Vuelo final (20 page)

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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

BOOK: Vuelo final
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Un hombre ya bastante mayor ataviado con un yarmulke salió del hogar de ancianos judío que había al lado de la sinagoga.

—¿Puedo ayudarles en algo? — preguntó cortésmente.

—Somos policías —dijo Peter—. ¿Quién es usted?

El rostro del hombre adquirió una expresión de miedo tan abyecto que Peter casi sintió pena por él.

—Me llamo Gorm Rasmussen y soy el encargado de día del hogar —dijo con voz temblorosa.

—¿Tiene llaves de la sinagoga?

—Sí.

—Entremos en ella.

El hombre sacó un manojo de llaves de su bolsillo y abrió una puerta.

La mayor parte del edificio estaba ocupada por la sala principal, una estancia suntuosamente decorada con columnas egipcias doradas que sostenían galerías encima de los pasillos laterales.

—Estos judíos tienen montones de dinero —musitó Conrad.

—Enséñeme su lista de miembros —le dijo Peter a Rasmussen.

—¿Lista de miembros? ¿Qué quiere decir?

—Ustedes han de tener los nombres y las direcciones de las personas que forman su congregación.

—No, no… Todos los judíos son bienvenidos.

El instinto de Peter le dijo que el hombre estaba diciendo la verdad, pero registraría el lugar de todas maneras.

—¿Hay algún despacho?

—No. Solo disponemos de pequeños cuartos para que el rabino y otros dignatarios puedan vestirse, y un guardarropa para que la congregación deje sus chaquetas y abrigos en él.

Peter hizo una seña con la cabeza a Dresler y Conrad.

—Examínenlos. — Fue por el centro de la sala hasta llegar al púlpito y subió un corto tramo de escalones que llevaba a un estrado. Detrás de una cortina encontró una hornacina oculta—. ¿Qué tenemos aquí?

—Los rollos de la Torá —dijo Rasmussen.

Había seis grandes rollos de aspecto muy pesado cuidadosamente envueltos en paños de terciopelo que proporcionarían unos escondites perfectos para documentos secretos.

—Desenvuélvalos todos —dijo Peter—. Extiéndalos encima del suelo para que yo pueda ver que no hay nada dentro.

—Sí, enseguida.

Mientras Rasmussen estaba haciendo lo que le había ordenado, Peter se alejó unos metros con Tilde, y le habló mientras seguía mirando con suspicacia al encargado.

—¿Te encuentras bien?

—Ya te lo había dicho.

—Si encontramos algo, ¿admitirás que yo tenía razón?

Tilde sonrió.

—¿Y si no encontramos nada, admitirás tú que estabas equivocado?

Peter asintió, sintiéndose complacido al ver que Tilde no estaba enfadada con él.

Rasmussen extendió los rollos, que estaban cubiertos de escritura hebrea. Peter no vio nada sospechoso. Supuso que era posible que no tuvieran ningún registro de miembros. Lo más probable era que antes sí tuviesen uno, pero lo hubieran destruido como precaución el día en que los alemanes invadieron Dinamarca. Peter se sintió muy frustrado. Había tenido que esforzarse mucho para poder llevar a cabo aquel registro, y había conseguido hacerse todavía más impopular ante su jefe. Sería lamentable que todo terminara quedando en nada.

Dresler y Conrad volvieron de extremos opuestos del edificio. Dresler venía con las manos vacías, pero Conrad traía consigo un ejemplar del periódico
Realidad
.

Peter cogió el periódico y se lo enseñó a Rasmussen.

—Esto es ilegal.

—Lo lamento —dijo el hombre. Parecía como si pudiera echarse a llorar en cualquier momento—. Los meten por el buzón.

Las personas que imprimían el periódico no estaban siendo buscadas por la policía, con lo que quienes se limitaban a leerlo no corrían absolutamente ningún peligro. Pero Rasmussen no lo sabía, y Peter explotó su ventaja moral.

—Tienen que escribirle a su gente de vez en cuando —dijo.

—Bueno, naturalmente, a los dirigentes de la comunidad judía. Pero no tenemos ninguna lista. Sabemos quiénes son. — Intentó esbozar una débil sonrisa—. Igual que usted, me imagino.

Así era. Peter conocía los nombres de más de una docena de judíos prominentes: un par de banqueros, un juez, varios profesores de universidad, algunas figuras políticas, un pintor. No era detrás de ellos de quienes andaba, porque eran demasiado conocidos para ser espías. Aquella clase de personas no podían estar de pie en el muelle contando barcos sin que se fijaran en ellas.

—¿No envían cartas a personas corrientes, pidiéndoles que hagan donativos benéficos o hablándoles de acontecimientos que ustedes están organizando, celebraciones, salidas al campo, conciertos?

—No —dijo el hombre—. Nos limitamos a poner un aviso en el centro de la comunidad.

—Ah —dijo Peter con una sonrisa de satisfacción—. El centro de la comunidad. ¿Y dónde está eso?

—Cerca de Christiansborg, en Ny Kongensgade.

