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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (2 page)

BOOK: Viaje alucinante
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–¡Boranova! Sí que
he oído
hablar de usted. Por supuesto. Pete Shapiro la mencionó. Usted es...

En su excitación se puso a hablar en inglés, pero la mano de ella le sujetó la suya clavándole las uñas. La sacudió y ella retiró la mano, diciendo:

–Lo siento, no quería hacerle daño.

Morrison se contempló las marcas, una de las cuales era casi una herida, y en voz baja y en ruso dijo:

–Usted es la miniaturizadora.

Boranova se lo quedó mirando sin inmutarse:

–Quizás un paseo y un banco junto al río. El tiempo es maravilloso.

Morrison se sujetó la mano ligeramente lastimada con la otra. Hubo algunos, creía, que habían mirado en su dirección cuando gritó en inglés, pero ahora ninguno parecía interesarse por ellos. Sacudió la cabeza:

–Me parece que no. Debería asistir a la conferencia.

Boranova sonrió como si él hubiera confirmado que el tiempo era maravilloso, y le dijo:

–Creo que no. Me parece que encontrará el banco junto al río mucho más interesante.

Por un momento Morrison casi pensó que la sonrisa de ella pretendía ser seductora. No estaría dando a entender... Abandonó la idea casi antes de planteársela seriamente. Este tipo de cosas eran anticuadas incluso en holovisión: «Bella Espía Rusa se sirve de Cuerpo Sinuoso para Deslumbrar Americano Ingenuo»

Para empezar no era bella y su cuerpo no era sinuoso. Ni parecía que pudiera pensar nada de aquello, y él, al fin y al cabo, no era tan ingenuo..., ni siquiera le interesaba.

Pero se encontró acompañándola a través del campus, en dirección al río.

Caminaban despacio, como vagando, y ella le hablaba alegremente de su marido Nikolai y de su hijo Aleksandr, que iba al colegio y que por una extraña razón estaba interesado en Biología, aun cuando su madre era termodinamicista. Y lo peor, Aleksandr era un espantoso jugador de ajedrez, para gran decepción de su padre, pero parecía prometer en violín.

Morrison ni la escuchaba. Estaba ocupado, en cambio, en tratar de recordar lo que había oído sobre el interés de los soviéticos por la miniaturización y la posible conexión que podía haber entre ésta y su propio trabajo. Ella señaló un banco:

–Éste parece razonablemente limpio.

Se sentaron. Morrison miraba por encima del río, con ojos que realmente no parecían absorberlos, la hilera de coches alineados a un lado de la carretera, el suyo, y la hilera paralela del otro lado de la carretera..., mientras que un montón de esquifes, parecidos a ciempiés, abarrotaban el río.

Permaneció en silencio y Boranova, mirándole preocupada dijo finalmente:

–¿No lo encuentra interesante?

–¿Encontrar interesante qué cosa?

–Mi sugerencia de que venga a la Unión Soviética.

–¡No! –contestó secamente.

–Pero, ¿por qué no? Dado que sus colegas americanos no aceptan sus ideas y dado que se siente deprimido por ello y está buscando una salida al callejón donde se encuentra, ¿por qué no venir con nosotros?

–Por sus investigaciones sobre mi vida estoy seguro de que sabe que mis ideas no son aceptadas, pero, ¿cómo puede saber lo deprimido que estoy por ello?

–Cualquier hombre se sentiría deprimido. Y uno tiene solamente que hablar con usted para darse cuenta.

–¿Acepta usted mis ideas?

–¿Yo? Yo no pertenezco a su campo. No sé nada, o muy poco, sobre el sistema nervioso.

–Supongo que simplemente acepta la opinión que Shapirov tiene de mis ideas.

–Sí. E incluso si no fuera así..., los problemas desesperados requieren remedios desesperados. ¿Qué mal hay, entonces, si probamos sus ideas como remedio? Ciertamente, no estaremos peor que ahora.

–Ya tienen mis ideas. Han sido publicadas.

Se le quedó mirando fijamente:

–No sé por qué no creo que todas sus ideas hayan sido publicadas. Por eso le necesitamos a
usted
.

Morrison rió sin humor:

–¿En qué puedo ayudarles en relación con la miniaturización? Sé menos de miniaturización que usted de cerebros. Infinitamente menos.

–¿Conoce algo sobre miniaturización?

–Sólo dos cosas. Que se sabe que los soviéticos la están investigando..., y que es imposible.

Boranova contempló el río, pensativa.

–¿Imposible? –repitió–. ¿Y si le dijera que lo hemos logrado?

–La creería más si me dijese que los osos polares vuelan.

–¿Por qué iba a mentirle?

–Señalo el hecho. Los motivos no me conciernen.

–¿Por qué está tan seguro de que la miniaturización es imposible?

–Si reduce un hombre al tamaño de una mosca, toda la masa del hombre estaría apiñada en el volumen de una mosca. Terminaría con una densidad de algo así como... –se detuvo a pensar– ciento cincuenta mil veces la del platino.

–¿Pero y si la masa se redujera en proporción?

