—No está aquí —dijo Tilde.
—¿Quién?
—Inge.
Peter volvió a besarla, pero pasados unos momentos se dio cuenta de que no se estaba excitando. Poniendo punto final al beso, se sentó en el borde de la cama.
—A mí me ocurre igual —dijo Tilde.
—¿A qué te refieres?
—No paro de pensar en Oskar.
—Está muerto.
—Inge bien podría estarlo.
Peter torció el gesto.
—Lo siento —dijo Tilde—. Pero es cierto. Estoy pensando en mi marido, tú estás pensando en tu esposa, y a ellos les da absolutamente igual.
—No fue así anoche, en mi apartamento.
—Entonces no nos dimos tiempo para pensar.
Peter pensó que aquello era ridículo. En su juventud había sido un seductor confiado y seguro de sí mismo, capaz de persuadir a muchas mujeres de que se entregaran a él, y de dejar bien satisfechas a la mayoría de ellas. ¿Sería simplemente que había perdido la práctica?
Se quitó el albornoz y se metió en la cama junto a ella. Tilde era una presencia cálida acogedora, y las redondeces de su cuerpo estaban suaves al tacto debajo de su camisón. Ella apagó la luz y Peter la besó, pero no fue capaz de reavivar la pasión de la noche anterior.
Yacieron el uno al lado del otro en la oscuridad.
—No importa —dijo Tilde—. Tienes que dejar atrás el pasado, y te cuesta mucho hacerlo.
Peter volvió a besarla, brevemente, y luego se levantó y regresó a su habitación con signos de estar muy cansado.
La vida de Harald estaba destrozada. Se habían esfumado todos sus proyectos y no tenía futuro. Pero, en vez de torturarse pensando en su destino, estaba impaciente por encontrarse de nuevo con Karen Duchwitz. Recordaba su blanca piel y sus cabellos intensamente rojos, su manera de andar por la habitación, como si estuviera bailando. Nada le parecía más importante que volver a verla.
Dinamarca es un país pequeño y hermoso, pero yendo a cuarenta kilómetros por hora parecía el interminable desierto. La motocicleta que quemaba turba de Harald tardó un día y medio en ir desde su casa en Sande hasta Kirstenslot, cruzando todo el país.
El progreso de la motocicleta por aquel paisaje que se ondulaba monótonamente se volvió todavía más lento debido a las averías. Harald sufrió un pinchazo cuando se encontraba a unos ochenta kilómetros de su casa. Luego, en el largo puente que unía la península de Jutlandia con la isla central de Fionia, se le rompió la cadena. Originalmente la motocicleta Nimbus había tenido un eje de impulsión, pero como conectarlo a un motor de vapor resultaba muy difícil, Harald había cogido una cadena y unas cuantas ruedas dentadas de una vieja cortadora de césped. Entonces tuvo que empujar la motocicleta durante varios kilómetros hasta un garaje y hacer que le pusieran una nueva conexión. Cuando hubo terminado de atravesar Fionia, ya había partido el último transbordador que iba a la isla de Selandia. Aparcó la motocicleta, dio cuenta de la comida que le había dado su madre —tres gruesas lonchas de jamón y una rebanada de pastel— y pasó una fría noche en el muelle esperando. Cuando volvió a encender la caldera a la mañana siguiente, la válvula de seguridad había producido una filtración, pero Harald consiguió taponarla con goma de mascar y un poco de masilla.
Llegó a Kirstenslot a última hora de la tarde del sábado. Aunque estaba impaciente por ver a Karen, no fue inmediatamente al castillo. Pasó por delante del monasterio en ruinas y la entrada al castillo, cruzó el pueblecito con su iglesia, su taberna y su estación de tren, y encontró la granja que había visitado yendo con Tik. Estaba seguro de que allí podría conseguir un trabajo. Era el momento apropiado del año, y él era joven y fuerte.
Una gran alquería se alzaba en el centro de un patio muy limpio. Mientras aparcaba la motocicleta, Harald se vio observado por dos niñas, que imaginó serían nietas del granjero Nielsen, el hombre de cabellos blancos al que había visto volviendo de la iglesia.
Encontró al granjero en la parte de atrás de la casa, vestido con una camisa sin cuello y unos embarrados pantalones de pana, apoyado en una valla y fumando una pipa.
—Buenas tardes, señor Nielsen —dijo.
—Hola, muchacho —dijo Nielsen cautelosamente—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Me llamo Harald Olufsen. Necesito un trabajo, y Josef Duchwitz me dijo que usted contrata gente durante el verano.
—Este año no, hijo.
Harald quedó consternado. Ni siquiera se le había ocurrido tomar en consideración la posibilidad de que su oferta fuera rechazada.
—Soy muy trabajador…
—No lo dudo, y pareces lo bastante fuerte, pero no estoy contratando a nadie.
—¿Por qué no?
Nielsen arqueó una ceja.
