Inge no mostró ninguna reacción mientras la bañaba. Peter había aprendido a permanecer igual de impasible, incluso cuando tocaba las partes más íntimas del cuerpo de Inge. Secó la suave piel de su esposa con una gran toalla y luego la vistió. La parte más difícil era ponerle las medias. Primero enrolló una media, dejando que solo sobresaliera el dedo gordo del pie. Luego la deslizó con mucho cuidado por el pie de Inge y fue subiéndola por la pantorrilla hasta llegar a su rodilla, para terminar sujetando el extremo superior de la media a los cierres de su liguero. Cuando empezó a hacer aquello llenaba de carreras la media en cada ocasión, pero Peter era un hombre muy persistente y podía llegar a tener muchísima paciencia cuando se le había metido en la cabeza salirse con la suya en algo; y ahora ya era todo un experto.
Ayudó a Inge a introducirse en su alegre vestido de algodón amarillo, y después le añadió un reloj de pulsera de oro y un brazalete. Inge no podía saber qué hora era, pero a veces a Peter le parecía que su esposa casi llegaba a sonreír cuando veía joyas reluciendo en sus muñecas.
Cuando le hubo cepillado el pelo, ambos contemplaron el reflejo de Inge en el espejo. Su esposa era una guapa rubia de tez muy clara, y antes del accidente tenía una sonrisa coqueta y una tímida manera de agitar las pestañas. Ahora su rostro se hallaba vacío de toda expresión.
Durante su visita de Pentecostés a Sande, el padre de Inge había intentado convencerlo de que ingresara a su esposa en una residencia privada. Peter no podía permitirse pagar lo que costaba, pero Axel estaba dispuesto a correr con los gastos. Dijo que quería que Peter fuese libre, aunque la verdad era que estaba desesperado por tener un nieto que llevara su apellido. No obstante, Peter sentía que tenía el deber de cuidar de su esposa. Para él, el deber era la más importante de las obligaciones de un hombre. Si lo rehuía, dejaría de respetarse a sí mismo.
Llevó a Inge a la sala de estar y la sentó junto a la ventana. Dejó la radio, en la que sonaba música, con el volumen bajo, y luego volvió al cuarto de baño.
El rostro que vio en su espejo de afeitarse era de facciones regulares y bien proporcionadas. Inge solía decir que parecía una estrella de cine. Desde el accidente Peter había visto aparecer unos cuantos pelos grises en su rojiza barba mañanera, y había líneas de cansancio alrededor de sus ojos de un castaño anaranjado. Pero también había un porte orgulloso en la postura de su cabeza, y una inamovible rectitud en la firme línea de sus labios.
Cuando se hubo afeitado, se anudó la corbata y se puso su pistolera con la Walther reglamentaria de 7,65 mm, la versión PPK de pistola de siete balas y dimensiones más reducidas diseñada como arma oculta para uso de los detectives. Después fue a la cocina y se comió de pie tres rebanadas de pan de centeno, reservando la escasa mantequilla para Inge.
Se suponía que la enfermera debía venir a las ocho.
Entre las ocho y las ocho y cinco minutos el humor de Peter cambió. Empezó a ir y venir por el pequeño pasillo del piso. Encendió un cigarrillo y luego lo aplastó impacientemente.
Entre las ocho y cinco y las ocho y diez minutos se fue poniendo furioso. ¿Es que no tenía bastantes cosas a las que hacer frente? Combinaba el cuidar de una esposa que no podía valerse por sí misma con un trabajo agotador y de mucha responsabilidad como detective de policía. La enfermera no tenía ningún derecho a fallarle.
Cuando la enfermera llamó al timbre a las ocho y cuarto, Peter abrió la puerta de un manotazo y gritó:
—¿Cómo te atreves a llegar tarde?
La enfermera era una joven regordeta de unos diecinueve años que vestía un uniforme cuidadosamente planchado y llevaba los cabellos pulcramente ordenados debajo de su gorra, con su redondo rostro ligeramente maquillado. La ira de Peter la dejó perpleja.
—Lo siento —dijo.
Peter se hizo a un lado para dejarla entrar. Sentía una fuerte tentación de abofetearla y la enfermera obviamente la percibió, porque pasó junto a él apretando el paso nerviosamente.
Peter la siguió a la sala de estar.
—Has tenido tiempo de arreglarte el pelo y maquillarte —dijo con irritación.
—Ya le he dicho que lo siento.
—¿No comprendes que mi trabajo exige mucho de mí? Tú no tienes en la cabeza nada más importante que pasear con chicos por los jardines del Tívoli, ¡y sin embargo ni siquiera eres capaz de llegar a la hora a tu trabajo!
Ella miró nerviosamente el arma en su funda pistolera, como si temiera que Peter fuese a pegarle un tiro.
—El autobús llevaba retraso —dijo con voz temblorosa.
—¡Pues haber cogido el anterior, vaca perezosa!
—¡Oh! — La enfermera parecía estar a punto de echarse a llorar.