Aquello quedaba a cosa de un kilómetro y medio de distancia.

—Dresler, mantén a este tipo aquí durante quince minutos y asegúrate de que no advierte a nadie —dijo Peter.

Fueron a la calle llamada Ny Kongensgade. El centro de la comunidad judía era un gran edificio del siglo XVIII con un patio interno y una elegante escalinata, aunque necesitaba que lo redecorasen. La cafetería estaba cerrada, y no había nadie jugando al ping—pong en el sótano. Un hombre joven, bien vestido y de aire desdeñoso, tenía a su cargo la administración del centro. Dijo que no disponían de ninguna lista de nombres y direcciones, pero los detectives registraron el lugar de todas maneras.

El joven se llamaba Ingemar Gammel, y algo en él dio que pensar a Peter. ¿Qué era? A diferencia de Rasmussen, Gammel no estaba asustado; pero si antes Peter había sentido que Rasmussen estaba asustado pero era inocente, Gammel le producía la impresión opuesta.

Gammel se sentó detrás de un escritorio, luciendo un chaleco con un reloj de cadena, y contempló con expresión impasible cómo era saqueado su despacho. Sus ropas parecían caras. ¿Por qué un joven acomodado estaba actuando allí como secretario? Normalmente aquella clase de trabajo era desempeñado por chicas que cobraban un sueldo muy bajó, o por amas de casa de clase media cuyos hijos habían volado del nido.

—Me parece, que esto es lo que estamos buscando, jefe —dijo Conrad, entregando a Peter un bloc de notas negro en espiral—. Una lista de agujeros de ratas.

Peter lo abrió y vio página tras página de nombres y direcciones, varios centenares de ellas.

—Hemos dado en el blanco —dijo—. Bien hecho. — Pero el instinto le decía que había más cosas que encontrar—. Que todo el mundo siga buscando por si aparece algo más.

Pasó las páginas, buscando algo extraño, familiar, o… lo que fuese. Estaba experimentando aquella vieja sensación de insatisfacción, pero nada atrajo su mirada.

La chaqueta de Gammel colgaba de un gancho detrás de la puerta. Peter leyó la etiqueta del sastre. El traje había sido confeccionado por Anderson Sheppard de Savile Row, Londres, en 1938. Peter sintió una punzada de celos. Él compraba su ropa en las mejores tiendas de Copenhague, pero nunca había podido permitirse tener un traje inglés. En el bolsillo delantero de la chaqueta había un pañuelo de seda. Peter encontró un clip para billetes abundantemente provisto dentro del bolsillo lateral izquierdo. En el bolsillo derecho había un billete de tren para Aarhus, de ida y vuelta, con un agujero limpiamente perforado por la taladradora de un inspector de billetes.

—¿Por qué fue a Aarhus?

—Para visitar a unos amigos.

Peter recordó que el mensaje descifrado había incluido el nombre del regimiento alemán estacionado en Aarhus. No obstante, Aarhus era la ciudad más grande después de Copenhague, y centenares de personas iban y venían entre las dos ciudades cada día.

Dentro del bolsillo interior de la chaqueta había un delgado diario. Peter lo abrió.

—¿Disfruta con su trabajo? — preguntó Gammel.

Peter levantó la vista hacia él con una sonrisa en los labios. Disfrutaba haciendo enfurecer a los ricos de modales ampulosos que se creían superiores a las personas corrientes. Pero lo que dijo fue:

—Igual que un fontanero, veo un montón de mierda. — Luego volvió a dirigir su mirada hacia el diario de Gammel.

La letra de Gammel era elegante, al igual que su traje, con grandes mayúsculas y aparatosas curvas. Todas las entradas que había en el diario parecían normales: fechas para almorzar, teatros, el cumpleaños de mamá, telefonear a Jorgen acerca de Wilder.

—¿Quién es Jorgen? — preguntó Peter.

—Mi primo, Jorgen Lumpe. Nos intercambiamos libros.

—¿Y Wilder?

—Thornton Wilder.

—¿Y él es…?

—El escritor norteamericano. El puente de San Luis Rey. Tiene que haberla leído.

Aquellas últimas palabras contenían un escarnio, la implicación de que los policías no eran lo suficientemente cultos para leer novelas extranjeras. Pero Peter no hizo caso y pasó a las últimas páginas del diario. Tal como había esperado, encontró una lista de nombres y direcciones, algunas con números de teléfono. Alzó la mirada hacia Gammel, y creyó ver el atisbo de un rubor en sus mejillas pulcramente afeitadas. Aquello era prometedor. Examinó la lista con mucha atención. Escogió un nombre al azar.

—Hilde Bjergager. ¿Quién es?

—Una amiga —respondió Gammel fríamente. Peter probó con otro nombre.

—¿Bertil Bruun?

Gammel no se inmutó.

—Jugamos al tenis.

—Fred Eskildsen.

—El gerente de mi banco.

Los otros detectives habían dejado de buscar y guardaban silencio, percibiendo la tensión.

—¿Poul Kirke?