—Podría decirte que eso no es asunto tuyo, muchacho, pero yo también fui un joven impetuoso, así que te diré que los tiempos se han puesto muy duros, los alemanes compran la mayor parte de lo que produzco a un precio decidido por ellos, y no hay dinero para pagar a los trabajadores estacionales.
—Trabajaré a cambio de comida —dijo Harald desesperadamente. No podía volver a Sande.
Nielsen le lanzó una mirada penetrante.
—Se diría que te has metido en alguna clase de lío, ¿verdad? Pero no puedo contratarte en esos términos. Tendría problemas con el sindicato.
No parecía haber ninguna manera de solucionarlo. Harald buscó alguna alternativa. Quizá pudiera encontrar trabajo en Copenhague, pero ¿dónde viviría entonces? Ni siquiera podía acudir a su hermano, que vivía en una base militar donde no estaba permitido que las visitas se quedaran a dormir.
—Lo siento, hijo —dijo Nielsen al ver lo preocupado que se había quedado Harald, y vació su pipa golpeándola contra el tablón de arriba de la valla—. Ven, te acompañaré hasta fuera.
El granjero probablemente pensaba que Harald se encontraba lo bastante desesperado para robar. Los dos fueron alrededor de la casa hasta llegar al patio delantero.
—¿Qué demonios es eso? — dijo Nielsen en cuanto vio la motocicleta, con su caldera exhalando vapor suavemente.
—No es más que una motocicleta normal y corriente, pero la he modificado para que funcione con turba.
—¿Qué distancia has recorrido en ella?
—He venido desde Morlunde.
—¡Santo Dios! Parece a punto de estallar en cualquier momento.
Harald se sintió ofendido.
—No hay ningún peligro —dijo con indignación—. Entiendo de motores. De hecho, hace unas semanas reparé uno de sus tractores. — Por un instante Harald se preguntó si Nielsen no podría contratarlo impulsado por la gratitud, pero luego se dijo que no debía ser tan idiota. La gratitud no pagaría salarios—. Tenía una filtración en la bomba de inyección.
Nielsen frunció el ceño.
—Lo que tú digas.
Harald echó otro trozo de turba dentro de la caja de fuego.
—Estaba pasando el fin de semana en Kirstenslot. Josef y yo nos encontramos con uno de sus hombres, Frederik, cuando él estaba intentando poner en marcha un tractor.
—Ya me acuerdo. Así que tú eres aquel muchacho, ¿eh?
—Sí —dijo Harald, subiéndose a la motocicleta.
—Espera un momento. Quizá pueda contratarte.
Harald lo miró, sin atreverse a concebir esperanzas.
—No puedo permitirme tener trabajadores, pero un mecánico ya es otra cosa —dijo Nielsen—. ¿Entiendes de toda clase de maquinaria?
Harald decidió que no era el momento de ser modesto.
—Normalmente puedo reparar cualquier cosa que tenga un motor.
—Yo tengo media docena de máquinas que ahora no están haciendo nada debido a la falta de recambios. ¿Crees que podrías hacerlas funcionar?
—Sí.
Nielsen miró la motocicleta.
—Si eres capaz de hacer eso, quizá podrías reparar mi sembradora.
—No veo por qué no.
—De acuerdo —dijo el granjero con súbita decisión—. Te pondré a prueba.
—¡Gracias, señor Nielsen!
—Mañana es domingo, así que preséntate aquí a las seis de la mañana del lunes. Nosotros los granjeros empezamos a trabajar temprano.
—Aquí estaré.
—No llegues tarde.
Harald abrió el regulador para dejar que el vapor entrara en el cilindro y se fue antes de que Nielsen pudiera cambiar de parecer.
En cuanto estuvo lo bastante lejos para que no lo pudieran oír, Harald dejó escapar un grito de triunfo. Tenía un trabajo —uno mucho más interesante que servir a la clientela en una mercería—, y lo había conseguido él solo. Se sintió lleno de confianza en sí mismo. Tendría que arreglárselas por su cuenta, pero era joven, fuerte e inteligente. Todo iba a salir bien.
Ya estaba oscureciendo cuando entró en el pueblo, y estuvo a punto de no ver al hombre con un uniforme de policía que entró en el camino y le hizo señas de que se detuviera. Harald frenó en el último instante, y la caldera exhaló una nube de vapor a través de la válvula de seguridad. Harald reconoció al policía como Per Hansen, el nazi local.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Hansen, señalando la motocicleta.
—Es una motocicleta Nimbus reconvertida para que funcione con vapor —le dijo Harald.
—Pues a mí me parece bastante peligrosa.
Harald enseguida perdía la paciencia con aquella clase de entrometidos, pero se obligó a responder educadamente.
—Le aseguro que es totalmente inofensiva, agente. ¿Está llevando a cabo alguna clase de investigación oficial, o solo quería satisfacer su curiosidad?
—No seas tan descarado conmigo, muchacho. Te he visto antes, ¿verdad?
Harald se dijo que no debía enemistarse con la ley. Aquella semana ya había pasado una noche en la cárcel.
