—¿Dónde está la saca del correo? — preguntó Peter.
—En el departamento de equipajes.
—Bueno, ¿a qué está esperando? ¡Tráigala aquí, idiota!
Varde se fue. Peter señaló el equipaje con un gesto de disgusto y dijo a sus detectives:
—Libraos de todo eso.
Dresler y Ellegard volvieron a meter las cosas en las maletas sin ningún miramiento. Un mozo de equipajes llegó para llevarlas al Junkers.
—Espere —dijo Peter mientras el hombre empezaba a coger las maletas—. Regístrelo, sargento. — Conrad registró al hombre y no encontró nada.
Varde llevó la saca del correo y Peter la vació, esparciendo las cartas por el suelo. Todas llevaban el sello del censor. Había dos sobres que eran lo bastante grandes para contener un periódico, uno de color blanco y el otro marrón. Peter rasgó el sobre blanco. Contenía seis copias de un documento legal, alguna clase de contrato. El sobre marrón contenía el catálogo de una cristalería de Copenhague. Peter maldijo en voz alta.
Trajeron un carrito encima del que había una bandeja de bocadillos y varias cafeteras para que Peter lo inspeccionara. Aquella era su última esperanza. Peter abrió cada cafetera y derramó el café sobre el suelo. Juel musitó algo acerca de que eso no era necesario, pero Peter estaba demasiado desesperado para que le importara lo que pudiese decir su jefe. Apartó las servilletas de lino que cubrían la bandeja y hurgó con un dedo entre los bocadillos. Para su inmenso horror, descubrió que no había nada. Lleno de rabia, cogió la bandeja y tiró los bocadillos al suelo con la esperanza de encontrar un periódico debajo de ellos, pero solo había otra servilleta de lino.
Peter comprendió que iba a verse completamente humillado: eso lo enfureció todavía más.
—Inicien la operación de reportaje —dijo—. Yo vigilaré cómo lo hacen.
Un camión cisterna se acercó al Junkers. Los detectives apagaron sus cigarrillos y contemplaron cómo el combustible para aviones era bombeado al interior de las alas del aparato. Peter sabía que aquello no servía de nada, pero perseveró tozudamente luciendo una expresión pétrea en el rostro porque no se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Los pasajeros miraban con curiosidad por las ventanillas rectangulares del Junkers, preguntándose sin duda por qué un general alemán y seis civiles tenían que observar la operación de repostaje.
Pronto los depósitos estuvieron llenos y los casquetes cerrados.
A Peter no se le ocurría ninguna manera de retrasar el despegue.
Se había equivocado; estaba quedando como un imbécil.
—Deje subir a los pasajeros —dijo con furia contenida.
Volvió a la sala de partidas, con su humillación ya apurada. Quería estrangular a alguien. Lo había echado todo a perder delante tanto del general Braun como del superintendente Juel. La junta de nombramientos pensaría que lo ocurrido justificaba con creces su decisión de escoger a Juel en vez de a Peter para el puesto más alto. Juel incluso podía utilizar aquel fracaso como una excusa para que Peter fuera trasladado a algún departamento de escasa importancia, como por ejemplo Tráfico.
Se detuvo en la sala para presenciar el despegue. Juel, Braun y los detectives esperaron con él. Varde estaba por allí cerca, esforzándose por poner cara de que no había ocurrido nada que se saliera de lo corriente. Contemplaron cómo los cuatro enfadados pasajeros subían al avión. La dotación de tierra apartó los calces de las ruedas y los arrojó a bordo; luego la portezuela fue cerrada.
El aparato ya empezaba a alejarse de su plaza de estacionamiento cuando Peter tuvo un súbito arranque de inspiración.
—Detenga el avión —le dijo a Varde.
—Por el amor de Dios… —dijo Juel.
Varde puso una cara como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro. Se volvió hacia el general Braun.
—Señor, mis pasajeros…
—¡Detenga el avión! — repitió Peter.
Varde siguió mirando a Braun con expresión suplicante. Pasados unos instantes, Braun asintió.
—Haga lo que dice.
Varde descolgó un auricular.
—Dios mío, Flemming, más vale que tenga una buena razón para hacer esto —dijo Juel.
El avión rodó sobre la pista, describió un círculo completo y regresó a su posición original. La puerta se abrió, y los calces fueron arrojados a la dotación de tierra. Peter se dirigió a uno de ellos.
—Deme ese calce.
El hombre parecía asustado, pero hizo lo que se le decía.
Peter tomó el calce de su mano. Era un sencillo bloque triangular de madera de unos treinta centímetros de altura, sucio, pesado y sólido.
—El otro —dijo Peter.
Agachándose por debajo del fuselaje, el mecánico cogió el otro calce y se lo alargó.
Tenía el mismo aspecto, pero pesaba menos. Haciéndolo girar entre sus dedos, Peter descubrió que una de las caras era una tapa que podía deslizarse hacia un lado. La abrió. Dentro había un paquete cuidadosamente envuelto en tela encerada.