—Un viejo amigo.

—Preben Klausen.

—Un marchante de cuadros.

Gammel mostró una sombra de emoción por primera vez, pero esta consistió más en alivio que en culpabilidad. ¿Por qué? ¿Pensaba que había conseguido ocultar algo? ¿Cuál era el significado del marchante de cuadros Klausen? ¿O el nombre importante era el anterior? ¿Habría mostrado alivio Gammel porque Peter había pasado a preguntar por Klausen?

—¿Poul Kirke es un viejo amigo?

—Estuvimos juntos en la universidad. — La voz de Gammel no había perdido su firmeza, pero ahora había una leve sugerencia de miedo en sus ojos.

Peter miró a Tilde, y esta inclinó ligeramente la cabeza. Ella también había notado algo en la reacción de Gammel.

Peter volvió a mirar el diario. No había ninguna dirección para Kirke, pero al lado del número de teléfono había una «N», escrita con una letra bastante más pequeña de lo que era habitual en las mayúsculas de Gammel.

—¿Qué significa esta N? — preguntó Peter.

—Naestved. Es su número de teléfono en Naestved.

—¿Cuál es su otro número?

—No tiene ningún otro número.

—¿Y entonces por qué necesita usted la anotación?

—Pues si quiere que le diga la verdad, no me acuerdo —respondió Gammel, mostrando irritación.

Podía ser verdad. Por otra parte, «N» también podía ser una abreviatura de «Vigilantes Nocturnos».

—¿Qué hace su amigo para ganarse la vida? — preguntó Peter.

—Es piloto.

—¿Dónde?

—En el ejército.

—Ah. — Peter había especulado con la posibilidad de que los Vigilantes Nocturnos pudieran estar en el ejército, debido a su nombre y a la precisión con que sabían observar los detalles militares—. ¿En qué base está?

—Vodal.

—Creía que había dicho que vivía en Naestved.

—Está cerca.

—Queda a casi cuarenta kilómetros de distancia.

—Bueno, así es como lo recuerdo yo.

Peter asintió pensativamente, y luego le dijo a Conrad:

—Arreste a este capullo embustero.

El registro del apartamento de Ingemar Gammel resultó decepcionante. Peter no encontró nada de interés: ningún libro de códigos, ninguna literatura subversiva, ningún arma. Llegó a la conclusión de que Gammel tenía que ser una figura menor dentro de la red de espionaje, una cuyo papel consistía simplemente en hacer observaciones y comunicárselas a un contacto central. Ese hombre clave compilaría los mensajes y los enviaría a Inglaterra. Pero ¿quién era la figura alrededor de la cual giraba todo? Peter abrigaba la esperanza de que pudiera ser Poul Kirke.

Antes de conducir los ochenta kilómetros hasta la escuela de vuelo de Vodal en la que se encontraba estacionado Poul Kirke, Peter pasó una hora en casa con su esposa Inge. Mientras iba dándole de comer sus bocadillos de manzana y miel cortados en diminutos cuadrados, se encontró soñando despierto en una vida doméstica con Tilde Jespersen. Se imaginó contemplando a Tilde mientras ésta se preparaba para salir por la noche: lavándose el pelo y secándoselo vigorosamente con una toalla, sentándose al tocador vestida con su ropa interior para pintarse las uñas, observándose en el espejo mientras ataba un pañuelo de seda alrededor de su cuello. Entonces se dio cuenta de que anhelaba estar con una mujer que pudiera hacer las cosas por sí misma.

Tenía que dejar de pensar de aquella manera. Era un hombre casado. El hecho de que la esposa de un hombre estuviera enferma no proporcionaba una excusa para el adulterio. Tilde era una colega y una amiga, y nunca debería llegar a ser nada más que eso para él.

Sintiéndose nervioso y descontento, encendió la radio y escuchó las noticias mientras esperaba a que llegara la enfermera de la noche. Los británicos habían lanzado un nuevo ataque en África del Norte, atravesando la frontera egipcia para entrar en Libia con una división de tanques en un intento de aliviar el asedio que estaba sufriendo Tobruk. Sonaba como una gran operación, aunque la emisora danesa censurada naturalmente predecía que los cañones antitanque alemanes diezmarían a las fuerzas británicas.

El teléfono sonó, y Peter cruzó la habitación para descolgarlo.

—Aquí Allan Forslund, División de Tráfico. — Forslund era el agente que se ocupaba de Finn Jonk, el conductor borracho que había chocado con el coche de Peter—. El juicio acaba de terminar.

—¿Qué ha sucedido?

—A Jonk le han caído seis meses.

—¿Seis meses?

—Lo siento…

Peter lo vio todo borroso. Sintió que se iba a caer, y puso una mano encima de la pared para apoyarse en ella.

—¿Por destruir la mente de mi esposa y arruinar mi vida? ¿Seis meses?

—El juez dijo que Jonk ya había padecido un auténtico tormento y que tendría que vivir con la culpa durante el resto de su vida.

—¡Eso no son más que chorradas!

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