lo había dibujado? Afortunadamente no había nada que pudiera relacionarlo con él. Aun así, daba miedo pensarlo. La policía seguía sin saber que él era un criminal, pero ahora sabían algo acerca de su crimen.
Finalmente divisó su casa. Al igual que la iglesia, la rectoría había sido construida al estilo local, con ladrillos pintados de rojo y una techumbre de cañizo que descendía por encima de las ventanas, como un sombrero que hubiera sido calado sobre los ojos para mantener alejada la lluvia. El dintel de la puerta principal estaba pintado con franjas inclinadas de negro, blanco y verde, una tradición local.
Harald fue a la parte de atrás y miró por el cristal en forma de diamante incrustado en la puerta de la cocina. Su madre estaba sola. La observó durante unos instantes, preguntándose cómo habría sido cuando tenía la edad de él. Hasta donde llegaba su memoria ella siempre había tenido aspecto de cansada, pero en algún momento tuvo que haber sido hermosa.
Según la leyenda familiar, el padre de Harald, Bruno, estaba considerado por todo el mundo como un eterno soltero a la edad de treinta y siete años, completamente dedicado a la labor de su pequeña secta. Entonces había conocido a Lisbeth, diez años más joven que él, y le había entregado su corazón. Tan locamente enamorado estaba que fue a la iglesia luciendo una corbata de colores en un intento de parecer romántico, y los diáconos se vieron obligados a reñirle severamente por llevar un atuendo inadecuado.
Mientras contemplaba a su madre inclinada sobre el fregadero, frotando un cazo, Harald intentó imaginarse aquellos cabellos grises tal como habían sido en el pasado, relucientes y negros como el azabache, y los ojos color almendra brillando con destellos de humor; sin las arrugas de la cara, con el cansado cuerpo lleno de energía. Tenía que haber sido irresistiblemente atractiva, supuso Harald, para haber desviado los implacablemente santos pensamientos de su padre hacia los deseos de la carne. Costaba de imaginar.
Entró, dejó su maleta en el suelo y besó a su madre.
—Tu padre está fuera —dijo ella.
—¿Adónde ha ido?
—Ove Borking está enfermo.
Ove era un viejo pescador y un fiel miembro de la congregación, y Harald se sintió aliviado. Cualquier aplazamiento de la confrontación suponía un respiro.
Su madre tenía un aspecto solemne y triste. Su expresión conmovió el corazón de Harald.
—Siento haberos dado este disgusto, madre —dijo.
—Tu padre está destrozado —dijo ella—. Axel Flemming ha convocado una reunión de emergencia de la junta de diáconos para discutir el asunto.
Harald asintió. Ya se había imaginado que los Flemming iban a sacar el máximo provecho posible de aquello.
—Pero ¿por qué lo hiciste? — preguntó su madre con voz quejumbrosa.
Harald no tenía ninguna respuesta que dar a aquella pregunta.
Su madre le preparó un bocadillo para la cena.
—¿Se sabe algo del tío Joachim? — preguntó él.
—Nada. No recibimos respuesta a nuestras cartas.
Los problemas de Harald parecieron quedar reducidos a nada cuando pensó en su prima Monika, sin dinero y perseguida, sin ni siquiera saber si su padre estaba muerto o aún vivía. Mientras Harald estaba creciendo, la visita anual de los primos Goldstein había su puesto el punto culminante del año. La atmósfera monástica de la rectoría quedaba transformada durante dos semanas, y el lugar se llenaba de gente y ruido. El pastor sentía por su hermana y su familia una indulgente ternura que no mostraba a ninguna otra persona, ciertamente no a sus propios hijos, y les sonreía benignamente mientras cometían transgresiones, como comprar helado en domingo, por las que hubiese castigado a Harald y Arne. Para Harald, el sonido de la lengua alemana significaba risas, bromas y diversión. Ahora se preguntaba si los Goldstein volverían a reír alguna vez.
Encendió la radio para escuchar las noticias sobre la guerra. Eran malas. La ofensiva británica en África del Norte había sido abandonada después de que hubiera sufrido un terrible fracaso. La mitad de sus tanques se perdieron, inmovilizados en el desierto por fallos mecánicos o destruidos por los experimentados artilleros antitanque alemanes. El Eje seguía dominando toda el África del Norte. La radio danesa y la BBC contaban esencialmente la misma historia.
A medianoche una formación de bombarderos pasó por el cielo. Harald miró fuera y vio que iban hacia el este. Aquello quería decir que eran británicos. Ahora los bombarderos eran todo lo que les quedaba a los británicos.
Harald permaneció despierto durante mucho rato. Se preguntó por qué estaba tan asustado. Era demasiado mayor para que le pegaran. La ira de su padre era formidable, pero ¿cuán terrible podía llegar a ser una reprimenda verbal? Harald no se dejaba intimidar fácilmente. Más bien lo contrario: la autoridad siempre lo llenaba de disgusto, y tendía a desafiarla por un puro impulso de rebelión.
La corta noche llegó a su fin, y un rectángulo de la grisácea luz del alba apareció alrededor de la cortina de su ventana como el marco de un cuadro. Harald se quedó dormido. Su último pensamiento fue que quizá lo que realmente temía no era que le ocurriese algo a él, sino el sufrimiento de su padre.
Una hora después fue bruscamente despertado.
La puerta se abrió de pronto, la luz se encendió y el pastor se detuvo junto a la cama de Harald, totalmente vestido, con las manos apoyadas en las caderas y el mentón sobresaliendo hacia delante.
—¿Cómo has podido hacerlo? — gritó.
Harald se sentó en la cama parpadeando y contempló a su padre, alto, calvo y vestido de negro, quien lo estaba observando fijamente con aquella mirada de ojos azules que aterraba a su congregación.
—¿En qué estabas pensando? — preguntó su padre con voz enfurecida—. ¿Qué pudo impulsarte a hacer tal cosa?
Harald no quería esconderse en su cama igual que un niño. Echó la sábana a un lado y se levantó. Como hacía calor, había dormido llevando únicamente sus calzoncillos.
—Cúbrete, muchacho —dijo su padre—. Estás prácticamente desnudo.
Lo irrazonable de aquella crítica dejó lo bastante indignado a Harald para que replicara a ella.
—Si la ropa interior te ofende, entonces no entres en los dormitorios sin llamar.
—¿Llamar? ¡No me digas que he de llamar a las puertas en mi propia casa!
Harald padeció la familiar sensación de que su padre tenía una respuesta para todo.