Peter exhaló un suspiro de profunda satisfacción.
El mecánico giró sobre sus talones y echó a correr.
—¡Deténganlo! — gritó Peter, pero no había necesidad de que lo hiciera.
El hombre se apartó de los detectives y trató de pasar corriendo junto a Tilde, sin duda imaginándose que no le costaría nada apartarla de un empujón. La agente giró como una bailarina, dejándolo pasar, y luego extendió un pie y le puso la zancadilla. El mecánico voló por los aires.
Dresler saltó sobre él, lo puso en pie tirándole de los hombros y le retorció el brazo detrás de la espalda.
Peter le hizo un gesto con la cabeza a Ellegard.
—Arreste al otro mecánico. Tiene que haber sabido lo que estaba ocurriendo.
Luego volvió a dirigir su atención hacia el paquete. Quitó la tela encerada. Dentro había dos ejemplares de
Realidad
. Peter se los tendió a Juel.
Juel los examinó y luego alzó la mirada hacia Peter.
Peter lo contempló con expresión expectante, sin decir nada, esperando.
—Bien hecho, Flemming —dijo Juel de mala gana.
Peter sonrió.
—Sólo estaba haciendo mi trabajo, señor.
Juel dio media vuelta.
—Esposen a los dos mecánicos y llévenlos al cuartel general para que sean interrogados —les dijo Peter a sus detectives.
Había algo más en el paquete. Peter sacó de él un fajo de papeles unidos mediante un clip. Las hojas estaban llenas de caracteres mecanografiados en grupos de cinco que no tenían ningún sentido. Peter los contempló con perplejidad durante unos instantes. Entonces se hizo la luz dentro de su mente, y comprendió que aquello era un triunfo mucho más grande de lo que nunca hubiera podido llegar a soñar.
Los papeles que tenía en las manos contenían un mensaje en código.
Peter se los alargó a Braun.
—Me parece que hemos descubierto una red de espionaje, general.
Braun contempló los papeles y palideció.
—Dios mío, tiene usted razón.
—Los militares alemanes quizá tengan un departamento que está especializado en descifrar las claves enemigas, ¿no?
—Desde luego que sí.
—Estupendo —dijo Peter.
Un anticuado carruaje tirado por dos caballos recogió a Harald Olufsen y Tik Duchwitz en la estación de tren del pueblo de Kirstenslot, donde estaba la casa de Tik. Tik explicó que el carruaje había pasado años pudriéndose dentro de un granero, y que lo habían rehabilitado cuando los alemanes impusieron las restricciones de gasolina. Una capa de pintura reciente hacía que la madera reluciera, pero el tiro obviamente consistía en caballos de carro que habían sido tomados prestados de una granja. El cochero tenía el aspecto de alguien que se hubiera sentido más cómodo detrás de un arado.
Harald no estaba seguro de por qué lo había invitado Tik para el fin de semana. Ninguno de los Tres Chalados había visitado nunca las casas de los demás, a pesar de que llevaban siete años siendo grandes amigos en la escuela. La invitación quizá fuera una consecuencia del arranque antinazi de Harald en clase. Los padres de Tik tal vez tuvieran curiosidad por conocer a aquel hijo de un pastor que estaba tan preocupado por la persecución de los judíos.
Salieron de la estación y cruzaron un pueblecito con una iglesia y una taberna. Cuando llegaron al final del pueblecito, salieron del camino y pasaron por entre un par de enormes leones de piedra. Al final de un sendero de medio kilómetro de largo, Harald vio un castillo de cuento de hadas, con baluartes y torretas.
Había centenares de castillos en Dinamarca. A veces Harald encontraba cierto consuelo en aquel hecho. Aunque era un país pequeño, Dinamarca no siempre se había rendido abyectamente a sus beligerantes vecinos. Quizá todavía quedara algo del espíritu vikingo.
Algunos castillos eran monumentos históricos, mantenidos como museos y visitados por turistas. Muchos eran poco más que casas de campo ocupadas por prósperas familias de granjeros. A medio camino entre una cosa y otra existían unas cuantas mansiones espectaculares que eran propiedad de las personas más ricas del país. Kirstenslot —la casa tenía el mismo nombre que el pueblecito— era una de ellas.
Harald se sintió un poco intimidado. Ya sabía que la familia Duchwitz era rica —el padre y el tío de Tik eran banqueros—, pero no estaba preparado para aquello. Se preguntó nerviosamente si sabría comportarse como era debido. Nada en la vida de la rectoría lo había preparado para un lugar semejante.