Peter dio media vuelta, reprimiendo el impulso de abofetear su gorda cara. Si la enfermera dejaba el empleo, los problemas de Peter no harían sino empeorar. Se puso la chaqueta y fue hacia la puerta.
—¡No vuelvas a llegar tarde nunca más! — gritó. Luego salió del piso.
Una vez fuera del edificio, subió de un salto a un tranvía que iba hacia el centro de la ciudad. Encendió un cigarrillo y lo fumó con rápidas caladas, intentando tranquilizarse. Todavía estaba furioso cuando bajó del tranvía en el Politigaarden, los osadamente modernos cuarteles de policía, pero la visión del edificio lo calmó: su sólida estructura cuadrada transmitía una tranquilizadora impresión de fortaleza, su piedra de un blanco deslumbrante hablaba de pureza, y sus hileras de ventanas idénticas simbolizaban el orden y la seguridad de la justicia. Peter cruzó el oscuro vestíbulo. En el centro del edificio había un gran patio abierto, con un anillo de columnas dobles delimitando un espacio cubierto que recordaba el claustro de un monasterio. Peter cruzó el patio y entró en su sección.
Allí fue saludado por la agente de detectives Tilde Jespersen, una entre el puñado de mujeres de la fuerza policial de Copenhague. Viuda de un policía y todavía joven, Tilde era tan lista y dura como cualquier hombre del departamento. Peter solía utilizarla para sus trabajos de vigilancia, un papel en el que una mujer tenía menos probabilidades de despertar sospechas. Era bastante atractiva, con ojos azules, rizados cabellos rubios y la clase de figura pequeña y llena de curvas que las mujeres hubiesen calificado de demasiado gruesa, pero que a los hombres les parecía ideal.
—¿El autobús se retrasó? — preguntó Tilde mirándolo con simpatía.
—No. La enfermera de Inge llegó un cuarto de hora tarde. Esa boba tiene la cabeza llena de pájaros.
—Oh, vaya.
—¿Ha ocurrido algo?
—Me temo que sí. El general Braun está con Juel. Quieren verte tan pronto como llegues.
Aquello sí que era mala suerte: una visita de Braun justo el día en que él llegaba tarde al trabajo.
—Maldita enfermera —masculló Peter, y fue hacia el despacho de Juel.
El porte envarado de Juel y sus penetrantes ojos azules hubiesen hecho honor al antepasado naval cuyo apellido llevaba. Como gesto de cortesía hacia Braun, estaba hablando alemán. Todos los daneses que habían recibido una educación podían arreglárselas en alemán, así como también en inglés.
—¿Dónde se había metido, Flemming? — le preguntó a Peter—. Le hemos estado esperando.
—Pido disculpas —replicó Peter en la misma lengua. Excusarse no se consideraba digno, por lo que no dio la razón de su retraso.
El general Braun ya había cumplido los cuarenta. Probablemente hubo un tiempo en el que fue apuesto, pero la explosión que destruyó su pulmón también se había llevado consigo una parte de su mandíbula, y el lado derecho de su cara estaba deformado. Quizá debido a los daños sufridos por su aspecto, Braun siempre llevaba un inmaculado uniforme blanco de campaña, con botas de media caña y pistolera incluidas.
El general era cortés y razonable en la conversación, y hablaba en un tono de voz tan suave que rozaba el susurro.
—Eche un vistazo a esto si tiene la bondad, inspector Flemming —dijo.
Braun había colocado varios periódicos encima del escritorio de Peter, todos ellos abiertos de manera que mostrasen un determinado artículo. Peter vio que siempre se trataba de la misma historia en cada periódico: una descripción de la escasez de mantequilla en Dinamarca, culpando a los alemanes por llevársela toda. Los periódicos eran el Toronto Globe, el Washington Post y el Los Angeles Times. Encima de la mesa también había un periódico danés,
Realidad
, bastante mal impreso y con un aspecto de publicación de aficionados junto a los periódicos legales, pero conteniendo la historia original que habían copiado los demás. Era un pequeño triunfo de la propaganda.
—Conocemos a la mayoría de las personas que producen estos periódicos hechos en casa —dijo Juel, empleando un tono de lánguida seguridad en sí mismo que irritó a Peter. Oyéndolo cualquiera hubiese imaginado que había sido él, y no su famoso antepasado, quien derrotó a la armada sueca en la batalla de la bahía de Koge—. Podríamos detenerlos a todos, claro está. Pero prefiero dejarlos sueltos sin quitarles el ojo de encima. Entonces, si hacen algo serio como volar un puente, sabremos a quién arrestar.
Peter pensó que aquello era una estupidez. Hubiesen debido ser arrestados en aquel momento, para impedir que volaran puentes. Pero ya había tenido aquella misma discusión con Juel antes, por lo que apretó los dientes y no dijo nada.
—Eso habría podido ser aceptable cuando sus actividades quedaban limitadas a Dinamarca —dijo Braun—. ¡Pero esta historia ha circulado por todo el mundo! Berlín está furioso. Y lo último que nos hace falta ahora es que decidan cerrar esas publicaciones. Tendremos a la maldita Gestapo haciendo resonar sus botas por toda la ciudad, creando problemas y metiendo a la gente en la cárcel, y solo Dios sabe dónde terminará eso.