–Entonces terminaría con un átomo en el hombre miniaturizado por cada tres millones del original. El hombre miniaturizado tendría no solamente el tamaño de una mosca sino también el poder cerebral de una mosca.

–¿Y si también los átomos se reducen?

–Si me está hablando de átomos miniaturizados, entonces, la constante de Planck, que es una cantidad absolutamente fundamental en nuestro Universo, lo prohíbe. Los átomos miniaturizados serían demasiado pequeños para encajar en la granulación del Universo.

–¿Y si le dijera que la constante de Planck también fue reducida, de modo que un hombre miniaturizado encajara en un campo en el que la granulación del Universo era increíblemente más fina de lo que es en condiciones normales?

–Entonces no la creería.

–¿Sin examinar el caso? ¿Se negaría a creerlo como resultado de sus convicciones preconcebidas, lo mismo que sus colegas se niegan a creerle a usted?

–No es lo mismo –masculló al fin.

–¿Que no es lo mismo? –Volvióse a mirar el río, pensativa–. ¿En qué no es lo mismo?

–Mis colegas creen que estoy equivocado. Mis ideas, en su opinión, no son teóricamente imposibles..., sólo equivocadas.

–¿Mientras que la miniaturización es imposible?

–Sí.

–Entonces venga y vea. Si resulta que la miniaturización es imposible, como usted dice, habrá tenido por lo menos un mes en la Unión Soviética como invitado del Gobierno soviético. Todos sus gastos serán pagados. Si existe una amiga que quiera llevar consigo, llévela también. O un amigo.

Morrison sacudió la cabeza.

–No, gracias. Prefiero no ir. Incluso si la miniaturización fuera posible, no pertenece a mi campo. Ni me serviría de ayuda, ni me interesaría.

–¿Cómo puede saberlo? ¿Y si la miniaturización le daba la oportunidad de estudiar Neurología como no la ha estudiado antes de ahora..., como nadie la ha estudiado jamás? ¿Y que, si al hacerlo, pudiera usted ayudarnos? Esto sería lo que nosotros arriesgaríamos.

–¿Cómo puede usted ofrecerme un nuevo medio de estudiar Neurología?

–Pero, doctor Morrison, creí que era de esto de lo que estábamos hablando. No puede realmente probar sus teorías porque no puede estudiar las células nerviosas con suficiente detalle, sin dañarlas. Pero, ¿y si le presentáramos una neurona tan grande como el Kremlin para usted solo..., o mayor aún..., para estudiarla molécula a molécula?

–¿Quiere decir que puede invertir la miniaturización y conseguir una neurona tan grande como desee?

–No, todavía no podemos hacerlo, pero podemos hacerle a usted tan pequeño como queramos y al final viene a ser lo mismo, ¿no cree?

Morrison se levantó y la miró.

–No –murmuró–. ¿Está usted loca? ¿Cree que estoy loco? ¡Adiós! ¡Adiós!

Dio media vuelta y se alejó rápidamente.

–Doctor Morrison. ¡Escúcheme! –le gritó.

Pero él hizo un gran gesto de rechazo con el brazo derecho y echó a correr a través del camino, esquivando los coches con dificultades.

Por fin llegó al hotel, jadeando, casi bailando de impaciencia mientras esperaba el ascensor. «¡Loca! –pensó–. Quería miniaturizarle a
él
, intentar esa imposibilidad con ¡
él
...! O, peor, intentar la posibilidad con él, lo que sería infinitamente peor»

Morrison temblaba aún cuando llegó ante la puerta de su habitación del hotel, sujetando con fuerza el rectángulo de plástico de la llave, respirando con fuerza y preguntándose si ella conocería el número de su habitación. Lo podía descubrir, claro, si era lo suficientemente decidida. Miró de punta a punta el comedor, medio temeroso de verla llegar corriendo hacia él, con el rostro descompuesto, el cabello al aire y las manos extendidas.

Sacudió la cabeza. ¡Qué locura! ¿Qué podía hacerle? No podía llevárselo en brazos. No podía obligarlo a hacer algo que no quisiera hacer. ¿Qué terror infantil se había apoderado de él?

Morrison respiró profundamente e introdujo la llave en la cerradura. Percibió el pequeño clic de la llave al encajar, luego la retiró y se abrió la puerta.

El hombre sentado en el sillón de mimbre junto a la ventana le sonrió diciendo:

–Pase.

Morrison lo miró estupefacto, luego volvió la cabeza para ver el número de habitación.

–No, no. Ésta es su habitación, sí. Entre ya y cierre la puerta.

Morrison obedeció la orden contemplando al hombre con silencioso asombro.

Era un hombre de aspecto suficientemente rollizo aunque no del todo gordo, que llenaba el sillón de brazo a brazo. Llevaba una americana de algodón y debajo una camisa blanca, tan blanca que casi brillaba. No podía decirse que fuera calvo, pero iba camino de serlo y lo que quedaba de su cabello castaño era un puro rizo. No llevaba gafas pero sus ojos eran pequeños y con aspecto de ser miopes, lo que podía inducir a error..., o quizá significaba que usaba lentillas. Le dijo:

–Ha vuelto corriendo, ¿verdad? Le he estado observando –señaló la ventana– sentado en el banco, luego poniéndose de pie y volviendo al hotel como escapando de algo. Tenía la esperanza de que subiría a su habitación. No quería estar todo el día sentado aquí, esperándole.