La tarde de sábado ya se hallaba bastante avanzada cuando el carruaje los dejó en aquella entrada principal que parecía pertenecer a una catedral. Harald entró en la casa, llevando consigo su pequeña maleta. El vestíbulo de mármol estaba lleno de muebles antiguos, jarrones decorados, estatuillas y grandes cuadros al óleo. La familia de Harald se inclinaba a tomar al pie de la letra el Segundo Mandamiento, que prohibía hacer representaciones de cuanto hubiera en el cielo o en la tierra, por lo que en la rectoría no había ninguna clase de imágenes (aunque Harald sabía que él y Arne habían sido fotografiados secretamente cuando eran bebés, ya que había encontrado las fotos escondidas en el cajón donde su madre guardaba las medias). El tesoro artístico que había en la casa de los Duchwitz hizo que se sintiera levemente incómodo.
Tik lo precedió por una gran escalera y lo llevó a un dormitorio.
—Esta es mi habitación —dijo. Allí no había antiguos maestros ni jarrones chinos, solo la clase de cosas que coleccionaba un joven de dieciocho años: un balón de fútbol, una foto de Marlene Dietrich con aspecto muy sensual, un clarinete, un anuncio enmarcado para un coche deportivo Lancia Aprilla diseñado por Pininfarina.
Harald cogió una foto enmarcada. Mostraba a Tik a los cuatro años con una niña que tendría su misma edad.
—¿Quién es la amiguita?
—Mi hermana gemela, Karen.
—Oh. — Harald sabía, vagamente, que Tik tenía una hermana. En la instantánea estaba más alta que él. La foto era en blanco y negro, pero Karen parecía tener la tez más clara—. Obviamente no una gemela idéntica, ya que es demasiado guapa.
—Los gemelos idénticos tienen que ser del mismo sexo, idiota.
—¿Dónde estudia?
—En el Ballet Real de Dinamarca.
—No sabía que tuvieran una escuela.
—Si quieres entrar en el cuerpo de danza, tienes que ir a la escuela. Algunas chicas empiezan a los cinco años. Toman todas las lecciones habituales, y también bailan.
—¿Le gusta?
Tik se encogió de hombros.
—Dice que hay que trabajar mucho. — Abrió una puerta y fue por un corto pasillo hasta un cuarto de baño y un segundo dormitorio, no tan grande como el anterior. Harald lo siguió—. Te alojarás aquí, si te parece bien —dijo Tik—. Compartiremos el cuarto de baño.
—Estupendo —dijo Harald, dejando caer su maleta encima de la cama.
—Podrías tener una habitación más grande, pero entonces estarías a kilómetros de distancia.
—Está mejor así.
—Ven a saludar a mi madre.
Harald siguió a Tik por el pasillo principal del primer piso. Tik llamó con los nudillos a una puerta, la abrió un poco y dijo:
—¿Recibes visitas de caballeros, madre?
—Entra, Josef—replicó una voz.
Harald siguió a Tik al interior del saloncito privado de la señora Duchwitz, una preciosa habitación con fotos enmarcadas en todas las superficies planas. La madre de Tik se parecía mucho a él. Era muy bajita, aunque regordeta, cuando Tik era delgado, y tenía los mismos ojos oscuros. Aparentaba unos cuarenta años, pero sus negros cabellos ya mostraban un poco de gris.
Tik presentó a Harald, quien estrechó la mano de la madre de su amigo con una pequeña reverencia. La señora Duchwitz los hizo sentarse y les preguntó por la escuela. Era muy afable y no costaba nada hablar con ella; Harald empezó a sentirse un poco menos aprensivo acerca del fin de semana.
Pasado un rato, la señora Duchwitz dijo:
—Bueno, ahora id a prepararos para la cena.
Los muchachos regresaron a la habitación de Tik.
—No os ponéis nada especial para la cena, ¿verdad? — preguntó Harald nerviosamente.
—Tu chaqueta y tu corbata ya irán bien.
Eran todo lo que tenía Harald. La chaqueta, los pantalones, el abrigo y la gorra que componían el uniforme de la escuela, más el equipo de deportes, representaban un gasto importante para la familia Olufsen, y tenían que ser reemplazados constantemente porque Harald iba creciendo un par de centímetros cada año. No tenía más ropa, aparte de suéteres para el invierno y pantalones cortos para el verano.
—¿Qué te vas a poner tú? — le preguntó a Tik.
—Una chaqueta negra y pantalones de franela gris.
Harald se alegró de haber traído una camisa blanca limpia.
—¿Quieres bañarte antes? — preguntó Tik.
—Claro.
La idea de que tuvieras que darte un baño antes de cenar le parecía un poco extraña a Harald, pero se dijo que estaba aprendiendo las maneras de los ricos.
Se lavó el pelo en el baño, y Tik se afeitó al mismo tiempo.
—Tú nunca te afeitas dos veces en un día cuando estamos en la escuela —dijo Harald.
—Madre se toma muy en serio esas cosas. Y mi barba es oscura. Dice que si no me afeito por la tarde, parece como si acabara de salir de la mina de carbón.
Harald se puso su camisa limpia y los pantalones de la escuela, y luego entró en el cuarto de baño para peinarse los cabellos mojados delante del espejo que había encima del tocador. Mientras lo estaba haciendo, una chica entró sin llamar.