Peter se sintió muy complacido. La noticia estaba teniendo el efecto que él quería que tuviese.
—Ya estoy trabajando en ello —dijo—. Todos esos periódicos de Estados Unidos consiguieron la noticia del servicio cablegráfico de Reuter, el cual la obtuvo en Estocolmo. Creo que el periódico
Realidad
está siendo introducido clandestinamente en Suecia.
—¡Buen trabajo! — dijo Braun.
Peter le lanzó una rápida mirada de soslayo a Juel, quien parecía furioso. Era como para que lo estuviese, naturalmente. Peter era mejor detective que su jefe, e incidentes como aquel lo demostraban. Peter había solicitado el puesto de jefe de la unidad de seguridad cuando este quedó vacante hacía unos años, pero el nombramiento había ido a parar a Juel. Él era unos cuantos años más joven que Juel, pero tenía más casos resueltos con éxito en su historial. No obstante, Juel pertenecía a una élite metropolitana muy pagada de sí misma cuyos componentes habían ido todos a las mismas escuelas, y Peter estaba seguro de que sus integrantes conspiraban para reservarse los mejores puestos y mantener alejados de ellos a las personas de talento que no pertenecían al grupo.
—Pero ¿cómo han podido sacar el periódico de aquí? — preguntó Juel entonces—. Todos los paquetes son inspeccionados por los censores.
Peter titubeó. Había querido obtener confirmación antes de revelar lo que sospechaba. La información que le había llegado de Suecia podía estar equivocada. Pero ahora tenía delante a Braun, arañando el suelo con los pies y mordiendo impacientemente el bocado, y aquel no era el mejor momento para equivocarse.
—Me han dado un soplo. Anoche hablé con un amigo mío que es detective de la policía de Estocolmo y ha estado interrogando discretamente a su servicio cablegráfico. Mi amigo cree que los periódicos llegan en el vuelo de Lufthansa que va de Berlín a Estocolmo y hace escala aquí.
Braun asintió con excitación.
—Así que si registramos a cada uno de los pasajeros que suban al avión aquí en Copenhague, deberíamos dar con la última edición.
—Sí.
—¿El vuelo sale hoy?
Peter sintió que se le caía el alma a los pies. Aquella no era la manera en que trabajaba él. Prefería verificar la información antes de lanzarse a hacer una redada. Pero agradecía la actitud agresiva de Braun, que suponía un agradable contraste con la pereza y la cautela de Juel. De todas maneras, tampoco podía contener la avalancha del impaciente entusiasmo de Braun.
—Sí, dentro de unas horas —dijo, ocultando sus dudas.
La prisa podía echarlo todo a perder. Peter no podía permitir que Braun asumiera el control de la operación.
—¿Se me permite hacer una sugerencia, general?
—Por supuesto.
—Debemos actuar discretamente, para evitar prevenir a nuestro culpable. Reunamos un equipo formado por detectives de la policía y oficiales alemanes, pero mantengámoslos aquí en los cuarteles generales hasta el último minuto. Permitamos que los pasajeros se reúnan para tomar el vuelo antes de entrar en acción. Yo iré al aeródromo de Kastrup sin que nadie me acompañe para hacerlos preparativos de una manera discreta. Cuando los pasajeros hayan facturado su equipaje y el avión haya aterrizado y repostado, y estos se dispongan a subir a bordo, será demasiado tarde para que alguien pueda escabullirse sin ser visto… y entonces podremos caer sobre él.
Braun sonrió como si supiera muy bien de qué estaba hablando Peter.
—Teme que la presencia de un montón de alemanes dando vueltas por allí nos delatará.
—En absoluto, señor —dijo Peter, manteniéndose muy serio. Cuando los ocupantes se burlaban de sí mismos lo más prudente era no tomar parte en ello—. Será importante que usted y sus hombres nos acompañen, por si se da el caso de que haya alguna necesidad de interrogar a ciudadanos alemanes.
El rostro de Braun se envaró al ver rechazada de aquella manera la ocurrencia con la cual se había criticado a sí mismo.
—Desde luego —dijo, y fue hacia la puerta—. Llámenme a mi despacho cuando su equipo esté listo para partir. — Salió.
Peter se sintió muy aliviado. Al menos había recuperado el control. Su única preocupación había sido que el entusiasmo de Braun pudiera haberlo obligado a actuar demasiado pronto.
—Eso de detectar la ruta por la que llevaban los periódicos ha estado muy bien —dijo Juel condescendientemente—. Ha sido todo un auténtico trabajo de detective. Pero habría sido una muestra de tacto por su parte contármelo antes de que se lo dijera a Braun.
—Lo siento, señor —dijo Peter. De hecho, aquello no hubiese sido posible porque Juel ya se había ido de su despacho cuando el detective sueco telefoneó anoche. Pero Peter no presentó la excusa.