—Me llamo Harald Olufsen.
—Eres un amigo de los judíos que hay en el castillo.
Harald perdió los estribos.
—Quienes sean mis amistades no es asunto suyo.
—¡Vaya! ¿No lo es? —Hansen puso cara de satisfacción, como si hubiera obtenido el resultado que deseaba—. Ya te he tomado la medida, joven —dijo maliciosamente—. No te quitaré el ojo de encima. Y ahora vete.
Harald se fue, maldiciendo por lo poco que le costaba enfadarse. Ahora había convertido en un enemigo al policía local solo por una observación acerca de los judíos. ¿Cuándo aprendería a no meterse en líos?
Detuvo la motocicleta en la fachada oeste de la iglesia abandonada; luego fue andando por el claustro y entró en la iglesia por una puerta lateral. Al principio solo pudo distinguir formas fantasmales a la tenue luz del anochecer que entraba por los ventanales. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, distinguió el largo Rolls Royce debajo de su lona, las cajas llenas de viejos juguetes, y el biplano Hornet Moth con sus alas plegadas. Harald tuvo la sensación de que nadie había entrado en la iglesia desde la última vez que él estuvo allí.
Abrió la gran puerta principal, metió la motocicleta por ella y la cerró.
Luego se permitió un instante de satisfacción mientras apagaba el motor de vapor. Había cruzado todo el país en su motocicleta improvisada, había conseguido un trabajo y había encontrado un sitio en el cual quedarse. A menos que tuviera muy mala suerte, su padre no podría averiguar dónde estaba; pero en el caso de que hubiera alguna noticia familiar importante, su hermano sabía cómo ponerse en contacto con él. Y lo mejor de todo era que había una buena probabilidad de que viera a Karen Duchwitz. Se acordó de que a ella le gustaba fumar un cigarrillo en la terraza después de cenar, y decidió ir allí y ver si la encontraba. Era arriesgado —podía ser visto por el señor Duchwitz—, pero aquel día se sentía muy afortunado.
En una esquina de la iglesia, junto al banco de trabajo y el estante de las herramientas, había una pileta con un grifo de agua fría. Harald llevaba dos días sin lavarse. Se quitó la camisa y se aseó lo mejor que pudo hacerlo sin jabón. Luego lavó la camisa con agua, la colgó a secar en un clavo, y se puso la camisa limpia que llevaba en la bolsa.
Un camino recto como una flecha que tendría unos ochocientos metros de largo iba desde las puertas principales de la propiedad hasta el castillo, pero quedaba demasiado al descubierto, y Harald siguió una ruta más alejada para aproximarse al lugar a través del bosque. Pasó por delante de los establos, cruzó el huerto que abastecía a la cocina y estudió la parte de atrás de la casa desde el cobijo que le ofrecía un cedro. Pudo identificar la sala de estar por sus puertaventanas, que se hallaban abiertas a la terraza. Se acordaba de que el comedor estaba justo al lado. Las cortinas del oscurecimiento todavía no se encontraban corridas, porque las luces eléctricas aún no habían sido encendidas, aunque Harald vio el parpadeo de una vela.
Supuso que la familia estaba cenando. Tik estaría en la escuela —a los muchachos de la Jansborg Skole se les permitía ir a casa una vez cada quince días, y aquel era un fin de semana escolar— por lo que los comensales se limitarían a Karen y sus padres, a menos que hubiera invitados. Harald decidió arriesgarse a echar un vistazo más de cerca.
Cruzó la extensión de césped y subió sigilosamente hacia la casa. Oyó la voz de un locutor de la BBC diciendo que las fuerzas francesas de Vichy habían abandonado Damasco dejándolo en manos de un ejército compuesto por británicos, soldados de la Commonwealth y franceses libres. Oír hablar de una victoria británica representaba un cambio muy agradable, pero a Harald le costaba ver de qué manera unas buenas noticias llegadas de Siria iban a ayudar a su prima Monika en Hamburgo. Atisbando a través de la puertaventana del comedor, vio que la cena ya había terminado y una doncella estaba recogiendo la mesa.
Un instante después, una voz habló detrás de él diciendo:
—¿Qué te crees que estás haciendo?
Harald se volvió en redondo.
Karen venía hacia él por la terraza. Su pálida piel parecía relucir con luz propia bajo la penumbra del anochecer. Llevaba un vestido de seda de un azul verdoso suavemente aguado. Su porte de bailarina creaba la impresión de que estaba deslizándose sobre el suelo. Parecía un fantasma.
—¡Calla! — dijo Harald.
Ya apenas si había luz, y Karen no lo reconoció.
—¿Callarme? — exclamó con indignación. No había nada de fantasmal en su tono desafiante—. ¿Encuentro a un intruso mirando dentro de mi casa por una ventana y me dice que me calle? — Se oyó un ladrido procedente del interior.
Harald no fue capaz de decidir si Karen estaba genuinamente escandalizada o soso divertida.