–¿Estaba aquí para vigilarme desde la ventana?

–No, no, en absoluto. Ha sido accidental. Sólo que le he visto salir con la señora, hacia el banco. Conveniente, pero no previsto. De todos modos, está bien. Si no le hubiera visto desde la ventana, tenía a otros vigilándole.

Para entonces, Morrison ya había recobrado el aliento y su mente se había tranquilizado cuando hizo la pregunta que hubiera debido ser lo primero en la conversación:

–¿Y usted quién es?

En respuesta, el hombre sacó una carterita del bolsillo y la abrió. Explicó:

–Firma, holograma, huella dactilar, huella vocal.

Morrison miró del holograma al rostro sonriente. El holograma también sonreía. Dijo:

–Está bien. Usted es de Seguridad. Pero así y todo no tiene derecho a invadir mi alojamiento privado. No me escondo. Podía usted haberme avisado desde el vestíbulo, o llamado a mi puerta.

–Estrictamente hablando, tiene razón, por supuesto. Pero pensé que era mejor encontrarme con usted lo más discretamente posible. Además, presumo de antiguo conocido.

–¿Antiguo conocido?

–Hace dos años. ¿No lo recuerda? Una conferencia internacional en Miami. Presentaba usted un trabajo y lo pasó mal...

–Recuerdo la ocasión. Recuerdo el escrito. Es a usted a quien no recuerdo.

–No es sorprendente. Quizá. Nos vimos después. Le hice algunas preguntas y además tomamos unas copas juntos.

–No considero esto como vieja amistad... ¿Francis Ródano?

–Sí, éste es mi nombre. Incluso lo ha pronunciado correctamente. El acento en la segunda sílaba. A abierta. Memoria subconsciente, claro.

–No, no lo recuerdo. El nombre estaba en su identificación... Preferiría que se fuera.

–Quisiera hablarle desde mi condición oficial.

–Por lo visto todo el mundo quiere hablar conmigo. ¿De qué?

–De su trabajo.

–¿Es usted neurólogo?

–Sabe de sobra que no lo soy. Me licencié en lenguas eslavas. Estudié Económicas.

–Entonces ¿de qué podemos hablar? Conozco bien el ruso, pero usted debe ser mejor. Y no sé nada de economía.

–Podemos hablar de su trabajo. Como hicimos hace dos años... Mire, ¿por qué no se sienta? Es su habitación y no voy a entretenerle mucho. Si quiere el sillón donde estoy sentado, estaré encantado de devolvérselo.

Morrison se sentó en la cama.

–Terminemos de una vez. ¿Qué quiere saber de mi trabajo?

–Lo mismo que quería hacer hace dos años. ¿Existe algo, en opinión de usted, una estructura específica en el cerebro que sea especialmente responsable del pensamiento creativo?

–No es del todo una estructura. No es algo que pueda separarse según el criterio ordinario. Es una red neurótica. Sí, creo que hay algo así. Es obvio. El problema es que nadie más lo cree porque no pueden localizarla y no hay evidencia de ella.

–¿La ha localizado usted?

–No. Razono como consecuencia de los resultados obtenidos de mis análisis de las ondas cerebrales, pero parece que no los convenzo. Mis análisis no son..., ortodoxos. –Y añadió amargado–: En este campo, la ortodoxia no les ha llevado a ninguna parte, pero no me dejan ser heterodoxo.

–Me han dicho que utiliza técnicas matemáticas en sus análisis encefalográficos que no solamente son heterodoxos, sino claramente equivocados. Ser heterodoxo es una cosa; estar equivocado es otra.

–La única razón de que digan que estoy equivocado es que no puedo demostrar que estoy en lo cierto. La única razón por la que no puedo demostrar que estoy en lo cierto es que no puedo estudiar una neurona cerebral aislada, con suficiente detalle.

–¿Ha probado de estudiarlas? Si trabaja con un cerebro humano vivo, ¿no se expone usted a graves procesos legales, o a un juicio criminal?

–Naturalmente. No estoy loco. He trabajado con animales. Tengo que hacerlo así.

–Hace dos años me dijo todo esto. Deduzco, pues, que en el tiempo transcurrido no ha hecho ningún descubrimiento sorprendente.

–Ninguno. Pero sigo igualmente convencido de que tengo razón.

–El que esté usted convencido no tiene importancia si no puede convencer a nadie más. Pero ahora debo hacerle otra pregunta... ¿Ha conseguido usted algo, en los dos últimos años, que haya logrado convencer a los soviéticos?

–¿Los soviéticos?

–Sí. ¿Por qué esta actitud de sorpresa, doctor Morrison? ¿No ha pasado usted una o dos horas conversando con la doctora Boranova? ¿No es a ella a quien ha abandonado usted a toda prisa?

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